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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Jorge Villarino

Hace un par de semanas un suelto publicado en la sección policial del vespertino La Razón desempolvaba un nombre que, trece años atrás, era sinónimo de miedo: Jorge Villarino. La noticia, escueta, daba cuenta de que El Rey de las Fugas —como alguna vez se lo apodó— recuperaría la libertad dentro de poco tiempo. Luego de purgar 13 años en prisión el famoso delincuente había observado una conducta ejemplar, dando pruebas inequívocas de su rehabilitación. Una vieja fotografía prontuarial ilustraba el anuncio.
A partir de esa referencia, un secretario de Redacción de Siete Días decidió entrevistar a Villarino, conocer íntimamente al personaje que llegó a monopolizar los primeros puestos del rating delictivo de una época.
revista 7 días
1974

 

 

 

Ocupa, junto con otros cinco reclusos, el pabellón asignado a quienes atraviesan la Fase de Confianza; es decir, a quienes han demostrado no necesitar de rejas para cumplir su condena.
Y el pabellón tiene sus ventajas: una espaciosa sala, con cortinas y rústicas arañas de madera, alberga doce camas. En uno de sus extremos se abre un pequeño hall, con mesas, sillas, estufa-hogar y un televisor. Allí gastan sus ratos libres los seis internos. Un baño y una cocina completan las comodidades del lugar.
Ese fue el escenario en el que, durante cuatro horas, se hilvanó la charla con Villarino. Una experiencia que permitió rescatar los momentos más significativos de su vida, los episodios más dramáticos de su carrera delictiva y su posterior, definitivo alejamiento del hampa.

Tiene 43 años, pero aparenta 35. Un metro setenta, pelo corto y oscuro, movedizo, simpático, con pinta de boxeador. Siete Días lo sorprende leyendo La bella durmiente, de Ross MacDonald. Deja el libro sobre la cama y, de un salto, vuelve a la realidad. Está mucho más delgado que en su época de "apogeo", allá por 1960, cuando su popularidad campeaba en la crónica roja local. Prende un cigarrillo, convida, sonríe: "Es la primera vez que me hacen un reportaje a voluntad —confiesa—. Los anteriores fueron todos forzados, declaraciones que me sacaban en el Departamento de Policía".
Sus compañeros de pabellón miran con curiosidad; la circunstancia no es común y parece gustarles. Uno de ellos ofrece café, otro pregunta si el volumen del televisor obstaculiza la charla. Todos quieren participar pero al rato comprenden que la conversación será íntima, sólo entre dos personas.
Son las cuatro de la tarde pero la luz natural que llegaba de algún lugar se ha ido desvaneciendo: afuera llueve, y a través de las gruesas paredes de la sala se filtra el ruido callejero de la avenida Caseros. Llega el café, humeante, propicio. La conversación se impone sola. Villariño es el primero en preguntar: "¿Cómo está Buenos Aires?" No espera respuesta. Con sonrisa resignada recuerda la última vez que vio la ciudad: "Fue cuando me trajeron del Chaco —precisa—, pero desde el avión sólo alcancé a bichar la cancha de River".
Refiere las cosas que hará cuando recobre la libertad: es una catarata de deseos, ansiedades, alegría. .. Pero ése es el final de la historia. Él comprende y acepta gustoso desandar el camino, releer el primer capítulo de un drama que comienza en San Telmo, un 18 de julio de 1931.
"Nací ese día, en la calle Victoria, atrás del Cabildo, y al poco tiempo nos mudamos a la cortada San Lorenzo, entre Defensa y Chile. Eramos tres varones, tres mujeres, los dos viejos ... Una familia tipo... tipo regimiento, digamos. Estudiaba a la mañana, pero la tarde era mía, toda mía. Y la tarde era la calle y fue demasiada calle para un pibe: un rato en el río, otro en el puerto... Mi viejo tenía un puestito en el mercado. Yo me levantaba a las 4 de la mañana para ayudarlo a llevar los cajones. A cincuenta metros de casa estaba el Conventillo de la Paloma (así le decían). Un mamotreto con más de doscientas piezas, tres pisos con un patio cada uno, cerca de quinientos pibes ... ¿Se palpita qué ambiente era, no? Bueno, con ellos me pasaba el día. Era la época de la guerra y había hambre... entre las familias pobres, se entiende. Y, claro, los que más hambre tenían salían a pescar lo que viniera. Y yo con ellos. Así me fui haciendo un poquito atorrante. Un día piantàbamos fruta de un mercado; otro, un cacho de banana en el puerto. Y si hacía frío, también nos traíamos una bolsa de carbón. Se afanaba lo que se podía. —¿Trabajó alguna vez? 
—A los diez años ya estaba en una tornería. Seis meses después de entrar ya era medio oficial cepillador mecánico. Era un chico habilidoso. Pero me las tomé: mi patrón, un húngaro de pocas pulgas, era un explotador. Me pagaba 25 centavos la hora y, en ese lapso, yo le hacía piezas que él vendía a 700 mangos cada una. Por lo que ve, también era un chico observador. Más tarde laburé con un lechero, gallego él, que me daba 12 pesos por mes y dos litros de leche por día. Pero a mí me gustaban los fierros, la mecánica. Desgraciadamente, tenía una contra brutal. 
—¿Cuál?
—La de mi viejo: no quería lola con los mecánicos. Decía que si entraba en ese oficio jamás me sacaría la grasa de encima. "¿Y con eso, qué?", decía yo: me encantaba andar engrasado. No le hice caso y me metí en un taller. Recién al año y medio mi viejo se escurrió... es decir, se dio cuenta de que no trabajaba más en la tornería. Bueno, ese día cobré como en un banco, más que en el Nación.
Villarino se interrumpe para susurrar innecesaria disculpa: "Con todos estos años de prisión el lunfardo se pega como abrojo. Aunque uno no quiera, lo termina hablando. Hacen falta muchos meses de vida en libertad para sacárselo de encima. Por ahora, es parte de mi lenguaje. ¡A veces tengo cada problema! Ni mis parientes me entienden. Días pasados, al concluir una visita, acá en la cárcel, escuché que mi tía le preguntaba a mi tío: ¿Qué estuvo diciendo Jorge? La pobre no había pescado ni jota; y eso que yo me esforcé por utilizar términos corrientes. Enciende otro cigarrillo y retoma el relato.
—Bueno, como le decía, el viejo era bravísimo. Más adelante, sin que supiera nada, puse un tallercito con un tano vecino. El tipo me dijo que era ingeniero. Y con un ingeniero teníamos que andar al pelete. ¡Flor de chantún resultó! Ingeniero agrónomo debía ser porque el primer coche que desarmamos para arreglarle el radiador quedó hecho un desastre: el capot no cerraba, el motor no arrancaba... El dueño, para colmo gallego, nos quería matar. Pero el que me mató fue mi viejo. El se creía que yo estaba yugando en una compañía naviera del centro. Cuando se escurrió hizo un desastre. Vea, mi casa tenía un balcón suspendido a seis metros y medio de la vereda. El viejo me encerró en el comedor para darme la biaba. Lo primero que hizo fue tirarme un fierrazo que, créame, partió por la mitad una mesa grande que usábamos cuando venían visitas. Como no me pegó se me vino encima. Yo le hice un arrebato (movimiento sorpresivo) para el lado del balcón, y agarró para allá; otro arrebato para el lado de la puerta, y se vino para allí. Entonces, salí al bacón, salté los seis metros y me hice humo. Lo vi recién a los seis meses: calculé que era el tiempo necesario para que se le pasara la bronca.
—¿Y se le había pasado?
—Para nada. No me fajó pero no me daba bola. Una noche, serían las tres de la mañana más o menos, yo volvía caminando de casa cuando veo una hoguera en la puerta. Me acerqué sin entender naranja y casi me desmayo. ¿Sabe lo que era? ¡Mi ropero! El viejo lo había tirado por elbalcón, lo había rociado con nafta y le había prendido fuego. Me quería morir. Se quemaron todas mis cosas: catorce pantalones, ocho remeras, un par de pilotos, sobretodos ... Hasta un canuto (dinero escondido) de casi siete lucas. ¿Sabe la guita que era eso entonces?
—¿Y de dónde había sacado tanto?
—Ahí está la cosa. Le estoy hablando del año 1947: yo tenía 16 años y ya había empezado a delinquir. Desde entonces, y durante siete años, el viejo no me volvió a dirigir la palabra. Se maliciaba algo muy fulero. Y estaba en lo cierto.

"UN CHICO CIEGO"
Cuando Viílarino se refiere a su padre, lo hace con culpa. "El viejo hizo cualquier cosa para que no me convirtiera en atorrante —reconoce—: antes de pelearse conmigo me había comprado un camión para que laburara en el puerto. Alí empezó la cosa. A la ida llevaba mercadería a los barcos; a la vuelta, cargaba contrabando: whisky, cigarrillos... Entre una cosa y la otra la plata empezó a venir fácil. Cada vez más fácil. Yo era un pibe ciego: sabía que me iban a agarrar en cualquier momento, pero lo único que atinaba a pensar era una cosa: Tanto me darán si robo cien pesos, como cien millones."
Del contrabando pasó al robo a mano armada. Así, en 1949, a los 18 años, consuma su primer golpe de importancia: 283 mil pesos. De ese episodio sólo recuerda lo que hizo después: comprar una motocicleta de 12 mil pesos. En 1951 cumple el servicio militar en el Ejército. Ese año conoce la cárcel por primera vez. El suceso que lo condujo a prisión se conserva fresco en su memoria:
"El asunto estaba servido a la salida de un Banco. Cierta persona retiraba frecuentemente dinero en cantidad y el problema se reducía a un detalle: quitárselo. Tres pibes estábamos metidos en la cosa. Y el día Negó. El hombre sale del Banco, en Cangallo y Reconquista, y arranca a pie para el lado de la comisaría segunda. Lo seguimos. A las pocas cuadras entra en un edificio. Yo tráss él. Debìa venir uno de los pibes conmigo, pero como temblaba de miedo le dije que se quedara campaneando en el hall. El otro debía permanecer en la calle. El hombre ingresa al ascensor. Yo también. Mientras subimos, saco el arma y lo apreto. No se resiste y me entrega el portafolios. Bajo en el segundo piso y le ordeno que siga subiendo. Me obedece y antes de que desaparezca de mi vista abro un poco la puerta: se detiene el ascensor y queda trabado entre dos pisos. Bajo por la escalera. En la calle no encuentro a nadie: los dos compinches se habían esfumado. Sin pensar dos veces, tomo hacia la izquierda. Corro por la vereda mirando hacia atrás: en la esquina opuesta había un botón conversando con una mujer. No me ve, pero yo lo vigilo a la carrera. Por eso, por andar con la cabeza dada vuelta, me llevo por delante a un tipo que venía caminando en sentido contrario. Lo rocé, simplemente. Pero me largó una andanada de insultos. Ese choque fue fatal, ya verá por qué. Sigo disparando hasta que veo un tranvía. Entre irme a pie y motorizado, opto por esto último. Subo, pago el boleto, y una vez dentro levanto el asiento y dejo caer el arma y el portafolios en esos recipientes de arena que llevaban antes los tranvías. Me cambio de asiento: en el vehículo hay tres personas y las tres delante mío. Nadie ve mis movimientos. Por la ventanilla observo la escena que se desarrolla en la calle: el tipo robado, la policía, el alboroto normal... El tranvía me lleva lejos, la perdiz estaba volando.
"Cuando llego a casa encuentro a uno de mis compinches: lo mandé al diablo y le di su parte. El otro ni apareció. A los siete días, estando yo en el Ejército (era chofer de un teniente coronel) me llaman desde la guardia: al parecer, el jefe me quería ver. Cuando llegué me vi cocinado en una sartén con tapa y todo: me estaban esperando todos los rati (policías) de la comisaría segunda. Me llevaron allá para presentarme formalmente al señor que me había denunciado: un sargento jubilado que me conocía desde que era chico y que, fatalmente, era el mismo tipo con el que había tropezado en la calle el día del robo. Me comí tres años y medio".
Se acerca uno de sus compañeros de pabellón: Trae más café. Los otros miran televisión. Un corto publicitario revela el "secreto" para convertirse en conquistador irresistiblle. No hay jovencita que eluda el influjo: las más despampanantes sucumben como palomas. Los reclusos miran en silencio.
—¿Qué arma utilizó en ese hecho?
—Una Browning 7,65. Pero eso fue al comienzo. Después, con una 45, creía que el mundo era mío... Era un chico ciego, después me enloquecí más todavía.
—¿Por qué?
—Cuando salí de prisión seguí apretando. No tenía noción de lo que estaba haciendo, no me daba cuenta de que, poco a poco, hipotecaba mi vida. En el año 57, salí de firme a meter caño: hice seis meses de robos continuados. Con un arma en la mano me sentía el dueño del país. Tenía 26 años y un rechifle de adolescente.
—¿No tropezaba con la policía?
—En esa época esto era el paraíso terrenal para trabajar: los agentes tenían, a lo sumo, una 45. Usted agarraba el diario y descubría 40 ó 50 robos por día. Hoy, por lo que leo y escucho, la policía se perfeccionó mucho: anda con ametralladoras, escopetas Itaka, lanzagranadas; patrullan permanentemente. Fíjese en el diario cuántos robos de "arriba las manos" encuentra: a lo sumo, cuatro o cinco por semana. Vea la diferencia. En ese entonces yo andaba con un coche robado durante un mes, sin cambiarle las chapas. Mire, esté seguro de una cosa: buena parte de los delincuentes que se dedicaban a este asunto se marcharon del país.
—¿Y el resto?
—El resto está en el cielo.

"ALGO QUE NUNCA HICE"
Entre abril y septiembre de 1957, Villarino reconoce haber consumado entre 25 y 30 robos. Pese a lo que mucha gente supone, jamás mató a nadie. Muchos de los que conocen sus pasos agregan que, si alguna vez hirió a alguien, fue por un empujón; a lo sumo, por un golpe de puño. No es un descargo, pero tal vez contribuya a neutralizar lo que alguna vez se dijo injustamente de él: que era un "asesino despiadado".
—¿Cómo operaban en esa época?
—Simplemente, mirando. Donde veíamos una oportunidad, rondábamos con el auto, y en el momento oportuno bajábamos dos o tres, robábamos y a correr.
—¿De cuánto era el botín en cada hecho?
—Setecientos mil pesos, un millón, tres millones...
—¿Qué hacían después de consumado el robo?
—Guardaba el auto, iba a casa y le decía a mi esposa (yo me casé luego de saliir de prisión, hacia 1957) que tenía un negocio que hacer en el interior. Ella ignoraba todo al comienzo. Desaparecíamos una semana y cuando se calmaba el ambiente, volvíamos. Finalmente, mi mujer terminó dándose cuenta.
—¿Y qué pasó?
—Me pidió que dejara, que nos fuéramos a Bahía Blanca, donde tenía familiares, para empezar otra vida, trabajando. Yo no quería, le decía que para qué: nunca habíamos tenido un tiroteo, la cosa era tan fácil... Cuando uno es joven y está loco, como lo estaba yo, piensa que cualquier cosa vale veinte. Así me fue.
—¿Qué hacía con el dinero?
—Vivía bien.. Bueno, si eso era vida. Vivía bien en el sentido de que tenía auto, casa, diversiones... Todo sin trabajar. Pero, ¿de qué me sirvió? Cuando organizamos el gran asalto al Ministerio de Salud Pública, yo tenía una casa en Montevideo, seis camiones. .. Perdí todo, y lo que es más trágico, perdí prácticamente lo mejor de mi vida.
—¿Cómo organizaron ese asalto?
—Fue simple. Se trataba de robar el día de pago: diez millones y medio de pesos. Pero yo no quería hacerlo. 
—¿Por qué?
—Estaba viviendo en Montevideo. Ahí me entero que los que trabajaban conmigo estaban por dar ese golpe. No quería hacerlo, lo veía demasiado peligroso. Pero refexioné sobre un punto: uno de los que participaban era flojo; un tipo nervioso que podía entorpecer el trabajo, arruinarlo. Yo me dije: "Si los agarra la policía, aunque yo no esté metido me creerán complicado en el caso. Si estoy, en una de ésas las cosas salen mejor. Perdido por perdido, voy". Y me vine, nomás. 
—¿Cómo ocurrió todo? 
—Limpiamente, a la perfección. Eramos cinco. Fue en el entrepiso del Ministerio. Nos alzamos con todo sin disparar un solo tiro. Pero algo tenía que salir mal, yo lo presentía. 
—¿Y qué fue?
—Luego del robo (y siempre lo más delicado viene después), me llevé al flojo de marras conmigo a Montevideo para que no metiera la pata. Pero la había metido antes: anduvo diciendo cosas que no debía, le regaló un auto muy lujoso al hermano... La cosa se supo y en Montevideo me entregaron Perdí todo: para colmo, mi esposa estaba embarazada. En Buenos Aires me esperaba lo peor. 
Villarino hace una pausa. Desvía el foco de la lámpara de cabecera de su cama que hasta entonces encandilaba su rostro. Enciende otro cigarrillo, sorbe un poco del café ya tibio, y permanece callado.
—¿Por qué dice que en Buenos Aires lo esperaba lo peor?
—Porque aquí aparece un comisario que se ensañó conmigo. Cuando me traen de Uruguav. este hombre pretende hacerme responsable de una cantidad de delitos que no había cometido. Cuatro o cinco de las cosas que mencionaba eran ciertas, pero el resto falso. Por si eso fuera poco, me quiso inculcar en un episodio ... como le diría.. . amoral que no tonía pies ni cabeza. 
—¿De qué se trataba? 
—En un hecho ocurrido en Don Torcuato. Habían apretado un boliche que se llamaba, si no me equivoco. El Caballito Blanco, donde violaron a once mujeres. En fin, un desastre. Yo le respondí a ese comisario que reconocía ser un delincuente, haber robado... pero que jamás habría hecho una cosa semejante. Como buen porteño, creo que nada es más hermoso para un hombre que una mujer se le entregue: ganarla por picardía, por cariño, pero jamas por la fuerza. Porque si yo no tuviera la capacidad para afilarme a una mujer, la pago. Y todavía, le juro, no he pagado a ninguna. En fin, ese comisario le dijo una barbaridad a mi esposa, le gritó en la cara que yo era un violador de mujeres... Cuando escuché eso me puso como loco. Pero no me hice cargo de todas esas cosas que me querían imputar.
—¿Dónde lo mandaron entonces?
—A la cárcel de Devoto. Allí permanecí hasta septiembre de 1958, cuando me evadí. Estuve cuarenta días en la calle. Finalmente me agarraron en un chalet de Boulogne. De nuevo preso: me enviaron a La Plata; de allí, a Devoto; luego, a la Penitenciaría; de allí, a Caseros, de donde me escapé el 17 de mayo de 1960. Estuve cinco días en la calle, hasta que me pescaron nuevamente. Lo hizo ese mismo comisario del que le hablé. Y pude haberlo matado ese día.
—¿Por qué?
—Yo estaba en un negocio de la calle Brasil cuando me rodearon. Lo vi venir. Entró, como quien dice, en el aire. La verdad, era un hombre de ir al frente. Me adelanté y le puse la pistola entre ceja y ceja... Pero tuve la suerte de poder pensar. Bajé el arma, se la di y me entregué. Un hombre puede tirar para defenderse si están por matarlo. Eso no ocurría en mi caso y yo no era un asesino.

"VIVIR EN EL INFIERNO"
El televisor sigue prendido, aunque nadie lo mira. Tres de los reclusos leen; dos conversan en la cocina, Villarino sirve un poco más de café. En la pantalla se ve una prisión: es una entrega de la serie Ladrón sin Destino. Con un gesto de su cabeza, Villarino señala el aparato y sonríe:
—Los guionistas del cine policial están atrasados más de una década.
—¿En qué sentido?
—En cuanto a las técnicas delictivas que muestran como novedosas. Lo que se ve hoy en le pantalla fue aplicado por verdaderos artesanos del hampa hacia 1960.
—¿Conoció a muchos?
—¡Qué le parece! A los mejores. Había uno que tenía un bocho... No comprendo cómo se dedicaba al delito con semejante inteligencia. También conocí a dos norteamericanos y a un francés que, en sólo tres trabajos, se llevaron más de 14 millones de pesos. Andaban con sopletes, herramientas de precisión y toda esa ferretería que hoy llama tanto la atención. Eran muy pillos y yo, de puro idiota, pensaba que los más vivos eran los más respetables.
—¿Usted tenía alguna especialidad? ¿Realizaba algún tipo de robo en particular?
—No, lo que le puedo decir es que nunca anduve de escruche (reventar cerraduras), de boleo (descolgarse como un gato para entrar en un departamento), ni de punga (carterista)
—¿Trabajaba con cualquiera?
—¡Por favor! Tenía un compañero o dos, salvo en el caso de Salud Pública. Pero generalmente trabajaba con dos: Osvaldo y Varela. Dejando de lado el hecho de que fueran delincuentes, irresponsables como yo, eran fieles, sinceros. Y yo lo era con ellos. No me pegaba con otro por nada del mundo: si el mejor pistolero del país me hubiera ofrecido hacer un trabajo con él, no habría aceptado. Cuando me escapé por última vez, en 1960, ellos vinieron a buscarme. Y les dije que no les convenía seguir conmigo: yo era un caramelo (presa) regalado. Me buscaban hasta los bomberos. No les importó: estaban conmigo. En un sentido, eran buenos. 
—¿En cuál?
—En saber cuáles son las reglas del juego: eran incapaces de ensuciar a otros con sus delitos. Eran duros, cerrados de boca. A mí no me gustaron jamás los soplones, como creo que no le gustan a nadie, ni a la policía. El bocón es un hombre sin dignidad, que no quiere a nadie y menos a sí mismo. Hasta quien escucha la delación sabe qué porquería tiene delante suyo. Con esto no quiero hacer apología alguna: el delincuente es dañino, sin vueltas. Pero el alcahuete es tanto o peor que él.
—En aquellos años, muchos de refrieron a usted. rotulándolo como un ladrón frío, cerebral. ¿Qué hay de cierto?
—Vea, creo que cualquier ladrón que se profesionaliza termina trabajando más con la cabeza que con las manos. Cuando entra en acción está menos nervioso que cuando invita a salir por primera vez a una chica que lo vuelve loco.
—¿Jamás se desespera?
—Por supuesto. Yo fui un fugitivo mucho tiempo. Usted no se imagina lo qué es vivir así. Es el infierno. No puede ir a ningún lado porque lo acechan hasta los buzones. Cuando localiza un aguantadero para pasar la noche, debe pagar fortunas para que le permitan entrar. A fines de la década de' 50, por dormir en el suelo de una cocina me cobraban 10 mil pesos ¿Sabe lo qué representaba esa cantidad? Así se me iba el dinero. Entonces uno se pone ciego, sólo piensa en una cosa, conservar la libertad. Para ello debe seguir robando: para pagar aguantaderos y otras yerbas. Yo estaba enceguecido, seguía y seguía... Cuando mi hijo tenía cuatro meses, se enfermó fiero y lo internaron en el Hospital de Niños. Yo estaba prófugo y supe que tenían al chico en carpa de oxígeno. Me volví loco. Pensé que podía morirse, allí, sólito, sin nadie a su lado. No dudé más y decidí ir a rescatarlo. Estaba fuera de mí. Sabía que los rati me estaban esperando allí. Pero conseguí un arma y casi hago esa locura. Por suerte, uno de esos compañeros que le mencioné logró disuadirme. Creo que, de haber ido, habría muerto esa misma noche.

'LA ULTIMA FUGA"
A medida que desovilla su pasado, Villarino parece reflexionar en siencio. Pese a que relata con fluidez, cada episodio que refiere arranca muecas a su rostro: y ellas resumen una sola cosa, su autorreproche. No muestra orgullo por las aventuras que narra; por el contrario, cada paso que desanda su memoria incentiva una tristeza sorda, desoladora. Ese sentimiento envolvió la descripción de la última etapa de sus andanzas delictivas. Un monólogo tenso y alucinante que fija la acción en junio de 1961.
"Por entonces, yo estaba decidido a cambiar de paisajes: irme a Europa con todo el dinero que tenía: unos 14 millones de pesos. El 13 de junio los rati me hacen una ratonera de la que me logro zafar: escapé mientras me tiraban hasta con los calcetines. Poco después, los diarios decían que me habían rescatado ocho pistoleros: me fui a pulmón, solo. El 14 llego a Montevideo. Allí me encuentro con Varela, Osvaldo y nuestras mujeres. El plan es simple: de allí a Brasil y de Brasil a Europa.
Tenqo tres pasaportes encima: uno norteamericano, uno uruguayo, uno argentino. El primero era precioso pero no corría: me buscaban y yo no sé decir más que okey, demasiado poco. El argentino menos. El uruguayo era el mejor: ellos tienen una idiosincrasia parecida a la nuestra, y en cuanto a las mañas del idioma no hay más que saber un par de cosas que yo conocía: hacer cambios al estilo de caldero en lugar de pava, bombero por sifón, refuerzo por sandwich... Pero decido fraguar un nuevo documento uruguayo. Para eso armo un asuntito. Visito a un tipo que conocía de mentas, un rematador, y me presento como Vicente Bermellone, oficial del SIDE (Servicios de Informaciones del Estado). Le digo que andamos de incógnito tras una célula comunista y que necesito su pasaporte. Ante la duda del hombre, le ofrezco cincuenta mil pesos. Ya no duda. Con el documento me voy a ver a una especialista en falsificaciones, la mejor que había en Uruguay, conocida como La Loba. Sólo tiene que cambiar la foto (poner la mía) y hacerle esas perforaciones características. Nos encontramos en el Parque de Los Aliados. La mujer trabaja siempre dentro de un auto en movimiento y jamás demora más de quince minutos. Le doy el pasaporte con una faja que oculta la identidad del martillero: trato de evitar que alguien sepa con qué nombre viajaré; simple precaución. Le pido que no saque la faja. Me responde que así no podrá trabajar, insisto para que no la toque. Ella sube a un auto, yo a otro. Damos vueltas por allí hasta que finalmente se detiene. Me entrega el pasaporte, pero la faja está rota. Le recrimino, pero se justifica.
"El 27 de junio todo está fisto para partir. Tengo los pasajes; la empresa Aerovías Brasil. Estaba previsto que ese día yo iría a buscar a uno de mis compañeros a un residencial montevideano. Cuando llego, me encuentro con tres rati: uno argentino, otro uruguayo y el último de Interpol. Una perfecta ratonera. Pero los apretamos, les quitamos las armas y nos vamos. Poco después salimos de Carrasco. Yo llevo un arsenal encima: una Parabellum caño corto, una Mallincher, un 38 especial, una Ballester Molina, una Pam recortada y preparada. Además, una caja de balas para cada arma. Pesaba 130 kilos con toda esa ferretería: mi peso, entonces, era de 80 kilos. Una locura que sólo a un muchacho enfermo y desesperado como estaba yo entonces se le puede ocurrir. El plan era tirar todo al llegar a Brasil.
"El avión levanta vuelo. Al sobrevolar Río Grande se desata una tormenta feroz que nos obliga a descender en Porto Alegre. Allí
debemos esperar tres horas. Cuando calma el temporal, partimos. Al rato sobrevolamos San Pablo y poco después aterrizamos en el aeropuerto de Congonhas. Eran las siete de la tarde. Cuando entramos en la estación terminal noto un movimiento extraño y sospecho que la mano viene mala. Advierto que un agente de Interpol habla con la azafata, le pregunta algo. Varela es el primero en ser rodeado. El pibe dispara al aire. En ese momento yo tengo dos brasileños enfrente, dos al costado y dos atrás. Corro hacia el único flanco libre, pero me cierra el paso una baranda. Si logro pasar por debajo, me escapo. Intento inclinarme, pero el arsenal que llevo encima me lo impide. Así caigo como un pajarito.
"En tanto, Osvaldo logra saltar una mampara de vidrio, cae en un hall lleno de gente y dispara el aire. Se arma un revuelo tremendo y, en el lío, desaparece. Varela, por su parte, se escapa por la pista, disparando contra los reflectores de los jeeps policiales. Su puntería deja a los rati sin luz, pero no hiere a nadie. Llega al final de la pista y allí encuentra su salida: una favela. Penetra en ella, luego pasa a otra. Trascurre la noche escondido; al día siguiente se pela, compra un traje de gaucho y toma un ómnibus hacia Rivera, en la frontera uruguaya. Allí consigue un auto y rumbea hacia Montevideo. Osvaldo, por su parte, logra llegar a Río. El único que pierde soy yo, y pierdo como en la guerra.
"La fuga fracasó por una cuestión de horas. Después de haber apretado a los policías en Montevideo se armó una bronca terrible: esas cosas no pasaban allá. Los rati araron todo Montevideo. Cayó La Loba, y ella dio el nombre del rematador. Ese hombre era la punta del ovillo: lo visitaron y le mostraron mi foto. El hombre dijo que me conocía, claro, pero que el de la fotografía no era Villarino sino un agente del SIDE. Bueno, terminó confesando que me había dado su pasaporte. Ya tenían el nombre con el que había viajado. Sólo tenían que saber hacia dónde.
"Revisaron las listas de pesajeros de las compañías de aviación y allí saltó la liebre. Sólo tenían que seguir la línea de ese avión. Cuando envían mi radiofoto a San Pablo eran las siete menos veinte. Mi avión aterrizó veinte minutos después. Si no nos hubiera demorado el temporal, habríamos podido legar a Europa: en Brasl, yo cambiaba de pasaporte y de nombre.
"Lo que vino después fue el infierno. Los agentes brasileños me levaron a la Central de Policía. Allí me dieron parrilla (tortura) a fondo. Primero utilizaron lo que ellos llaman 'palo de atada', una especie de trapecio. Desnudo, me hicieron sentar con las piernas flexionadas y atadas en los tobillos; los brazos rodeando las piernas y atados en las muñecas. En el hueco que queda entre rodillas y codo pasaron un caño; le ataron sogas en sus dos extremos y me izaron. Así, el cuerpo cae hacia atrás y uno queda mirando el cielo. Bueno, me echaron sal fina en la boca y comenzaron a picanearme. Media hora de sesión. Luego, de pie, me obligaron a estirar los brazos hacia adelante, con las palmas hacia arriba. De ese modo, me golpearon con un aparato que llaman palmatoria: es una especie de espumadera que, al golpear, no sólo provoca dolores terribles sino que produce una hinchazón inmediata en las manos, lo que impide cerrarlas. Luego, nuevamente el palo de arada... En fin, cuando regresé a la Argentina, en noviembre, todavía tenía insensibles los pies." 

Alberto Agostinelli 
Fotos: Osvaldo Dubini