Revista Siete Días Ilustrados
23.06.1974 |
"No sé si estoy preparado para un desenlace amargo -confiesa el
talentoso narrador- Trato de estar a su lado todo lo posible y de
mantener la calma". A los 98 años, su madre, pilar fundamental de su
existencia, susurra que ya no quiere seguir viviendo.
A veces atiende el teléfono personalmente. Aunque él mismo se
encarga de evitar el asedio periodístico, lo logra sólo a medias: su
gusto por la plática es incontrolable. Y termina cediendo,
recibiendo invisibles interlocutores de los que nunca desconfía.
Jorge Luis Borges es una confesión. No sabe de prevenciones con la
prensa. Tal vez porque no le interesa el destino de sus
declaraciones: jamás lee los reportajes que le hacen. Siete Días fue
testigo, la semana pasada, de su último, palpitante drama familiar:
la vida de Leonor Acevedo de Borges, madre del escritor y su mayor
sostén afectivo, se extingue. A los noventa y ocho años, ya no
quiere abandonar el lecho. Su hijo la acompaña y la alienta. No
puede dictarle —como antes — sus cuentos, sus poemas. El ciego
memorable no sabe si está preparado para un desenlace inevitable y
en su progresiva oscuridad hurga buscando a qué aferrarse. Sospecha
que la falta de su madre podría resultar tan insoportable como el
destierro.
Pese a la dolorosa circunstancia que atraviesa, Borges dialogó con
Siete Días: se refirió a oníricos amores, al tango, a la Literatura
y, fundamentalmente, a Doña Leonor.
"Estuve enamorado muchas veces —comenzó recordando—. La primera fue
de una prima mía, ya fallecida. Estuve muchos años enamorado de
ella. Y un día, ya con el cabello blanco, se me ocurrió
confesárselo. Me dijo que ya lo sabía, naturalmente: en aquel tiempo
ella tenía más de veinte años y yo apenas contaba once o doce. Era
lógico que lo supiera..."
Sus respuestas afloran mansamente, como una suerte de autoconfesión.
Su departamento de la porteña calle Maipú vive la tensión de la
hora. La charla se desovilló en el hall; en una pieza contigua está
la anciana, rodeada de cuidados y llena de ansiedad. Borges, por su
parte, deja fluir el reportaje, sin importarle el registro obstinado
del grabador, interrumpido a veces por su vieja preocupación: el
tiempo inexorable que, de un momento a otro, ha de llevarse a Doña
Leonor. "Mi madre, tan criolla, está muy mal, es muy duro lo que
sucede. Imagínese lo que significa para mí todo esto. Su decaimiento
empezó hace tiempo a raíz de un accidente que tuvo. Ella se
atragantó con un garbanzo. Entonces la operaron y le provocaron una
lesión en la garganta. Mi madre me comenta: "Así como se dice antes
de Cristo y después de Cristo, antes de la Hégira y después de la
Hégira, yo puedo definir mi vida así: antes del garbanzo y después
del garbanzo."
—Es obvio que aún mantiene el sentido del humor...
—Sí, todavía lo mantiene. Ella está lúcida, razón por la cual está
desesperada. Lo peor es su lucidez. Sufre mucho pero tiene una
paciencia tal que me asombra. Cuando cumplió noventa y siete años,
me dijo: "Llegué a los 97 y se me fue la mano..." Es muy criolla
para hablar. Yo soy criollo pero tengo una cuarta parte de sangre
inglesa. Ella no. Soy bastante pro británico (eso es lo que dicen y
es cierto), pero ambas cosas no se excluyen: soy muy argentino
también. A mí me parece que sí. Alguien dijo una vez que yo no era
argentino y luego tuvo que escribir una letra de tango. Creo que le
puso "Mariposa nocturnal" (no figura en la base de datos de SADAIC,
tal vez sea "Mariposa nocturna" sin la "ele"). Eso quiere decir que
no tiene la menor idea de lo que es un tango o una milonga. Mis
personajes, en cambio, son reales; algunos los he conocido, de otros
he oído hablar... Pero tienen base. No sé... una de mis virtudes es
la duda.
—¿Su madre no habrá jugado un papel decisivo en su formación, a la
vez tan universalista y tanguero, no habrá Influido en sus dudas?
—Todo lo contrario. Mi madre siempre me ha disuadido de eso.
—¿Por qué razón?
—Por razonamiento. Nada más. Por ejemplo: cuando yo le dije que iba
a dedicarme a escribir la vida de Evaristo Carriego, me dijo que
escribiera sobre Lugones o Almafuerte, que no hiciera tal cosa. Pero
claro. Carriego era nuestro vecino de barrio. Iba todos los domingos
a casa. Se lo argumenté y me dijo que todo el mundo tiene vecinos y
eso no da para escribir un libro. Mi padre también me lo dijo. No
podía entender mi propósito. Me recomendó escribir sobre Sarmiento y
señaló que él jamás escribiría sobre Carriego. "Hacé lo que
quieras", dijo. Pero yo lo escribí.
—De alguna manera, su libro sirvió para convertir en poeta mayor a
Evaristo Carriego.
—Tal vez yo haya influido. A veces es un misterio lo que pasa con
los poetas menores: Evaristo Carriego ha permanecido tal como sigue
vigente García Lorca.
El teléfono suena. Se redoblan los cuidados por la madre recluida en
su lecho, contigua e invisible. Un abrir y cerrar de puertas lo
sugiere. Borges, ciego y ameno, tan asombrosamente inteligente como
infantil, confiado y extrañamente humilde, se distrae, su atención
cambia de rumbo. La ancianidad de su madre y un desenlace inevitable
están en el ambiente. El portentoso escritor es tocado en su punto
más débil por ley de la vida. "Ella está muy impaciente —susurra—.
Yo trato de mantener la calma. Hago lo posible por ello. Trato de
estar a su lado todo lo posible y no sé si estoy preparado para
aceptar un desenlace amargo, no sé. Ella está muy impaciente. Desde
luego que sigo atendiendo mi cátedra en la Universidad Católica,
aunque no soy católico, no soy cristiano tampoco, a pesar de que mi
abuelo era muy religioso. Yo no deseo otra vida. Con ésta me bastó.
A diferencia de Unamuno, que quería seguir siendo Unamuno, yo no
quiero seguir siendo Borges, ya me alcanzó y me sobró con esto. He
sufrido mucho, claro está. Yo creo que las únicas personas felices
son las que no conocemos. En cuanto uno conoce a alguien con cierta
intimidad, se da cuenta de que esa persona no es feliz."
LAS CAUSAS PERDIDAS
—Hace poco, su firma figuró entre las de otros escritores que pedían
la liberación de Juan Carlos Onetti. Hay quien sostiene que esa
firma influyó mucho...
—Bueno... no sé. En el caso mío creo que nadie puede tomarme por
comunista. Eso tal vez haya servido de algo. Todos saben que no soy
comunista ni nacionalista tampoco. Yo soy conservador, y ser
conservador no quiere decir nada, es una forma de escepticismo
político. Recuerdo cuando fui a afiliarme. Yo era radical por
tradición y también mitrista. Eso no significaba nada. El caso es
que fui a afiliarme al Partido Conservador y hablé con el jefe del
Partido. Le dije: "Vengo
a afiliarme, y me respondió "Usted está loco". De todas maneras
vamos a perder". Y entonces armé una frase y le respondí: "A un
caballero sólo le interesan las causas perdidas..."
—¿Onetti era una causa perdida?
—No, pero creo que es tan escéptico como yo. Su posición política la
ignoro.
—¿Es cierto que usted, hasta hace poco, le dictaba sus cuentos a su
madre?
—Sí, es cierto. Le he dictado alguno. Pero cuando lo hacía, el
relato ya estaba más o menos compuesto. Ahora ya no puedo hacerlo.
—¿Se tos dicta a una secretaría?
—No... no.
Abre un largo silencio, se inquieta en el sofá de época, parece
molestarle la pregunta. Durante un rato permanece mustio, con su
leve temblor, como envuelto en la zozobra. Se impone romper ese
silencio en el instante preciso. Y pronto llega.
—Supongo, maestro, que usará un grabador...
—No, no me gusta el sonido de mi propia voz, no la entiendo. Yo
tengo varias personas de buena voluntad que oyen mis relatos, que
los escriben tal como los cuento. Todas ellas son mujeres,
curiosamente, todas mujeres... En la Biblioteca Nacional yo tenía
una secretaria excelente. Yo le dictaba. Luego dejó la Biblioteca,
hecho un poco misterioso que no tiene nada de misterioso... Más
tarde me convencí de que conviene dictar. El estilo se hace mucho
más fluido, porque cuando uno escribe empieza a leer y releer. No se
puede tener una persona trabajando durante mucho tiempo sobre cuatro
líneas. ¿No le parece? Bueno, entonces dictar ayuda a lograr fluidez
aunque siempre haya que corregir un poco. Yo, generalmente, hago
tres borradores. AI cuarto, me resigno a lo que he escrito, con
todas sus imperfecciones.
—Sin embargo, usted está considerado como uno de tos narradores más
perfectos del idioma. Eso dicen algunos críticos y la mayoría de tos
escritores latino-americanos.
—Es un juicio demasiado generoso. No, no: eso no es cierto. A los
setenta y cinco años uno ya conoce sus límites. Hay cosas que puede
contar y otras que no. Muchas veces se me han ocurrido argumentos y
se los he dado a otros escritores porque son ideas que no puedo
ensayar siquiera.
—¿Sigue creyendo que el género mayor de la literatura es la poesía?
—No, actualmente me he convencido de que no hay una diferencia
esencial. Yo jamás he escrito una novela porque no he sido lector de
novelas. No es un desdén por el género, pero me produce cierta
apatía. Antes era muy devoto de Dostoievski. Ya no lo soy porque
hubo un momento en que me sentía leyendo a la fuerza. Luego me dije:
"¡Qué raro... es un novelista genial!" Sin embargo, he leído dos o
tres novelas suyas y no tengo interés en leer otras. En fin, eso me
sucede. Creo que el mundo real es bastante fantástico como para
intentar escribir literatura fantástica. Yo nunca sé si un relato
mío es fantástico o real porque ignoro si tenemos derecho a saberlo.
Emecé va a publicar mis obras completas este año; será un libro de
mil cien páginas. Yo he dejado caer todo lo que no me gusta. Es una
especie de regalo que me hace la Editorial. Ahí está la labor de
medio siglo...
—¿Está incluido todo lo que a usted le conforma realmente?
—No, hay muchas cosas que no me gustan, pero tienen que estar ahí
porque dan una pauta de evolución.
—Algunos dicen que usted desconoce los temas sobre los que escribe,
especialmente cuando habla de malevos.
—No es verdad eso. Están equivocados, porque conocí a muchos de
ellos, muchas veces hablé con ellos. Por ejemplo: Hombre de la
Esquina Rosada lo escribí con retazos de conversaciones con malevos
y caudillos, gente con mucha muerte encima. Yo la única vez que vi
matar a un hombre fue en la Banda Oriental, al Norte, en la frontera
con Brasil. Estaba en una mesa con Enrique Aromim y oí dos balazos.
A pocos metros de nosotros caía el hombre. Nos tomó por sorpresa esa
muerte.
—Siempre menciona a la Banda Oriental. ¿Por qué razón?
—No sé a quién se le habrá ocurrido ponerle Uruguay. El propio himno
dice: "Orientales, la patria o la tumba", la historia menciona a los
"heroicos 33 Orientales". Sería más lindo, por la música de la
palabra y por estar
al oriente que se llamara Banda Oriental. Uruguay es una palabra
difícil de usar. En fin, yo tengo muchos recuerdos de infancia allí
y quiero mucho a esa tierra, la siento como propia.
—Borges, ¿cuál fue su barrio? ¿De dónde surgen todas esas memorias
de cuchilleros que están en su obra?
—Bueno, fue Palermo. Ahora ha cambiado mucho. Cuando Evaristo
Carriego escribió El alma del suburbio, eso era Honduras y Coronel
Díaz. Pero el barrio más bravo era la parte de la calle Las Heras,
se llamaba Tierra del Fuego. Luego hubo otro barrio lleno de
rufianes calabreses y criollos. Era el barrio del arroyo Maldonado.
Estábamos a cuatro o cinco cuadras de allí. De ese barrio, un poco
más hacia Villa Crespo, eran Vacarezza y también Pacheco, el
Oriental. En la zona de Maldonado se desarrollan varios cuentos míos
y alguno que otro poema, así como milongas. Nicolás Paredes, por
ejemplo, era un caudillo. Tenía algunas muertes encima. El nunca me
hablaba de eso. Lo supe por el comisario de la zona. Pero por él
supe mucha historia que luego desarrollé como pude. No sé si mal o
bien, pero alguna vez dije... —la vista de Borges se torna más
confusa que lo habitual, el esfuerzo de memorizar le da un leve
hálito de misterio. El titubeo pasa y el escritor pronuncia la
célebre cuarteta—: "Una mitología de puñales / lentamente se anuda
en el olvido / una canción de gesta se ha perdido / en sórdidas
noticias policiales".
DEMASIADOS AÑOS
La interrupción llega abruptamente y los versos se vuelan. Es doña
Leonor que lo reclama. Borges tiembla levemente y al ponerse de pie
toma el brazo del periodista.
—Por favor, acompáñeme —pide como rogando.
Camina entre los pasillos que se supone llevan al cuarto de su
madre. Su mano aprieta el brazo del desconocido. Por fin se abre la
puerta, que descubre una habitación blanca: allí, en una antigua
cama de dos plazas, la casi centenaria anciana está sentada como un
pájaro herido, balbuceando algo ininteligible.
—Sí, madre —dice Borges—: estoy atendiendo a un periodista.
Un nuevo balbuceo es toda la respuesta.
—Te voy a presentar al señor.... no recuerdo el nombre.
—No importa.
Estrecho la mano de huesitos menudos y fríos que no quiere apartarse
de esta otra mano anónima.
—Usted está muy bien, señora —argumento—, y pronto va a estar mejor.
No se impaciente que todo pasará...
—No —alcanzo a oír—, no quiero seguir así. He vivido demasiados
años.
—La verdad no importa —insisto—, ya verá cómo pasa.
—No puedo levantarme, no quiero levantarme —dice—, no, no tengo
ganas.
Es imposible dejar esa mano de noventa y ocho años, aterida y llena
de afecto. Borges me pide que sea breve y por fin ella la retira.
Intento palabras de aliento que suenan inútiles, que no tienen
respuesta, y me voy. Ya en el umbral de la puerta la sufrida anciana
vuelve a decir algo.
—Quiere darle un beso —indica Borges.
De regreso a su lado, ya conmovido, acepto esa despedida con gusto
amargo, final. Por la mejilla seca de doña Leonor rueda una lágrima;
así quedó, sentada en el excesivo espacio del lecho, con un vaso de
licuado en sus manos.
—Ya vuelvo, madre —dice su hijo y toma otra vez a su guía, mi brazo.
En el living se impone la despedida. El sol del mediodía porteño ya
no entra por la ventana y la tarde avanza.
—Ha de ser doloroso estar ciego y ser un escritor...
—Sí, es doloroso. Pero yo lo dije bastante bien en un poema: "Nadie
rebaje a lágrima o reproche / esta designación de la maestría / de
Dios, que con magnífica ironía / me dio, a la vez, los libros y la
noche".
Una nueva interrupción (es la hora del almuerzo) corta los versos.
Varios portazos y la humeante luz de la cocina dicen a las claras
que debo partir.
—Bueno, maestro, si gusta, un día, podríamos tomar una caña...
—sugiero al abrir la puerta.
—Sí..., una caña podría ser. No sé. O tal vez un guindado.
—¿Un guindado?
—Sí, sí, mejor un guindado.
En las sombras del sexto piso de la calle Maipú quedó un ser
desvalido, fabuloso y humilde. Sus contradicciones, el misterio de
su sabiduría, su peligrosa sinceridad, forman un capítulo del
mañana. Hoy, abrazado a los libros y al latido cada vez más leve de
su madre, este célebre ciego vive un drama real, imposible de trazar
en ficciones.
Reportaje de Enrique Estrázulas
Fotos: Carlos Campos
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