La Noche
Un simulacro de erotismo

 

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crónicas del siglo pasado

 

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pie de fotos
- La vigilancia de un país vacío
- Con carnet y libreta sanitaria

 

 

Excitado, con una ingenua sonrisa creciéndole bajo el pelo rubio, el rostro aniñado de un marinero sueco asomó por entre las pesadas cortinas. No sabía exactamente si el sol lo había cegado (eran las seis de la tarde), pero lo cierto es que vio todo oscuro. "Todavía no abrieron", pensó. Y cuando arrancaba hacia afuera fue aprisionado por una red de chistidos. Desde adentro, la escena se vio distinta. Pegadas a un corto mostrador, dos mujeres habían observado detalladamente cada movimiento de esa figura recortada que estiraba grotescamente su cuello, y cuando parecía evaporarse soltaron sus llamados:
—¡Chist! Entre, entre, muchacho...
—Venga, cosita, come in..,
Otros marineros rubios fueron atrapados esa tarde. Pocas horas después que el buque-escuela Alvsnabben, de la armada real de Suecia, amarró en el puerto de Buenos Aires, un centenar de muchachos invadió las tres cuadras más fascinantes de la ciudad para las aves de paso: las dos últimas de 25 de Mayo y la empinada Viamonte que las corta.
Uno tras otro, los marineros fueron dejando en esos bares sus horas y sus dólares, a cambio de prometedoras insinuaciones. Cuando retornaron a los camarotes, comprendieron que también habían dejado allí sus ilusiones. Ninguno de ellos trajo una historia distinta para contar que no hubiera sido inventada minutos antes de subir al barco. Decenas de litros de cerveza helada habían apagado sus encendidas esperanzas, y más de una propuesta se diluyó en un vaso de whisky.
Desde hace 10 años, la esquina de Viamonte y 25 de Mayo se convirtió en el lugar obligado de quienes llegan al país empujados por su vocación marina o por una ley de servicio militar obligatorio que los pasea por el mundo. Para los argentinos, en cambio, el sitio no tolera ningún atractivo. Sólo los impacientes por verificar si, a los 18 años, la libreta de enrolamiento es un pequeño instrumento de poder acuden allí a descubrir que el mundo viciado por el erotismo, tal como lo describen las crónicas policiales, es una aburrida y costosa decepción.
Una fila de letreros verticales, que hace más angosta la calle, desencadena un alud de palabras importadas. Hasta el decano de los bares nocturnos, El Pato, fue rebautizado con el mitológico nombre de Pegasus. Alineados en una misma cuadra, varios night-clubs con salones calcados de los films de vaqueros ostentan en sus fachadas nombres familiares para el marino norteamericano: New Texas, Far West, Virginia, Arizona, Hong Kong y Blue Comet. Otros, sumergidos en sótanos decorados como una boite, ensayan distintas variantes; Le Rat, Mogambo, Sandra, Piren's, Can-can y Night Club 42. Paradójicamente, el único que exhibe un nombre en lengua castellana se llama El Extranjero.
El transeúnte que desciende por Viamonte quizá imagine que se adentra en un recodo de la Place Pigalle, de París. Pero Little Love, el único bar con show en esa zona, no ofrece otra cosa que un strip-tease de Hebe Darnó y algunos tangos de Roberto Rufino. Cuando la Darnó (pelo lacio y teñido de rubio, iniciada en el desaparecido teatro Florida) comienza a desgarrarse las ropas con estudiados gestos de sufrimiento, al compás de una melodía, el desencanto se apodera de todos. Las ordenanzas municipales prohíben el desnudo, y la especialista no corona su número de acuerdo con la ortodoxia, sino con las reglamentaciones; semi-vestida.

Las reglas del juego
Pintarrajeadas, teñidas, regordetas y cuarentonas, las mujeres de la casa aprovechan esa oportunidad para estimular a sus acompañantes y ordenar nuevos pedidos al mozo. Ninguna de ellas abandonará el lugar hasta la hora de cierre (las cuatro de la mañana) ni cumplirá con las promesas formuladas durante la jornada de labor. Fieles a una ley propia, atraparán a sus clientes por riguroso orden de turno, como los vendedores de una tienda. Cuando calculan haber agotado las reservas financieras de su candidato en intermitentes pedidos, lo abandonan con una falsa promesa: "Espérame en el café de la esquina a las cuatro y cinco." De tomar en serio a las coperas, los citados se apretujarían junto al mostrador en espera de una misma mujer que jamás aparecerá. Sólo los extranjeros muerden el anzuelo la primera vez.
"Hoy hay poco trabajo, pero siempre se llena", miente una de ellas, Matilde la cordobesa. Después de agotar su escaso vocabulario de palabras melosas y desplegar una historia incoherente, Matilde cede: confiesa que sólo la llegada de un barco provoca una ola de ganancias en su trabajo. Pero esto apenas dura dos días. Cuando el barco se aleja, las aguas vuelven a su nivel.
Encajonadas en una cueva de densa humareda que disimula muy poco la precariedad de sus atuendos, las coperas circulan por las espesas sombras provistas de un carnet que las habilita para alternar libremente los locales, otorgado por la Dirección de Espectáculos Públicos de la Municipalidad: aparecen en él como artistas de variedades. La libreta sanitaria es el segundo documento que le exigen los inspectores. Su permanencia en el local está exenta de contrataciones y relaciones de dependencia, pues sólo reciben un porcentaje de las consumiciones de sus clientes. Cambian de sitio semanalmente con la aceptación del propietario; es un viejo pacto que ninguna transgrede: "Si una está siempre en el mismo sitio, se aburre y termina peleándose", vaticina Matilde.
Pero lo que ellas no pueden manejar a su antojo es la capacidad de sus fuentes de trabajo. Las ordenanzas municipales establecen que los bares nocturnos tendrán "una mujer cada cuatro metros cuadrados", de la misma forma en que se estipulan los kilovatios de su iluminación o las instalaciones sanitarias. De acuerdo con estas disposiciones, los bares más pequeños cuentan con cinco coperas y los más grandes albergan a cuarenta.

El fin de la aventura
"Algunos son muy tiernitos, se asustan —contó risueñamente Aída, la amiga íntima de Matilde, al describir las sonrojadas experiencias de los recién enrolados—. Buscan pasar inadvertidos, por eso vienen con amigos."
Según la fama del lugar, la copa de whisky oscila entre cien y doscientos pesos, y es la bebida que más se consume. Por la cerveza, la Cuba libre o el gin tonic pagan entre 50 y 100 pesos. En invierno, el coñac, tan malo y tan falsificado como el whisky, desplaza a éste en el ranking de las bebidas. Pero la brillantez del negocio reside en la copa destinada a la mujer: un pequeño vaso de té helado que simula una bebida alcohólica y que cuesta al cliente no menos de 300 pesos.
Las dos cuadras de 25 de Mayo y la de Viamonte reúnen 27 night clubs que la ley registra con el nombre de "casas de música y/o canto hasta las 4 de la mañana". Esta denominación elude los altos impuestos que se impone al cabaret. No se permite bailar, pero se puede abrir un local con sólo hacer un depósito de dos mil pesos. Sin embargo, el agente de policía que custodia esa difícil esquina en la madrugada de los borrachos advierte que este negocio languidece: "Al principio estos locales se llenaban, pero ahora no viene nadie. Esto es una porquería y, además, un monopolio vergonzoso."
Con un encargado al frente de cada bar que presume de propietario, los 27 locales pertenecen a contadas personas que manejan el negocio, abren y cierran bares, cómodamente sentados en una moderna oficina céntrica, mientras un centenar de músicos corre de un local a otro con sus saxofones y guitarras durante toda la noche.
Sólo las despedidas de solteros quiebran la monótona tristeza del lugar, con estruendosas llegadas. Sin un lugar fijo, los comensales que deciden rematar la noche en el Bajo se zambullen en uno de esos sótanos e intentan violar los reglamentos: "No se puede bailar, no se puede gritar, no se puede discutir." Al escuchar la serie de recomendaciones, los "clientes escapan a otro night-club hasta que abandonan la zona, desilusionados. La misma suerte acompaña a los que festejan la promoción de un universitario. "Un día trajeron a uno enyesado del cuello a los pies. Era un médico recién recibido", recordó el barman de Sandra.
El bullicio se apagó en 25 de Mayo cuando las ordenanzas y las piquetas demolieron dos famosos teatros de variedades: Bataclán y Cosmopolita. Los espectáculos revisteriles, donde debutaron María Esther Gamas, Nene Cao y Tibaldo Martínez, congregaban incontenibles plateas de gente extasiada. "Se permitían los desnudos, pero los diálogos entre el escenario y el público eran lo más divertido", cuenta Raimundo Ferruzzo, dueño de un quiosco de golosinas de esa calle.
Mientras una ley de profilaxis destrozaba el mercado de mujeres y erradicaba los cafetines con reservados hace 25 años, algunos empresarios dispuestos a coexistir con la legalidad levantaron tiempo después estas luminosas fachadas para encandilar a los extranjeros. Detrás de ellas no hay nada. El erotismo reposa sobre el blando humo de los cigarrillos. Y se evapora fácilmente.
revista Primera Plana
26/01/1965