La soledad del doctor Maradona

 

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"¿A mí? ¿Está seguro?" Después, el viejo médico entreabre con entusiasmo el postigón de madera de su destartalada vivienda, estudia con una sonrisa entre agradecida y asombrada al redactor de Primera Plana, se acaricia las manos nerviosas. En cualquier momento, alguno de sus más leales pacientes vendrá corriendo y el doctor Esteban Maradona (70 años) saldrá a las calles polvorientas de Estanislao
del Campo, en Formosa, bajo un calor infernal, vestido como un reservista —birrete, traje de calle, sin corbata, a veces una bufanda—, para llegarse con una jeringa y algunas ampollas de cardiotónicos hasta el enfermo. Hace 32 años que vive allí, a 240 kilómetros de la capital de la provincia, en medio de un espeso monte de vinales: durante años fue el único auxilio de criollos, tobas y matacos, pero ahora, desplazado por los médicos más jóvenes instalados en el pueblo, su clientela se reduce a las emergencias, más algunos peones, domésticas, aborígenes. Más pobre que sus enfermos, no pretende que se le pague por sus servicios: en todo caso, los honorarios —cuando los hay— consisten en un pollo, algo de ropa, casi nunca dinero.
En la única habitación, junto a una cama de hierro y dos mesitas, una lámpara de kerosén delata una montaña de escritos mal atados: después, la otra personalidad de Maradona se deja conocer de a poco, invita a la fácil comparación con Albert Schweitzer, destila lentamente de un relato más objetivo que humilde. Porque, además de médico, ese viejo magro y arrugado, con varios días de barba blanca en el rostro, fue el primer historiador, el primer indigenista, el primer botánico y zoólogo, el primer escritor de la zona. También incursionó en la sociología, estudió vida y costumbres de las tribus formoseñas, reivindicó derechos postergados y aconsejó a la entonces Comisión Honoraria de Reducciones de Indios —con una solidez de conceptos que ahora asombra— en la época de la beneficencia sensiblera y el romanticismo anarquista y el obraje feudal. De su seriedad de estudioso ya nadie duda: buena parte de las universidades argentinas, y algunas del exterior, se proveen de raras especies vegetales a través de Maradona, que se ocupa de buscarlas, recogerlas, describirlas con cuidado, clasificarlas correctamente y ponerlas a disposición de los botánicos, a veces acompañadas de una serie de dibujos que explayan las variedades de foliación e inarvaduras posibles en la especie.
Nacido en Santa Fe, y descendiente de José Ignacio Maradona, que fuera diputado ante la Junta Grande, don Esteban estudió medicina en Buenos Aires, y allí ejercía hacia fines de la década del 20, cuando empezó a interesarse en política y hasta llegó a militar fugazmente en el radicalismo. Hasta el golpe militar de Uriburu: "La policía empezó a perseguirme, y me tuve que ir. Elegí el Paraguay, y durante el exilio hice toda la campaña del Chaco (1932-1935) como médico. También dirigí el Hospital Naval Paraguayo". Un poco a regañadientes, confiesa haber recibido por esos servicios la Medalla al Gran Jefe, una de las más altas condecoraciones guaraníes, y donado sus sueldos a una escuela pública. Era, entonces, un hombre joven, bajo pero bien parecido, con los mismos ojos grisáceos que ahora miran el piso de tierra: "No, no me casé. Mi novia, una paraguaya, murió de tifus mientras yo estaba en la campaña".
En el 35, Maradona volvió en tren a Formosa con la intención de embarcarse allí, definitivamente, rumbo a Buenos Aires. En ese viaje encontró un destino. Cuando el convoy pasaba por Estanislao del Campo, alguien subió con la esperanza de encontrar un médico a bordo: Maradona se apeó, perdió el tren y ganó la vida de una parturienta en apuros. No se fue de al lado de la paciente hasta que la hemorragia se detuvo —"Se llamaba, recuerdo bien, Mercedes Almirón de Rodríguez"—; en realidad, no se fue nunca más, quedó atrapado en cuanto corrió la voz de que había un médico en el pueblo y los lugareños comenzaron a traerle sus enfermos, a veces desde poblados distantes.
En sólo dos años, su continuo deambular por la zona le enseñó mucho de lo que sabe acerca de hombres, animales y plantas. Es un trabajo continuamente prolongado, infinito: todavía ahora sigue elaborando su Historia Cronológica de la Ciencia Botánica Americana, una minuciosa enciclopedia vegetal en la que cohabitan las grandes discusiones científicas y taxonómicas con la miscelánea minuciosa, inaccesible para quien no haya intimado, como él, con la selva. "Pregúntele a cualquiera, por ejemplo, por qué se llama así el palo borracho, un árbol, entre paréntesis, que los indios usaban para construir sus canoas ahuecadas o cachiveos. Sucede que la corteza del palo borracho contiene una substancia llamada rotenona, que produce en los peces un cierto adormecimiento. Entonces algunas tribus descubrieron que podían hacer más fácil la pesca arrojando cortezas del árbol en alguna laguna, recogiendo luego la presa borracha."

Indios y tumbas
Más de una generación de bachilleres llegó a conocer la flora subtropical a través de los esfuerzos de Maradona: el entonces Colegio Central —ahora Nacional de Buenos Aires— se surtió de especies para su museo por manos del médico, que también proveyó a varias facultades de Ciencias Naturales. Pero sus incursiones por el monte también le depararon otras experiencias: en su haber se cuenta la recopilación de más de tres mil vocablos tobas, y domina otra media docena de lenguas indígenas. En 1937 se decide por primera vez a publicar un estudio breve de antropología descriptiva y ciencias naturales: es sorprendente toparse ahora con las 150 páginas de 'A través de la selva', chocar con la seriedad de un estudioso que bien hubiera podido permitirse un relato pintoresquista. "A raíz de este acontecimiento fúnebre [la muerte de un jefe mataco], a la 'lehuá' del cacique, una de las tantas mujeres que es común que posea, se la somete entonces a determinadas pruebas, como la del encierro, en pro de su purificación, que se cumple de manera ritual y de la que no estoy suficientemente informado", finaliza uno de los capítulos.
Es en la descripción de la vida aborigen donde Maradona se muestra más lúcidamente objetivo, preocupado pero para nada lastimero, interesado en una integración constructiva del 'guaycurú' (indio) que lo arranque definitivamente de la vida nómade: 'También suele ser esclavo y parásito, muchas veces explotado, y sin justicia ni educación. Y es natural que así tengan que desertar, y luego —con pesar lo digo—, por miles, vagar por los montes y sobre los riachos, como ejército de espectros... Se les suele ver con relativa frecuencia ganando la selva, semidesnudos e hilachientos, melenudos y sucios, huraños y pedigüeños, con objetos de caza o de trabajo en las manos. Algunos llevan las orejas horadadas y también el mentón, como lo acostumbra el macé, el pilagá y más raramente el toba; marcado el rostro con figuras extrañas, más frecuentes en las mujeres que en los hombres. Ellas van cargadas con sus niños, abiertos de piernas y desnudos, sobre las caderas y de lado, o con un haz de raíces tuberáceas o de leña recia sobre el lomo curtido, de aspecto broncíneo, seguidas de la prole pequeña y los perros flacos".
Otra cosa es la vida en el monte, en reductos tribales que hacia la época de 'A través de la selva' comenzaban a desaparecer y ahora son casi inhallables (a pesar de que todavía algunos matacos siguen pescando a lanzazos, claro que para después volver a un caserío poblado de radios a transistores). En aquellos tiempos, sin embargo, Maradona pudo presenciar ceremonias increíbles, como la práctica ritual de la eutanasia: "Uno o varios victimarios, de pie y con soltura, camina o salta sobre el cuerpo caído del anciano, pugnando, de tal suerte, para hacer presión, que termina por, ¡crac!, romper las costillas y, si es posible, todo el raquis. Luego, esperan la muerte, y si no sobreviene rápidamente, sin más trámite inhuman los despojos palpitantes o los incineran. Pero no es lo más frecuente. Otras veces, cuando un indio muere [espontáneamente], se le entierra en un pozo hasta la cabeza y de pie. Una pira de leña lo corona luego, a la que prenden fuego hasta que el cuerpo queda carbonizado. A veces, las cosas son de otra manera, y antes de proceder a la cremación cuentan doce soles de intervalo, con la esperanza de que Onagait (el espíritu del Bien) haga el milagro de la resurrección. Al cabo de este lapso, si aquél se ha mostrado indiferente, entonces sí, suspendido por una cuerda, putrefacto ya y envuelto en una atmósfera mefítica, rodeado de leña y hojarasca, le prenden fuego. Cuando todo empieza a arder y a chisporrotear la grasa, desprendiendo una humareda densa y olorosa —que en cierto modo neutraliza la fetidez del ambiente— todos los presentes se entregan a un salvaje simulacro de pelea".
A cada rato, el viejo doctor vuelve a definir sus propias limitaciones, a entregar su experiencia a quien la tome: luego de relatar la existencia de hidrocarburos gaseosos en la zona de Pozo del Mortero (Formosa), plantea la conveniencia de ahondar la búsqueda de petróleo en la región. "Los técnicos —finaliza— dirán alguna vez de qué se trata; yo no hago más que anotar y suponer." Es curioso, constantemente elude hablar demasiado de sí mismo; puede llenar carillas describiendo los dibujos que la naturaleza trazó en la piel de una onza, pero cuando se le pregunta sobre sus actividades médicas de 30 años se limita a encogerse de hombros: "Curé leprosos, amputé gangrenas; a mí me basta con lo que hice". Pero no es del todo cierto: reclinado sobre sus papeles o arrastrando sus zapatones a campo traviesa, su vida se ha vuelto una tensa vigilia en busca de otro poco de saber.

Los rastros del pasado
Nunca se preguntó si había hecho bien en quedarse allí, en no volver a Buenos Aires, en pauperizarse hasta la miseria bajo un sol aplastante. A veces se acuerda de sus ex condiscípulos, los que fueron jóvenes amigos y compañeros de Facultad: "Ellos se perdieron todo esto", se burla, mientras el viento forma breves remolinos de polvo. De cuando en cuando resucita su viejo smoking, se acerca a una ciudad, acepta participar de algún congreso indigenista o dicta una conferencia sobre sus temas —antropología, zoología y botánica de la selva subtropical argentino-paraguaya—; pero después vuelve a su pieza, a escribir junto a una luz insuficiente. Cuando lo visitó Primera Plana, hace tres semanas, en una mesita dormía un sobre abierto el día anterior: en una breve nota, la Universidad de Kentucky (usa) le ofrecía la compra de los derechos de sus 20 libros aún inéditos. El viejo sonríe, no quiere premuras: "Veremos".
Tampoco quiere que lo apuren con su último trabajo, una investigación acerca de la verdadera ubicación de la ciudad de Concepción del Bermejo. La ciudad floreció en la segunda mitad del siglo XVI, era la ruta obligada de los viajeros que transitaban desde Asunción a Salta y Tucumán; el historiador Juan Vigo, en el número 6 de Todo es historia, hace notar que el poblado era, a la sazón, mucho más importante que Buenos Aires (entonces mera aldea fortificada), y que su crecimiento se explica por la colaboración de algunas tribus y la excelencia del suelo: los fundadores, entre ellos Alonso de Vera y Aragón, fueron gratificados por los indios con una cosecha de mil toneladas de maíz, cifra asombrosa para la época. Eso fue en 1585; hacia 1631, el empecinamiento de los indígenas más agresivos acabó con la ciudad, arrojó a sus ex pobladores a la mendicidad por las calles de Corrientes. Se sabe que Concepción quedaba sobre la costa del Bermejo, pero sucede que el río ha cambiado varias veces su curso, y nadie ha dicho, desde entonces, con exactitud, dónde hay que buscar los restos de la otrora gran ciudad. Maradona sabe bastante de eso, y entre sus pacientes y amigos se cuentan los aborígenes de todas las tribus de la región; pero se resiste a hacer ninguna afirmación prematura; "No voy a mentir; no voy a publicar ni a informar nada hasta que yo mismo esté bien seguro", dice secamente, de pronto, enérgico.
Ya se ha olvidado de la política, aunque a veces asegure que "las tres mayores plagas son las langostas, los militares y los curas", y después se seque la frente mojada y se excuse aclarando "yo soy cristiano". También se ha olvidado de otras cosas queridas; señala un rincón donde duermen sus escritos junto a una pobre valija, y musita: "Eso es lo único que me queda". Dentro de un rato —supone—, algún toba a quien curó de chico vendrá a pedirle ayuda médica; entonces la entrevista debe terminar, y cuando se da cuenta de que todo lo que recién estuvo diciendo es pura memoria, puro pasado, se yergue ansioso, acompaña al redactor a la puerta, le sacude fervorosamente la mano. Tiene ganas de llorar, y apenas se contiene; entonces se disculpa por esa debilidad: "Perdóneme, estoy viejo". [F.N.J.]
PRIMERA PLANA
Nº 256 - 21 de noviembre de 1967