Revista Confirmado
19.05.1966 |
En 1957 tenía veinticuatro años. Encerrado en un cuartucho de tres
paredes —la cuarta era una reja de hierro, mal pintada con esmalte
negro—, Alberto Kipnis no tenía mucho tiempo para recordar su
frustrada carrera de abogado. En 1957, porque necesitaba ganar
dinero y porque el cine ejercía sobre él una curiosa fascinación,
aceptó ese puesto de boletero en el cine Lorraine, en Corrientes
1551 de Buenos Aires, con menos esperanzas que proyectos. Con su
cargo simultáneo de programador, demoró pocos meses para impulsar
una experiencia extraña y fecunda: el Lorraine es hoy la catedral
del buen cine.
La pretensión nació junto con el edificio; al inaugurarlo en 1941,
Elías Lapsenzon y León Klimovsky lo llamaron Cine Arte, contraseña
inevitable para una sala dedicada a exhibir películas malditas. La
aventura terminó muy pronto; al reabrirse, el Lorraine parecía
condenado a languidecer como pieza menor en los circuitos más
comercializados. La etapa diferente arranca en 1959: la realización
de ciclos coherentes, que prestaban atención a obras, directores y
actores excomulgados por las grandes salas, fue un estímulo para
encarrilar la avalancha de gente joven que acudía con perseverancia
de deslumbrados.
A los ciclos por países, por realizadores, siguió la inclusión de
detalladas fichas técnicas en los programas; tampoco faltaron
comentarios críticos nacionales y extranjeros, y una insólita serie
de ediciones posteriores: los diálogos de 'Hiroshima, mon amour'
estudios técnicos sobre la complicada obra de Ingmar Bergman (ya
lleva nueve ediciones), análisis sobre cine polaco, Antonioni,
Chaplin y otro inminente sobre Fellini. Si el éxito se mide en
números, los que incluye la estadística 1965 parecen suficientes: en
las 1.822 funciones de la sala de 340 butacas, se exhibieron 315
películas de once países, para un público integrado por 360.000
personas. No es el único indicio floreciente: dentro de dos meses
será renovada la maquinaria del Lorraine, incluido el equipo
proyector.
Confirmado. — ¿Cuál es el sentido de los cine-arte?
Alberto Kipnis. — Esencialmente, difundir cultura. En especial,
difundir cultura cinematográfica. Si Buenos Aires era una ciudad con
un movimiento cultural trascendente, necesitaba salas para lanzar
ciclos inteligentes, malditos o no comerciales.
C. — ¿Así orienta la programación desde 1959?
A.K. — La gente estaba ávida de buen cine. El tiempo confirmó lo que
pensábamos; el mejor testimonio es una dedicatoria de Leonardo
Favio, que escribió en una pared después de exhibir Crónica de un
niño solo; "A este pequeño gran cine, donde aprendí a amar esto que
es mi oficio: gracias por incluir mi esperanza entre tanta maravilla
que por aquí desfila". Fue la mayor satisfacción en tantos años.
C. — ¿Nota diferencias entre el público de antes y el actual?
A.K. — La actitud del espectador de hoy es mejor; la gente ve buen
cine sin las dudas de antes. Parece que hubo un desarrollo mental,
capaz hasta de imponer sus propias tendencias. Ahora está de moda el
cine italiano, y también el francés; pero notamos que se avecina una
terrible ola llena de cine checoslovaco. Ya no imponemos nuestro
criterio: ahora son ellos los que nos obligan a seguirlos.
C. — ¿Cómo se traduce eso en números?
A.K. — La respuesta del público es notable. Hacemos un promedio de
mil personas diarias, y muchas veces rechazamos gente por
incapacidad de la sala. En junio de 1965 hicimos un record
increíble: dos mediometrajes, de Albert Lamorisse, 'El globo rojo' y
'Crin blanca', juntaron 2.000 personas en un solo día, con seis
secciones.
C. — ¿Quiere decir que es un buen negocio hacer cine-arte?
A.K. — Nuestro éxito es más artístico que comercial. Unos días atrás
aumentamos las entradas a 79 pesos; de esa cifra hay que descontar
un 40 por ciento de impuestos, que convierten su valor en 49,80. Si
de esa cifra hay que descontar todavía un 40 ó 50 por ciento para
pagar a las distribuidoras de películas, puede comprobar que el
negocio no es tan brillante.
C. — En los dos últimos años aparecieron otros cine-arte, parecidos
al Lorraine. ¿Cómo les afectó esa competencia?
A.K. — Para nosotros fue algo macanudo. A partir de ese momento
empezó a irnos mejor. No sólo porque cobrábamos más barato; influyó
también nuestra línea cinematográfica pura, que es una protesta
contra las muestras comerciales. Todo esto nos enseña que la gente
no se equivoca.
C. — Se dice que la existencia del Lorraine es monopólica, que casi
ha terminado con los cineclubes de la Capital. ¿Es cierto eso?
A.K. — Lamentablemente, es verdad; pero no tenemos la culpa. Fíjese
que Núcleo, el único que queda, nació en nuestra sala con apenas 100
socios, y se retiró con 1.500. Lo que anuló a los cineclubes fue la
falta de continuidad en la proyección de ciclos y, más todavía, la
falta de horarios adecuados: ellos daban una sola película, un solo
día, a una sola hora, y no todos se podían acomodar a esa situación.
C. — Sus cinco años como boletero le dieron experiencia sobre la
gente que concurre. ¿Cómo es esa gente?
A.K. — Muy exigente. El 80 por ciento está integrado por estudiantes
universitarios, gente joven que no tiene mucho dinero para
divertirse. La mayoría estudia carreras de Humanidades. El resto son
empleados y profesionales.
C. —Usted aclaró al comenzar el reportaje que respondería únicamente
sobre cine. ¿Por qué tanta reserva? ¿No puede hablar sobre el
público, por ejemplo?
A.K. — Atender un cine es casi como cumplir un servicio de interés
público; conviene no olvidar que es el Estado el que hace el mejor
negocio. Pero no quisiera tener que responder a estas preguntas;
usted sabe que la caza de brujas no ha terminado. Todavía hay gente
que tiene muy en cuenta el apellido de los dueños (la firma es
Aschendorff y Kipnis), y no son pocos los que dicen: "Ah, los judíos
dueños del cine comunista".
C. — ¿Y son comunistas?
A.K. — Por supuesto que no. Pero cada mes tengo que hacer pintar los
baños; aparecen leyendas de todos los tipos, desde 'Viva Tacuara'
hasta 'Queremos la revolución'.
C. — Y esas leyendas, ¿no le dicen algo en especial?
A.K. (sonriendo) — Acaso sean un reflejo de la fuerte preocupación
política que sienten los que llegan hasta aquí.
Pág. 76 • 19 de mayo de 1966 • CONFIRMADO
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Alberto Kipnis |
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