Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

El asesinato de José Alonso
Revista Periscopio
01.09.1970

¡Once balas, once balas de revólver! Tres en el parietal derecho, tres en el oído, cinco en la espalda. "Creí que eran cohetes o una ametralladora —dice el panadero José da Silva—. Los tiros resonaron seguidos, ni siquiera pude contarlos." La autopsia revelaba, más tarde, esa insólita cifra que exterminó la vida de José Alonso.
Fue el jueves 27 por la mañana.
Enrique Ramón Micó, secretario adjunto de SOIVA (Sindicato Obreros de la Industria del Vestido y Afines), llega hasta la casa de Alonso, en Santos Dumont 2542, a cuadra y media del Instituto Geográfico Militar. Como tantas veces, irán a la sede del gremio, en Tucumán al 700, casi esquina Maipú. Son las nueve menos diez; Micó estaciona su Fiat 1600 color borravino, saluda al agente de custodia y entra. Al revés de Pedro Eugenio Aramburu, Alonso recibía protección policial; sin embargo, de nada le sirvió.
A las nueve, los dos sindicalistas embarcan en el pescante del Fiat, que maneja Micó; toman por Ciudad de la Paz y bajan por Matienzo en procura de la avenida Cabildo. Cruzan Zapata, desde un Peugeot blanco hacen señas a
Micó: al parecer, tiene una goma "baja". Detiene la marcha junto al cordón; mientras el Peugeot frena delante, y un Chevrolet blanco se coloca detrás; un tercer automóvil —cuyas características se ignoran— queda a la expectativa.
Micó desciende para observar el desperfecto; lo imitan dos de los ocupantes del Peugeot, uno de los cuales falla en su intento de disparar contra el secretario: se le traba el arma y abate a su víctima de un culatazo en la nuca. Alonso no alcanza a abrir la puerta de su costado, el derecho: otro de los atacantes, que ha abandonado el Chevrolet, lo acribilla a quemarropa. La operación no dura dos minutos: los asesinos huyen sin inconvenientes.
Alonso murió instantáneamente. Al volver en sí, Micó observa el cuerpo exánime, con la cabeza ladeada hacia la izquierda. "¡Esto es un crimen político!", se desgañita. Lo rodean tres vigilantes; montan en el Fiat y parten a la Comisaría 31ª, donde el cadáver es retirado; luego, en una ambulancia, lo trasladan a la Morgue Judicial. Ya habían terminado su labor el Juez de Instrucción, Carlos Ramón Arigós, y los funcionarios policiales, a quienes encabezara el propio titular de la repartición, general Cáceres Monié. A las ocho y media, el ataúd con los restos de Alonso es instalado en la capilla ardiente, dentro del local de SOIVA. La primera corona de flores pertenece al Secretario de Trabajo; él y Nicanor Saleño, el Subsecretario —un amigo del finado—, estuvieron al mediodía en Santos Dumont 2542.
La CGT declaró un paro de 15 minutos, el viernes, y 48 horas de duelo. El desfile fue incesante por Tucumán 737, las ofrendas invadieron la vereda; un centenar de policías actuaba en las inmediaciones. Las coronas más cercanas al féretro eran las del Presidente Levingston, el Secretario Juan A. Luco y Juan Domingo Perón. Figuras de todos los sectores se acercaron a la viuda de Alonso, desde el Cardenal Caggiano hasta Juan Carlos Onganía, que se presentó en la madrugada del viernes. Su sucesor en la Casa de Gobierno estuvo media hora, al caer la noche; la Junta de Comandantes en Jefe y el Arzobispado fustigaron el asesinato en sendas notas.
El Chevrolet y el Peugeot fueron descubiertos entre el jueves y el viernes: los habían robado a sus dueños. Las pistas escasean; sólo hay vagas declaraciones de Micó ("Gente de más de 30 años, no mal entrazada") y algunos vecinos, amén de las huellas e indicios encontrados por la Policía.
¿El móvil del atentado? A mediados de setiembre deben renovarse las autoridades de SOIVA; iba a medirse con Alonso —que reinaba en el gremio desde 1949— su antiguo discípulo Juan Carlos Vidal, caudillo de la agrupación El Tábano, a quien apoya el peronismo duro. Los opositores ganaron terreno: tres meses atrás, una asamblea repudiaba la gestión de Alonso en FONIVA (Federación Nacional) e impedía considerar la Memoria y Balance del último ejercicio. Sin embargo, Vidal condenó el feroz asesinato, apenas cometido.
Francisco Schettini, secretario de Finanzas de SOIVA, atribuyó el crimen a "elementos de derecha". Según Los Principios, de Córdoba, se habría decidido eliminar a Alonso el 17 de agosto, durante una reunión celebrada en el Barrio de Clínicas de esa ciudad, de la cual participaron células subversivas "de izquierda" (excepto el Partido Comunista y los Montoneros), así como delegados de Bolivia, Brasil y Uruguay. Un "Comando Ejecutivo Emilio Maza" se responsabilizó del cobarde desmán.
Al alba del viernes, después de estrechar la mano de Antonio Cafiero, junto al cadáver de Alonso, el cacique textil Andrés Framini oficializaba el temor de los medios sindicales peronistas, al preguntarle: "Decime, Antonio, ¿quién de
nosotros será el próximo?" Rosendo García en mayo de 1966, Augusto Vandor en junio de 1969, Alonso ahora; en junio último, Aramburu, y durante estos cuatro años tantas otras vidas —desde el estudiante Pampillon hasta el cabo Sulling, en Garín—, más de treinta, inmoladas en la lucha estéril y sanguinaria, donde cada parte sostiene poseer la razón y la verdad. ¿Por qué no sucedían estas cosas en épocas de Illia, de Frondizi? ¿Por qué crece así la violencia, cuando lo que sobran son leyes y dispositivos de seguridad?

DE VIDAS Y HACIENDAS
El miércoles, a las tres y media de la tarde, Córdoba volvía a ser noticia. Alrededor de veinte personas, incluidas cuatro mujeres, tomaban la Comisaría 16ª de la capital provincial, emplazada en Ferreyra, un suburbio. El copamiento duró unos 20 minutos; antes de marcharse —en tres automóviles—, pintaron en los muros la sigla MRA (Movimiento Revolucionario Argentino) y se declararon miembros del "Comando Hilda Guerrero de Molina", una ama de casa tucumana que pereció en 1968 durante una refriega. Hace tres meses, diez muchachos disfrazados de militares habían asaltado el Banco de Ferreyra, de donde se llevaron 25 millones de pesos.
También el miércoles, el Juez Federal Marcelo Tomás Barrera ordenaba el procesamiento de seis detenidos por los hechos de La Calera (julio 1º), a quienes acusa de "asociación ilícita calificada con tenencia de armas de guerra y explosivos". Son José Alberto Fierro, Luis Alberto Lozada Caeiro, Ignacio Vélez Carreras, Cristina Liprandi de Vélez, Alberto Soratti Martínez y Raúl Héctor Guzzo Conté Grand.
Dispuso, además, dejar en libertad a María Lidia Piotti de Salguero, Mirtha Susana Cucco, Roberto Calabrese, Carlos Constanzo y Luis Mario Lanfranchi. Salvo Vélez, los demás encausados se hallaban en la Capital y fueron remitidos a Córdoba; Fierro y Guzzo habían sido requeridos por el Juez que indaga el asesinato de Vandor; Lozada, la esposa de Vélez y Soratti, por el Juez Raúl J. de los Santos, que entiende en el secuestro y homicidio de Aramburu. El fallo de Barrera parece eximirlos de vinculaciones con estos dos infames episodios; en cuanto a Vélez, la Policía Federal sostuvo que fue, junto con Emilio Ángel Maza (fallecido), el autor material del rapto de Aramburu.
De los Santos, precisamente, elevó el viernes a la Sala en lo Penal de la Cámara Federal el sumario (once cuerpos de 2.017 folios y diez legajos periciales) y puso a disposición del Tribunal a los cuatro detenidos (Carlos Alberto Maguid, Nora Nélida Arrostito de Maguid, Ana María Portnoy de Silveyra, y el sacerdote Alberto Fernando Carbone). Se aplicará la Ley 18.670, de instancia única y juicio oral. El sábado se cumplieron tres meses del secuestro; acaso las tareas de la Cámara aviven el recuerdo de un acontecimiento que ya desapareció de las fugaces páginas de los diarios, sin que se conozcan sus hondos misterios.
No obstante, la semana pasada, el caso Aramburu merecía algún espacio. Un acto de homenaje al ex Presidente, celebrado el martes en Unione e Benevolenza, sirvió para que Arturo Mathov, uno de los seis oradores, acusara de "desidia, negligencia y desinterés", a los generales Onganía, Imaz (Ministro del Interior), y Fonseca (Jefe de Policía). El público tributó expresiones desconsideradas a estos tres nombres. Pero el mismo martes, La Razón
difundía fragmentos del testimonio rendido ante el Juez De los Santos por Juan José López Aguirre, que el 26 de julio, en Miramar, profirió acusaciones contra los gobernantes destituidos en junio (ver periscopio Nº 46).
López Aguirre dirigió la Policía bonaerense bajo la Administración Illia; al asumir el cargo, desecha la reincorporación al servicio activo del subcomisario Salvador Botey, que decretara el Interventor Imaz antes de transferir el poder a Anselmo Marini. En junio de 1966, Imaz vuelve a la Gobernación de La Plata, y encarga al mayor retirado Hugo Miori Pereyra la organización de una custodia; al mando de esta fuerza —que "cuenta con vehículos, aviones, radiotrasmisores, armamentos, y tiene la más absoluta impunidad y también la más absoluta autoridad que se pueda imaginar"— es colocado Botey, y a ella se agregan los oficiales Baldochi, Almazán, Insúa, Thorne. Los secuestros y las extorsiones, según López Aguirre,La Razón, eran el objetivo cotidiano de esta brigada de halcones: se citan apellidos y fechas. Obviamente, el ex Jefe endilga a estos hombres una clara relación con el caso Aramburu.
El Ministro del Interior, por su parte, informaba que en las planillas de la Casa de Gobierno no figura el ingreso de Mario Eduardo Firmenich; La Vanguardia había sostenido que este prófugo visitó 22 veces la Subsecretaría de Interior, entre abril y mayo (periscopio, Nº 47). De paso, el brigadier McLoughlin especificó que suman 67 los detenidos a disposición del P.E.; 48 están vinculados con el vaciamiento de empresas. El jueves, el inspector general José Barlaro denunciaba que eran 24 las compañías desmanteladas "por la misma asociación de personas" (los hermanos Todres); ya se aprestaba a demoler otras 15.
"La delincuencia económica —añadió el inspector general Alejandro Virasoro—, al aflojar los resortes morales de la sociedad, posibilita que la delincuencia ideológica tome banderas que hasta cierto punto se justifican. Sin olvidar, desde luego, que la delincuencia ideológica responde siempre a una deformación mental*'. Lo mismo cabe para los cerebros del vaciamiento.
El Presidente Levingston, en un discurso de 481 palabras leído en la noche del jueves, señaló —tras un fervoroso ditirambo del líder masacrado—: "No es José Alonso ni una víctima de enfrentamientos internos, ni la consecuencia del azar. Es un blanco cuidadosamente elegido por los enemigos de la Nación [...]. Sus autores nada tienen en común con el pueblo argentino, ni con sus dolores, ni con sus luchas, ni con sus angustias. Son extraños a todo sentimiento de nacionalidad".
Es cierto, pero no sólo se combate a los enemigos —asesinos de vidas y haciendas— con el rigor de la Justicia; también se los vence curando el dolor y la angustia del pueblo, ofreciendo estímulos y posibilidades a su lucha por un futuro mejor.
Es, sin duda, el sentido de la oración fúnebre que pronunció el sábado en la Chacarita, el Secretario General de la CGT: "Aquí —clamó José Rucci— hay un solo y único culpable; un sistema político retaceado que coloca al país en el padecimiento de la incertidumbre. Un sistema de feroz explotación y de miseria [... ] fácil caldo de cultivo para los extremismos de izquierda y de derecha".

TREINTA AÑOS DE FILIGRANAS
En febrero de 1963, la CGT elegía a su primer secretario general de la era posperonista: José Alonso. De aquel entonces data una curiosa fotografía: Augusto Timoteo Vandor abraza a su amigo; a la derecha, asoma el rostro juvenil de Rosendo García. El destino acabó por llevarse a los tres de este mundo; primero cayó Rosendo, baleado en un pizzería de Avellaneda; tres años después, un grupo de bandoleros terminaba con El Lobo en sus oficinas de la calle Rioja. Los autores de estos dos episodios nunca fueron descubiertos; sucederá lo mismo con los asesinos de Alonso?
Había nacido en el barrio porteño de Monserrat, el 6 de febrero de 1913, hijo mayor de un sastre español que le enseñó el oficio. En 1938, los empleados de la Sastrería Astral lo nombran delegado: los sedujo, sin duda, su sencilla firmeza, su palabra afable. Desde ese momento hasta el jueves 27 de agosto, Alonso no se apartó de las filas de la dirigencia gremial. En 1943 se cuenta entre los fundadores de FONIVA; en el 45 es titular de SOIVA, el sindicato de la Capital; en 1949 asciende a la cúspide de la Federación. En ambos puestos se mantuvo hasta su muerte, salvo el período 1955-58.
Interventor en la Unión Ferroviaria (1951), vicepresidente del directorio de La Prensa (1951-1955), casa en 1952 con María Luisa Pinella, la madre de sus dos hijos, María, 17, y José Luis, 14 Tras el derrocamiento de Perón, su ídolo, va a la cárcel durante dieciocho meses; es lógico que milite, luego, en las 62 Organizaciones. Este bloque de sindicatos peronistas, de cuya tutela se adueña Vandor, lo impone al frente de la CGT, que Arturo Frondizi ha devuelto dos años antes, en 1961.
Es que Alonso no ha obtenido sus galones por la magnitud de su gremio —uno de los más débiles y menos numerosos de la Argentina—, sino por sus cualidades naturales: elocuencia verbal, trato llano, habilidad negociadora y cierto barniz intelectual que solía distinguirlo de sus colegas. El mandato de Diputado nacional que obtuvo en 1952 lo ayudó a pulir esas dotes.
La CGT que él conducía se lanza contra Illia: el Plan de Lucha de 1964 (ocupación de 3.850 fábricas, con toma de rehenes) es absorbido por el Gobierno y se hunde en el fracaso. Tampoco se materializa el retorno de Perón: las autoridades brasileñas lo despachan de vuelta a Madrid, en diciembre de
1964. En enero siguiente, Alonso es reelegido para un segundo período en la cgt: sus relaciones con Vandor, sin embargo, se han enfriado en los últimos tiempos. Secretario de la central, tuvo que cargar con desaciertos que no eran obra suya. Poco después el choque con Vandor es inevitable.
El caudillo metalúrgico desea quitarle a Perón el control del movimiento; Perón contraataca por medio de Alonso y de su tercera esposa, Isabelita. Lo único que consiguen es dividir la fuerza y hacerle el juego a Arturo Illia. Vandor se venga: en febrero de 1966 se arregla para que el Consejo Directivo de la CGT expulse a Alonso. Ahora hay dos 62 Organizaciones: las que responden a El Lobo, y las que con Alonso están "De pie junto a Perón". En octubre, ya con Onganía en la Casa Rosada, Vandor se apropia del timón cegetista; las huestes de Alonso no llegan al estrato directivo. Un segundo plan, esta vez "de Acción", aplasta a sus artífices y a la propia CGT.
Alonso se ausenta entonces de la escena gremial. Su sindicato le interesa mucho más; allí trabaja su mujer, briosa combatiente que ha creado EVAS, una especie de fundación social cuya sigla lo dice todo. Los fines de semana, la familia Alonso descansa en la costosa quinta de Monte Grande, o en el chalet de Florida; en verano, pueden elegir entre la casa de Miramar, el club del sindicato en Punta Chica, o el hotel de FONIVA en Mar del Plata. Alguna vez pensaron en mudarse al departamento de Belgrano 1341; sin embargo, a él le gusta el domicilio de Santos Dumont, un sitio más sereno y agradable.
"Participacionista" de la primera hora, Alonso reaparece en la palestra nacional en setiembre de 1969, gracias a una entrevista con Onganía. Finalmente, ayuda a modelar el Consejo Directivo que la CGT forma en junio; ahora, cooperaba en la reorganización de las 62, a las que iba a volcar un fuerte sector del "participacionismo". Alonso contribuía, una vez más, a los designios del poderoso gremio metalúrgico: la ofensiva desatada por el secretario general, José Rucci, y el líder Lorenzo Miguel, consiste en ampliar el poder de las 62 para adquirir el dominio total de la CGT. Así, forzaron la convocatoria de un plenario del bloque, donde sea revisada la expulsión de los ocho dialoguistas decretada en enero último. Con ellos y con los aliados que aportaría Alonso, los herederos de Vandor pensaban arremeter contra Jorge Daniel Paladino y apropiarse del "sector político".
Carlos Juárez y Alberto Armesto, socios de Juan A. Luco hasta que asumió la Secretaría de Trabajo, alientan el plan; en su bufete funciona la redacción de Retorno, que suma sus páginas al aparato del vandorismo. El núcleo, en fin, orquestó un Congreso Nacional del Justicialismo, con dirigentes marginados de la conducción oficial en el último lustro. Alberto Iturbe, uno de sus diseñadores, elaboró la consigna: "La tarea ahora consiste en proyectar nuestros principios ideológicos y doctrinarios hacia el año 2000".
La muerte de Alonso —quien se acercó definitivamente a los vandoristas después del 8 de junio— quizá desbarate estas nerviosas filigranas.

 

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José Alonso
Alonso, Vandor, García en 1963
José Alonso
 
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