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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Juan Carlos Thorry y Nini Marshall en Radio El Mundo
De la galena al transistor
Entre gritos, susurros, lágrimas y risas la radio criolla cumplió 60 años

Revista Somos
septiembre 1980

un aporte de Riqui de Ituzaingó


Neustadt

María Esther Vignola

Carrizo

Julio Lagos

 

 

 

Corría el año de 1920. Hipólito Yrigoyen era gobierno. Cinco aficionados, muy a la argentina, con escasos recursos, buena dosis de improvisación y muchas ganas de hacer cosas, inauguraban desde el teatro Coliseo, a los sones del Parsifal wagneriano, la primera transmisión radial del país. Miguel Mugica, Enrique Susini, César Guerrico, Ignacio Gómez y Luis Romero, aquel 27 de agosto, le daban vida a lo que hoy es (un poco) cierto milagro cotidiano.
Un milagro cotidiano que al decir de Juan Carlos Thorry o Antonio Carrizo, entre otros veteranos radiofónicos, "se lograba a puro sonido: arrugando hojas de diario para simular la lluvia o un incendio de radioteatro, haciendo ruidos con los pies para hacer creer que había más gente frente al micrófono, y hasta haciendo dos voces distintas". Carrizo recuerda que "los discos de pasta hacían ruidos infernales. Teníamos que inventar números vivos con cantores y músicos que se esforzaban (si no había trompetas, por ejemplo, les dábamos un peine y un papel celofán). . . Todavía no me explico cómo llegaba ese sonido a los oyentes". Una tarea azarosa que para María Esther Vignola "tenía ángel. Las presentaciones en vivo de aquellos días —dice—le daban otro color, otra vida a los programas. Solamente el público que iba a escuchar allí las orquestas sabía cuánto se improvisaba. Hoy se trabaja más especializadamente, y el oyente sabe que la radio ha dejado de ser un misterio".
Pero desde entonces el crecimiento es vertiginoso. No pasa año sin que, quizá desordenada pero sin pausas, la radio criolla produzca sus avances. En febrero de 1921 sale al aire Radio Cultura, pionera en la emisión musical: Poseemos —informa un aviso de la época— una moderna planta con cilindros musicales. Ya se inicia la competencia —una característica que con picos y altibajos no ha cesado jamás—,y las radios Buenos Aires, República, Sur y Variedades se suman al mercado. Una radio a galena cuesta 55 pesos, y las más elaboradas —siempre marca Radiofón, la única que se vende— importan 180 de la misma moneda. Pero tienen tres válvulas y "su sonido es estremecedor". Probablemente lo fuera, pero no como decían los anuncios. . .
Sin embargo, los oyentes aún no eran demasiados, y para atraer a la audiencia Radio Variedades sorteaba un aparato por día a quienes escribieran. En tanto, quedaba habilitada Radio Universidad Nacional, la primera emisora universitaria del mundo,y, también en 1923, el comerciante José Penellas fundaba Radio Nacional en el barrio de Flores. Tres años después le vendería su emisora a uno de los grandes pioneros de la radiotelefonía: Jaime Yankelevich, quien para 1934, por un decreto del Poder Ejecutivo, debió cambiarle el nombre. Así nació Radio Belgrano.
Empezaba a verse claro el panorama de la edad de oro de la radio, ya que en 1925 había iniciado sus transmisiones la emisora de los hogares: tal el slogan de Radio Splendid, que desde su palacete de Ayacucho 1556 ofrecía una imagen casi aristocrática (y a la vez popular), con decorados de espejos y enormes salones, frente a la humildad casi franciscana de la competencia. En aquellos tiempos heroicos el dinero
parecía —aún— el Objeto Volador No Identificado, y la moneda corriente no pasaba de un café con leche al que, en tiempos de bonanza, se agregaban las medialunas. Pero Splendid y Belgrano instalaban filiales en el interior y contrataban artistas siguiendo la audaz iniciativa de LR7 Radio Buenos Aires, que en 1927 le pagaba a Carlos Gardel 400 pesos por programa. A la presencia de Gardel se sumarían las de Ignacio Corsini, Agustín Magaldi y Azucena Maizani.
Para redondear el triángulo de acero de la radio faltaba un costado primordial: un competidor que fijara nuevos parámetros de espectacularidad en un mercado que, en la década del '30, mostraba una frescura y poderío realmente notables. Con la incorporación de Radio El Mundo surgía la única emisora del país con un edificio levantado especialmente. La sigla de Maipú 555 se volvería un signo inconfundible e inseparable del concepto de radio, por más de un motivo. Con el respaldo técnico de sus instalaciones, El Mundo aportaría pautas de calidad sonora inéditas para esos años, obligando a las restantes a igualar esos logros. Además, su amplio auditorio atraía multitudes para las que el espacio disponible resultaba pequeño: tanta era la atracción de sus programas en vivo, con el público disputando cada una de las butacas del estudio.
"No estuve en aquella época —dice Bernardo Neustadt—, ya que si se quiere soy nuevo en la radio, pero como escucha me seducía. Claro, hoy la radio presta un servicio (fundamentalmente un servicio) invalorable y es un entretenimiento sin igual". "Totalmente de acuerdo —interviene Carrizo—: el transistor es fundamental, pues si bien la televisión ganó las horas del descanso, la radio consiguió entrar a dimensiones insospechadas (el tractor, el taller, la oficina, los picnics). Otros descubrimientos cambiaron todo el panorama: las
técnicas de grabación y reproducción de altísima calidad permiten musicalizar cada programa con una gama completa de autores e intérpretes. Y no olvidemos mencionar las comunicaciones vía satélite, esa maravilla del diálogo al instante".
Desde los últimos años de la década del '20 y los primeros de la siguiente se completa un panorama que, con más o menos variantes, sigue hasta la fecha, merced a Radio del Estado (hoy Nacional), Radio Brussa (Excelsior), Municipal, Porteño (Continental), Libertad (Del Plata), entre otras. El tremendo poder de la radio, su indudable penetración, su facultad de influencia en modas, hábitos, costumbres y hasta orientaciones políticas, tenía que atraer la peligrosa atención de algún gobierno. Y así, en 1949, durante el primer régimen peronista, casi todas las emisoras pasaron a manos del Estado. Y aunque entre 1957 y 1958 varias (pocas) volvieron a manos privadas, de las diez radios de primera línea de la Capital (para dar un ejemplo que se repite a lo largo de todo el país) siete siguen en manos del Estado. Entre ellas las tres —otrora— gigantes, Belgrano, Splendid y El Mundo, ahora desplazadas en popularidad (una prueba de las ventajas de la radio privada) por las ágiles y modernas Rivadavia (líder en audiencia), Continental o Del Plata, que tienen modernas unidades móviles y la impactante frecuencia modulada.
Esta crónica institucional de la radio podría terminar aquí (pese a que la inminente sanción de la Ley de Radiodifusión obliga a suponer que todavía debe correr mucha agua bajo el puente), pero existe otra historia menos conflictiva, más folklórica.
En estos 60 años de vida tumultuosa, la radio impuso géneros y modismos como el radioteatro, un invento argentino que, sensiblero o no, fue el entretenimiento de miles de hogares, hasta que a fines de la década del '60 casi desapareció suplantado por el teleteatro. Pero no sin que varias generaciones se emocionaran con los acentos de Ángel Walk, Olga Casares Pearson, Mecha Caus, Susy Kent, el binomio Jorge Salcedo-Nedda Francy o los requiebros aterciopelados de Oscar Casco con textos de Nene Cascallar, Josephine Bernard, María del Carmen Martínez Paiva, Clara Giol Bressán o Juan Carlos Chiappe, este último con Fachenzo el Maldito o El León de Francia, novelones ingenuos pero capaces, en sus giras por los pueblos y cines de barrio, de desatar las iras populares contra el villano de turno.
No faltó la cuota de cultura (en esto, la radio fue generosa y longeva) desde que el 9 de julio de 1950 apareció un radioteatro distinto por LRA: Las Dos Carátulas. Que debutó con Canción de Primavera, de José de Maturana, interpretada, entre otros, por los jóvenes Norma Aleandro, Violeta Antier, Eva Dongé, Hilda Suárez, Carlos Carella y Osvaldo Terranova. Con los años el programa se convertiría en uno de los pocos —hay quienes dicen que el único— taller actoral que haya durado en la Argentina.
Y estaban, también, Qué pareja, con Héctor Maselli y Blanquita Santos, y aquellos inefables Martín Zabalúa y Sara Prósperi de Los Pérez García, siempre preocupados por las diabluras de Raúl. El Glostora Tango Club ofrecía a Alfredo de Angelis con sus cantores Julio Martel y Carlos Dante, y era seguro que en algún momento del día resonaran las voces de Jaime Font Saravia, Carlos Ginés o Julio César Barton dialogando con Luis Felipe Sandrini.
Porque la radio era, también, alegría simple y directa y, en ocasiones, ingeniosa. Desde que en 1924 Florencio Parravicini asomara por Radio Cultura en sus celebrados monólogos, muchos otros ganarían la risa de los argentinos: como El hombre de las mil voces, Tomás Simari; el inolvidable Augusto Codecá, Niní Marshall y Juan Carlos Thorry (auspiciados por Llauró y Tiendas La Piedad), La Cruzada del Buen Humor, de Tito Martínez Delbox (de la que renacerían Los Cinco Grandes, con Juan Carlos Cambón, Guillermo Rico, Zelmar Gueñol, Jorge Luz y Rafael Carret), Pepe Iglesias, el Zorro, Tato Cifuentes (Tatín), La Craneoteca de los Genios (que se mofaba, amablemente, de los concursos de preguntas y respuestas) y La Revista Dislocada, que con libretos de Aldo Cammarotta y Delfor imponía frases y dichos, algunos (Deben ser los gorilas, deben ser) incorporados al folklore. O los juegos enloquecidos de El Relámpago, aún recordados hoy donde quede un periodista veterano, por aquello de "Y aquí estamos nuevamente/ en la alegre redacción", o la tonalidad inconfundible de Roberto Gil y su troupe pasándole revista a los mejores malos hábitos porteños con Calle Corrientes.
Y la aventura podía ser Peter Fox. . . lo sabía o, volando en la imaginaria liana de un micrófono, el Tarzán de César Llanos (a las cinco de la tarde por Splendid), donde Oscar Rovito era Tarzanito y el día tenía un regusto a Toddy.
En cambio, la radio sin misterios de 1980 es sobrevolada por el fantasma de la ausencia justamente— de misterios y, en consecuencia, de monstruos sagrados que con sólo el timbre de su voz conmovían a las multitudes de los cuatro rumbos. "¿Quién le dijo a usted que no hay monstruos sagrados?", dice Carrizo, herido en su amor propio, y arremete: "En este momento está usted hablando con uno: yo. Además están Larrea, Muñoz, Lagos, Landriscina, Guerrero Marthineitz. ¿Qué más quiere?" Según Neustadt, "Las personalidades de la música, el cine y el teatro iban a la radio. Todo el flujo del quehacer cultural del país se volcaba en ella: era el medio de comunicación masivo más rápido. Tal vez los nuevos monstruos sagrados sean los relatores deportivos, los comentaristas, los periodistas".
Ave Fénix del éter, la radio sufrió la competencia de la televisión y perdió terreno frente a ésta cuando, a principios del '60, aparecieron los canales privados. Parecía que iba a quedar convertida en un territorio subalterno, en un medio de segunda categoría. Pero —honor al mérito— no fue así. Supo utilizar astutamente a la tecnología, y (a partir de la década del '50) el perfeccionamiento en las grabaciones. Aprovechó la movilidad del transistor. Aceptó con entusiasmo la información que le brindaron los satélites y la riqueza y variedad de las comunicaciones. Aún hoy informa más rápido y con más frecuencia que la televisión.
Sin embargo (y éste es el segundo y más grande fantasma que sobrevoló a las radioemisoras, en los años '60), la radio pareció opacarse frente al vigor de la imagen televisiva. Hasta no hace muchos años el consenso general tendía a colocar a la radio en un segundo lugar y hasta a sentirla como demodée. Para Neustadt, "La radio se achicó. No la derrotó la televisión. La TV es entretenimiento; la radio, información. Si veo, miro. Si escucho, comprendo. Esa es la diferencia". María Esther Vignola, en cambio, cree que "sí, la gente prefiere un programa de TV porque ve a sus ídolos. Eso se nota en el descenso de rating radial a la tarde, cuando empieza la TV".
Pero la radio supo adecuarse a una nueva filosofía: hace 40 años El Mundo podía mantener una orquesta sinfónica de ochenta músicos a un costo que en 1980 sería prohibitivo. Abandonó entonces esa espectacularidad, reservada a la televisión. Sin embargo, pese al handicap de la imagen, cedió, en el deporte, apenas una porción de su audiencia. Conservó a aquellos que van a la cancha con el transistor pegado a la oreja, a los miles que trabajan al son de la radio y aun a muchos que (manías son manías) ven televisión sin sonido, pero con la voz de su relator favorito.
Entre gritos y susurros, desde Héctor Larrea, Antonio Carrizo, Jorge Fontana, hasta Julio Lagos, Hugo Guerrero Marthineitz, Betty Elizalde, Miguel Ángel Merellano y Enrique Alejandro Mancini, pasando por Fernando Bravo y Juan Alberto Badía, las connotaciones insinuantes de Nucha Amengual y los ecos tangueros de Silvio Soldán, las estrellas de la radio demuestran que nada ha cambiado tanto.
A veces chabacana, otras talentosa, la Señora Radiofonía es una dama de estimables 60 años.
Las emisoras participantes continúan con sus respectivos programas. 
Aníbal M. Vinelli