Revista Periscopio
18 de noviembre de 1969
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Llovía a cántaros, pero eso no inmutó, en la noche
del viernes 7 de noviembre, al casi medio millar de invitados que se
dispuso a tomar posesión, finalmente y tras infinitas
postergaciones, del flamante reducto de La Botica del Ángel, en Luis
Sáenz Peña al 500. Desalojado de su primitivo hogar de la calle Lima
al 600, el "ángel" Eduardo Bergara Leumann, 35, encontró en una
vieja iglesia protestante desafectada del culto, un ámbito apropiado
para expandir sus 150 kilos, sus colecciones de arte, sus delirios
de showman y el cortejo de "clientes" (que dijeran los romanos de la
antigüedad) que lo acompaña y alaba.
En las alturas del edificio, Bergara ha instalado lo que él llama
"la Casa Rosada", vale decir, sus aposentos privados, llenos de
muebles de algún estilo y de chucherías incontables, entre las
cuales circula, envuelto en batones y con una característica vincha
sujetándole la peluca. La nueva Botica acumula, además, cinco salas
de entretenimientos, incluyendo un microcine, un "teatro isabelino"
y un "café concert", que funcionarán simultáneamente. "No está mal
—calcula el mordaz animador—, lo menos que recibiré serán
trescientas personas por noche" (a mil pesos por cabeza, es un
botín) .
¿Cuánto han costado los primores decorativos y las refacciones de La
Botica? Una cifra que nadie quiere revelar oficialmente, pero que
los susurros de algunos fisgones ubican alrededor de los 80 millones
de pesos, puntualmente oblados por Proartel, la
productora gemela del Canal 13, que ya se ha embarcado en andanzas
teatrales y cinematográficas. "Claro —comenta un amigo de Bergara—,
si el gordo se pasaba el día haciendo derribar y después alzar de
nuevo la misma pared, porque no decidía nunca qué le gustaba más."
Eso sin contar las molduras, angelitos, cornucopias, candelabros,
balaustradas, rejas, columnas, claustros, vitraux y otros
chirimbolos que adornan la construcción.
En la velada inaugural, Bergara —rigurosamente disfrazado de ángel,
con blanca túnica, peluca con flequillo y alas de mariposa— desplegó
su desparpajo tradicional. Dirigiéndose al grupo de diplomáticos y
funcionarios que se empeñaban en mantener la solemnidad, les espetó:
"¡Qué tanto quedarse ahí, duros, porque son ministros o embajadores!
A ver, suéltense un poco, porque total, ustedes un día están y al
otro los echan...". Bastó para que la concurrencia empezara a
animarse y a participar del gran show, que tenía algo de misa
profana acaso por las "angelitas", los candelabros —el salón
principal parece una abadía austríaca del siglo XVIII— y el aire de
pastor protestante en trance de tirar una cana al aire, que un
turtleneck anacrónico otorgaba al frecuente Andrés Percivale.
Algunos feligreses, olvidados de la lluvia, se congregaron con
decisión en el "teatro isabelino", que es al aire libre, y desde
ahí, a gritos, exigieron comestibles a la hora en que sus estómagos
los reclamaban. "Yo no tenía ganas de molestarme —explicaba días
después Bergara, mientras consumía un helado gigantesco y barroco en
una heladería de la calle Paraná al 300—, de modo que también a los
gritos empecé desde el café-concert: "¡Marche la comida para los del
isabelino, que están famélicos!''
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El Ángel Mayor en pleno |
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La nueva Botica: Bric-à-brac |
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