Revista Siete Días Ilustrados
05.04.1978 |
Después de haber recibido el doctorado honoris causa de la
Universidad de la Sorbona, Jorge Luis Borges escapó de todos los
honores públicos y se fue a visitar a s antiguos compañeros del
Colegio Calvinista de Ginebra. Un sueño que desde 1920 no realizaba.
Como si fuera un secreto sólo confesado a un mínimo grupo de amigos.
Borges nos relató sus experiencias y sensaciones en Suiza y en
Egipto. Un país siempre deseó conocer y que de alguna manera siempre
está presente en todos sus escritos. "Las Mil y Una Noches", el
desierto, la Esfinge, las pirámides y toda la mitología a través de
la sensibilidad del mejor escritor de lengua castellana.
Como un profeta, quizá como aquel Homero que nombra en "El
Inmortal", ya olvidado de glorias, premios, aplausos y ceremonias,
sabe, sin embargo del triunfo (para su mal) y también del respeto y
la admiración que despierta cuando camina muy despaciosamente por la
calle, apoyándose en su bastón.
—Yo creo que la gente está equivocada conmigo. En cualquier momento
pueden darse cuenta de su error y pensar que soy un impostor.
El oficio de periodista obliga a desconfiar. Jorge Luis Borges no
puede pensar así.
—¿Por qué no? Yo no merezco estos honores. Yo no tengo obra. Lo mío
es fraccionario. No poseo una literatura en conjunto. Yo creo que el
premio de la Universidad de la Sorbona puede ser el error de un
país. O de todo un conjunto de países. Basta leer la historia
universal para saber cuántas veces el mundo se ha equivocado. Yo soy
doctor honoris causa de Oxford, de la Universidad de La Plata, de
Columbia University, de Santiago de Chile, de Cincinnati y ahora de
la Sorbona. Y cada vez que otorgan un premio de esta naturaleza
tengo ganas de atajarlos y decirles que estamos todos equivocados.
Mi único título verdadero es el de bachiller; todos todos los demás
son dones que me han sido otorgados.
Un viaje hacia el pasado
—Mi vida desgraciadamente es pública. Digo desgraciadamente porque
yo detesto la publicidad.
Este último viaje me permitió, gracias a la buena voluntad del
gobierno francés, realizar un itinerario hacia el pasado. Volver a
mis fuentes, a mis raíces. En los días en que estuve en París me
alojé en la misma habitación que Oscar Wilde, en un hotel en la
orilla sur del Sena. Pero por desgracia nada queda del gran poeta
inglés. Lo único que hoy recuerda su paso es una sencilla placa en
la puerta de su cuarto.
Luego de la ceremonia de la entrega del diploma que me acreditaba
como digno de recibir el doctorado honoris causa de la Universidad
de la Sorbona, me fui a Ginebra. Fue como una escapada de criatura.
Tenía muchas ganas de volverme a ver con mis antiguos compañeros de
colegio. Se puede decir que Suiza es una de mis segundas patrias,
porque yo me he educado allí.
—Llegué a Ginebra en 1914, cuando tenía 15 años. En ese lugar nos
sorprendió la guerra y mis padres decidieron quedarse a vivir Yo
hice mi bachillerato en el Colegio Calvinista. Ahora, a mi regreso,
fui a mi antigua casa, toqué sus muros y pude comprobar que donde
viví tantos años al lado de los míos ya no queda nada. Pero pude
encontrar a mis viejos amigos.
¡¿Qué raro?! Los amigos que yo tengo en Suiza son judíos polacos. El
Dr. Simón Slinsky y el Dr. Maurice Abramovich. Son ciudadanos
hervéticos, desde luego, pero por los nombres se puede saber que no
son suizos. Ellos tenían noticias mías por los diarios y porque se
han traducido varios de mis libros al francés. ¿Por el premio de la
Sorbona? No. Ellos no sabían nada. En Europa no se le dio
importancia. Ni siquiera en Francia; sólo aquí tuvo trascendencia.
De uno de mis compañeros se puede decir que no lo veía desde 1918 ó
1920. Todos han desarrollado sus vidas. Uno es médico de barrio,
trabaja para una obra social y el otro es un concejal del Partido
Comunista. El tercero que me hubiera gustado encontrar era un
librero que ya murió. Lo que fue muy grato es que uno de ellos
todavía conserva un mazo de barajas españolas que yo le regalé
cuando era estudiante. Realmente pasé días muy gratos en Ginebra.
Hay un cuento mío que se llama "El Otro", donde se puede decir que
yo converso con el Borges niño. Si bien este viaje a Suiza no fue el
encuentro con mi niñez sino con mi adolescencia es posible que se
pueda hacer una suerte de paralelismo entre ese escrito y el viaje
de ahora.
Oriente: el tiempo y la eternidad
"El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente
problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad, un
juego o una fatigada esperanza." (del libro Historia de la
Eternidad).
—Luego aproveché unos días y me fui para satisfacer un viejo deseo
mío, que era conocer el Oriente. El Oriente que uno entrevé un poco
en Andalucía, un poco en Grecia, y que no se siente en Israel,
porque es un país nuevo. Yo fui a Egipto. Allí tuve dos sensaciones.
La primera de estar en un país intemporal. Es lo que uno siente ante
los monumentos egipcios. Están construidos en la eternidad, o por la
eternidad, pero al mismo tiempo sentí que los egipcios actuales son
gente bastante pueril. Actúan como criaturas pícaras. Son muy
curiosos. Yo no puedo decir si he visto las Pirámides. Un ciego no
ve nada. Pero el hecho de saber que uno está frente a ellas ya es
algo, y es mucho, quizá todo. Por ejemplo, cuando me paré ante la
Esfinge, yo no veía su forma, como no veo su cara ahora. Pero luego
de haberla contemplado tantas veces en grabados y en fotografías,
estar delante de ella y sentir su presencia, junto a la gravitación
del desierto, fueron cosas que me emocionaron muchísimo. Ahí también
pueden influir recuerdos literarios. Porque un desierto, ¿qué es? Es
una gran extensión llena de arena. Pero ya conozco otros desiertos.
El de Texas, el de Nuevo México, y conozco el pequeño desierto de la
provincia de Mendoza. Pero no me han impresionado así. Tal vez sea
porque sabía que estaba en el Sahara. Que al lado mío se hablaba en
árabe. Y después porque estaba en El Cairo y allí se redactó el
libro de "Las Mil y Una Noches". Eso tuvo que influenciarme mucho.
También estuve en Alejandría y en Luxor, que es el nombre que tiene
ahora Tebas, la ciudad de las cien puertas. Ahí visité sus dos
palacios, el de Luxor y el de Carnac. Luego fui a los Valles de Los
Reyes y de Las Reinas y navegué por el Nilo. Yo todavía no creo que
haya estado en Egipto. Es como un sueño. Creo que tal vez estuve en
otro lugar. En otro país.
Lo dice como para reafirmarse de lo contrario. Tal vez en su memoria
todas las noches aparezcan los laberintos que soñó antes de conocer
Egipto, y se acuerde de aquel verso que escribió: "A un Poeta Menor
de la Antología":
"¿Dónde está la memoria de los días
que fueron tuyos en la tierra, y tejieron
dicha y dolor y fueron para ti el universo?
* * *
El río numerable de los años los ha perdido;
eres una palabra en un índice.
* * *
Dieron a otros gloria interminable los dioses,
inscripciones y exergos y monumentos
y puntuales historiadores;
de ti sólo sabemos, oscuro amigo
que oíste al ruiseñor, una tarde".
La raza y el origen del ser
—Y ahora pienso en otros sitios. Quisiera conocer Persia o el norte
de la India. Porque siempre me he sentido atraído por el Oriente.
Esta palabra que tiene un sentido tan preciso y que es tan difícil
de definir. Yo creo que todos de alguna manera nos sentimos atraídos
por el Oriente, y además creo que todo este cúmulo de significados
que nosotros le atribuimos, para los orientales no existe. Ningún
japonés siente afinidad con un persa, o un persa con un chino, o un
hindú con un hebreo y éste con un marroquí. Creo que sólo para
nosotros existe el concepto del Oriente, y posiblemente cada uno de
ellos sólo pertenezca a su país. Pasa un poco como en América
latina. Nadie se siente latinoamericano. Somos argentinos o
colombianos. Los europeos son los que nos agrupan, y a lo mejor ni
siquiera somos argentinos, sino porteños o entrerrianos. En mí se
conjugan varias razas. Mi apellido Borges es portugués. El apellido
de mi madre, Acevedo, es judío portugués. Yo tengo una abuela
inglesa. Tengo ascendientes vascos, y, como todos los españoles, mi
origen es árabe. Bueno, yo no sé hasta dónde se puede hablar de
razas en este país. Yo creo que ser argentino es un acto de fe. Ser
argentino es sentirse argentino, aunque sea muy difícil definirlo.
Es lo que decía San Agustín sobre el tiempo. "¿Qué es el tiempo?: Si
no me lo preguntan lo sé. Si me lo preguntan lo ignoro". Quiere
decir que el ser argentino, como el tiempo, es esencial, pero no se
puede definir con otras palabras.
La lluvia
Sobre la penumbra de la sala y apagando la voz de Borges, la lluvia
comienza a golpear los vidrios de las ventanas. Se detiene. Escucha.
Interroga para estar seguro.
—Sí, llueve.
—¡Qué suerte! Es mucho mejor así.
Y de golpe saltan a la prodigiosa memoria del escritor los versos
que hace unos años su creación nombró.
"Bruscamente, la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa,
que sin duda sucede en el pasado.
* * *
Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.
* * *
Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto
Patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto."
El otro yo de Borges
—A veces pienso que hay que cambiar la imagen que la gente tiene de
uno para no repetirse. Por ejemplo, yo soy melancólico, y todos
creen que soy risueño. Las frases ingeniosas que me adjudican no
siempre han salido de mi boca. No soy un ser hiriente y sarcástico.
Cuando digo algo no es para herir, sino que lo digo con la mejor
buena voluntad y buena fe. Creo que se tergiversan muchas de mis
intenciones. Un periodista, el otro día me llamó y me preguntó si
podía decir qué equipo ganaría el mundial. Yo contesté que no
importaba la nacionalidad, porque al fin y al cabo los que juegan
son los individuos. Ese periodista debió creer que se lo decía
irónicamente, y no fue así. Los que van a jugar son gente, y lo
único importante es eso y no su nacionalidad.
El avión es una diligencia
—Es posible que antes de que termine este año pueda volver a
Oriente. Pero lo que más me molesta de los viajes son los aviones.
Es todavía un medio de transporte muy primitivo. Tengo la sensación
de estar en una diligencia. Qué vehículo es ése que no ofrece al
pasajero una cama. En los vuelos que duran muchas horas las personas
tienen que ir sentadas. Además, no se percibe el paisaje. Sólo
nubes. La única ventaja que tiene es que llega muy rápido a su
destino. Yo prefiero el barco. Allí puedo sentir el agua, tal vez
algún continente. En el avión todo es muy monótono e incomodo. Por
otra parte, todos los aeropuertos se parecen.
La lluvia persiste, la estola de armiño que la Universidad de la
Sorbona le entregó en mérito a su obra quedó en un rincón, casi
olvidada dentro de una bolsa de polietileno casera. Ya no importa.
Borges está más allá de todos los premios. Al salir, como al pasar
recordamos el poema 1964.
"Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Sólo me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina".
Texto: Cristina Matino
Fotos: Carlos Pesce
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