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Enzimólogo Leloir: sin fronteras
(foto Eduardo Comesaña)

 

 

"Un hombre no es sino todo lo que sabe." Francis Bacon

Moviéndose lentamente entre serpientes de vidrio, probetas y tubos de ensayo, se diría que estaba obsesionado por una sola preocupación, la de ofrecer la imagen de un hombre como tantos y casi sin expectativas, poseído en cambio por una ansiedad nacida hacía apenas diez minutos; desembarazarse del periodista. Pero era demasiado apacible para demostrarlo de otra manera y para ensayar otra pose que no fuera la del sabio retraído, tímido y olvidadizo, perseguidor del niño que fue, amigo de la sonrisa, monosilábico entre extraños.
Tras su afabilidad, la frente pentagramada traslució el miércoles pasado una crispación que arrastraba desde hacía 24 horas, de cuando estaba a punto de calentar su almuerzo al calor de una estufa de gas, en el primer piso del Instituto de Investigaciones Bioquímicas, y se enteró que la Fundación Bunge y Born había decidido adjudicarle su premio anual: una medalla, un diploma, un millón de pesos,
—Ahora deberé decir un discurso —tembló Luis Federico Leloir.
Lo tendrá que decir el 6 de junio, en efecto, en una ceremonia a la que serán invitados todos los decanos de las Facultades de Medicina del país, las más altas autoridades de la ciencia, la industria y el comercio, y representantes del gobierno. Será, para la Fundación Bunge y Born, la segunda edición de un premio instituido el año pasado —y adjudicado entonces al agrónomo Lorenzo Parodi (ver Nº 88), a propósito del 80º cumpleaños de la empresa.
Entre las paredes de su gabinete, el doctor Leloir —que dirige el Instituto— prefirió un banquillo bajo y sin respaldo, se cruzó de brazos y se resignó: "Déle nomás, psicoanalíceme." Fue el primer rasgo de humor de un hombre a quien sus colaboradores admiran hasta la obstinación, de cuya humildad dio pruebas irrefutables la sincera sorpresa que le produjo la noticia del premio, tanto como sus pantalones vaqueros y su descuidado guardapolvo de ordenanza. ¿Es un ingenuo? "Por lo menos lo parece", murmuran a su alrededor. 
Es obvio que tras esa coraza se escabulle un hombre agudo y un científico tenaz y exigente, que abrazó la profesión de énzimólogo y que desde hace 31 años rastrea el metabolismo interno de los hidratos de carbono e investiga qué pasa dentro de las células, por qué se comportan de tal o cual manera y cómo se las ingenian —las del hígado, por ejemplo— para producir glucógeno a partir de la glucosa, el combustible de que se abastece la vida humana. Los bioquímicos llaman enzimas a los compuestos catalizadores que controlan y hacen posible ese proceso metabólico.
"Si esto no nos divirtiera, no estaríamos aquí", subraya el doctor Enrique Cabib, el más estrecho colaborador de Leloir, apasionado como él en la inspección de la estructura intracelular. Y parecen divertidísimos, a juzgar por el fervor con que una veintena de estudiosos del Instituto navega a bordo de escalímetros, espectrofotómetros, scanners y cubas de electrofóresis, y vadea neblinosas ciénagas sin dar, a menudo, con la otra orilla. "Los científicos sabemos que nada hay tan precioso como el tiempo." Cabib se refiere al tiempo que insume su minucioso dragar la génesis de la vida, una antesala que se abre a las grandes conquistas de la medicina y que permitió a Pasteur, Fleming, Salk y Sabin "extraer un jugo en el que nosotros ni pensamos".
En ese pasadizo que conecta a la ciencia básica con la ciencia aplicada, Leloir y su gente medra, en la Argentina, al abrigo de una indiferencia que le permite "gozar de todo el tiempo, sin dispersiones, ni consultas, ni entrevistas periodísticas".

Las fronteras del escalofrío
En ese pasadizo, precisamente, Leloir dio un gran salto el día que aventuró la hipótesis de que el uridinadi-fosfato glucosa era uno de los eslabones de la larga cadena que hacía posible la transformación de glucosa en glucógeno. Ocurrió después de uno de los viajes a los Estados Unidos, en donde se convirtió en especialista sin haber rendido otros exámenes que los de su carrera médica, en Buenos Aires. Pero las universidades de Columbia, Cambridge y Saint Louis, templaron su fineza de investigador al punto de que, en los albores de los 50 años, cuando logró aislar algunas coenzimas y explicó fenómenos bioquímicos hasta entonces vedados a la comprensión científica, el cimbronazo de sus revelaciones estremeció los más severos claustros de todo el mundo. Se ganó un sillón en la Academia Nacional de Ciencias y Medicina, otro en el de Ciencias de los Estados Unidos y el premio Duekett Jones, de la Helen Hay Whitney Foundation, de Nueva York (6.500 dólares que invirtió en libros y revistas para el Instituto). Su nombre fue mencionado para el premio Nobel de 1958. En 1963 fue designado miembro honoris causa de la Universidad de París.
"¿Qué edad tengo? A ver... Nací en 1906, un 6 de setiembre..." De padres argentinos, Leloir nació en Francia, "de casualidad", pero optó por ciudadanizarse ni bien tuvo edad para ello. Sin embargo, un observador descubriría fácilmente que Leloir ya trascendió las fronteras meramente geográficas, que es uno de los pocos argentinos que pertenecen a la Humanidad antes que al ejido nacional. Es por eso que tras su cobertura de hombre de laboratorio siente un goce infantil ingeniándoselas para suplir las carencias de material y la orfandad de medios que ronda el Instituto e inclina al escalofrío antes que a la reverencia.
El Instituto de Investigaciones Bioquímicas está subsidiado por la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, que paga los sueldos del personal, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y el United States Public Health, cuya contribución de 20 mil dólares anuales sirve para comprar equipos y emprender nuevos experimentos. Además, Leloir dona su sueldo de profesor universitario y dará parecido destino al millón de pesos de la Fundación Bunge y Born; los transferirá a la Asociación Argentina para el Progreso de la Ciencia. "Vamos tirando, nos arreglamos", se conforma, aunque no todos sus colaboradores lo compartan.
El edificio del Instituto —al 2400 de Obligado, en el barrio de Belgrano— terminó convirtiéndose en un atolladero de máquinas, estanterías, mostradores de trabajo y jaulas, un enjambre de tubos de vidrio a cuya vera florece, como en un altar, la lumbre de los mecheros de Bunsen. "Ya no hay lugar para nada, ni para el escritorio del 'dire' —se quejó, un ayudante de Leloir—. Pero el 'dire' dice que no hace falta escritorio", y en efecto, no lo tiene.
Claro, mucho peor estaban en el ruinoso caserón de la calle Julián Alvarez, en donde funcionó el Instituto hasta que en 1947, un industrial textil, Jaime Campomar, donó las instalaciones para la nueva sede. Tal vez otra respuesta de Leloir explique mejor su conformismo; "No me gustan los lugares grandes, en donde hay que trabajar con gente que uno no conoce y existe el peligro de que uno se convierta en administrador."

Cáncer: A mitad de camino
Fuera de la ciencia, ¿qué otra cosa lo apasiona? "No sé —tremoló, y en seguida—; pero me gusta el cine. Voy al cine los domingos, con mi señora y mi hija." ¿Qué películas? "Las de aventuras. James Bond, eso me gusta. Las películas para chicos." Alguna vez jugó al polo, recuerda, pero eso fue mucho antes de que las enzimas y los flamantes lipopolisacáridos (sustancias que contienen bacterias en la periferia) lo acaparen por completo, y aun antes de que una desgraciada coyuntura lo volviese más parsimonioso y cauto: por una oclusión de aorta, en noviembre de 1961, debió someterse a una intervención quirúrgica en el Methodist Hospital de Houston, Texas, y reemplazar un tramo de la arteria por un conducto de dacrón. Desde entonces, y por eso, "sólo fumo marca pechazo", bromea.
Su sentido del humor campea inclusive en los momentos en que se halla más dramáticamente sumergido en algún experimento. Quizá para satisfacer a los curiosos sin que éstos le insumieran pérdida de tiempo, cada día Leloir garrapateaba un monito y lo ubicaba al frente de su gabinete. El monito reía y saltaba mientras todo marchaba según sus cálculos; comenzó a entristecerse y llorar ni bien se insinuó la posibilidad del fracaso. Su último dibujo representaba un mono inerte, aplastado contra el piso, definitivamente out.
En el asado de despedida de una becaria brasileña, a fines del 64, Leloir hizo un alto en sus tareas, atrapado por un enigma: la nueva ola. ¿Qué era eso? "Fue la vez que aprendió a bailar twist", testimonió Renata, una de sus secretarias.
Constituyen, en suma, la otra cara de un hombre contraído por un quieto frenesí, severo a extremos insondables. De él —miembro de un jurado— dependió que cierta vez no se titularizara, entre varios postulantes, a un catedrático universitario. Leloir les propuso: "Escriban esta composición; ¿Qué haría yo si fuese profesor." Ningún trabajo logró convencerlo, y el concurso fue declarado desierto.
Esa severidad lo obliga a ser más parco todavía en una jurisdicción en la que no se siente amo. Pero de pronto su optimismo puede más que todo: "Si tendiéramos una escala de cero a cien, puede conjeturarse que hace 20 años estábamos en cero con respecto a la investigación sobre el cáncer; ahora andamos por 50. Se ha recorrido la mitad del camino, pero la primera mitad, la más difícil." Un optimismo que a veces se vuelve rosado y pueril; "No entiendo nada de política, pero es imposible que la gente que maneja la política internacional no desee lo mejor para la República Dominicana," No tiene dudas de que si se mantiene el crecimiento vegetativo, las diferencias entre comunismo y capitalismo desaparecerán a lo largo de dos décadas, "aunque, francamente, ya no son muchas esas diferencias". En todo caso, él no aconsejaría a nadie que se construya un shelter en el jardín de su casa.
La Fundación Bunge y Born destina su premio a representantes (argentinos o extranjeros con 5 años de residencia) de seis disciplinas técnicas (Agronomía, Medicina, Economía, Química, Derecho y Veterinaria), a razón de uno por año, en mérito a su actuación global. Cuando PRIMERA PLANA quiso saber cómo se sentía el segundo de los hombres halagados con semejante recompensa, se topó de nuevo con el sabio retraído: "Y vea, por un lado muy satisfecho..." Por el otro, no lo dijo, el doctor Luis Federico Leloir había comenzado a temblar frente al moloch de la notoriedad.

La trama y sus vericuetos
Por Jorge Sábato
Nadie discute ya el dramático impacto de la Ciencia y la Tecnología en la vida moderna. Ahí están los hechos: la transmutación de los elementos, realizada rutinariamente en centenares de laboratorios en todo el mundo; los cambios genéticos producidos a voluntad; la liberación controlada de la energía nuclear; el hombre que sale de su astronave y se pasea, por el espacio; los metales ultrapuros con los que se fabrican los transistores; los rayos de luz producidos por los lasers, con los que se puede soldar una estructura de acero u operar una retina desprendida; los radiotelescopios que escudriñan el espacio cósmico buscando otras civilizaciones; y los nuevos plásticos, y los nuevos aceros, y las nuevas computadoras, y las nuevas máquinas-herramientas. Pero por otra parte, ahí están también las cifras; las que miden la inversión anual en investigaciones científico-tecnológicas: 16.000 millones de dólares en los Estados Unidos; 11.000 millones de rublos en la URSS; 700 millones de libras esterlinas en Gran Bretaña; 4.500 millones de marcos en Alemania Occidental; 4.000 millones de nuevos francos en Francia; y las que nos dicen que en las dos últimas generaciones se duplicó el número de hombres de ciencia cada diez años, por lo que el 90 por ciento de todos los hombres de ciencia que han vivido desde Adán, viven en la actualidad; y las que expresan que casi la mitad de los ingresos en la industria química se obtienen de productos que no existían hace 15 años.
Estos hechos y estas cifras se refieren particularmente a los países desarrollados: son ellos, sin duda, los que impulsan poderosamente la investigación científico - tecnológica. Y al respecto nada hay que discutir, porque cada uno de ellos ha tomado la decisión consciente de hacerlo, hasta el extremo de que en algún caso la inversión llega al 3,3 por ciento del producto bruto nacional. Nuestro problema es, en cambio, qué deben y qué pueden hacer en este campo los países sub-desarrollados, o como suele ahora decirse pudorosamente, los países en desarrollo. ¿Es que tienen alguna chance de competir con aquellos gigantescos desarrollos? ¿Es que vale la pena —frente a tantas urgencias inmediatas— distraer hombres y recursos en algo aparentemente tan abstracto y difuso como la investigación? ¿Es que podrán hacerlo eficientemente con su mentalidad soñadora y su tradición científica?
Los problemas del subdesarrollo preocupan por igual a políticos, economistas, sociólogos, periodistas, filósofos, ensayistas; y mucho más, par supuesto, a los pueblos que los padecen. Para resolverlos se proponen casi a diario soluciones que cubren un amplísimo espectro: desde aquellas que emplean las mayúsculas para convencernos fulminantemente de su efectividad (Revolución Social, Reforma Agraria Integral y Profunda, Alianza para el Progreso) hasta las más modestas que se contentan con pedir que la enseñanza primaria se imparta gratuitamente hasta los 15 años; desde la de naturaleza ortodoxamente económica (moneda sana o inflación incontrolable) hasta las puramente semánticas (implantación obligatoria del Esperanto o de la Interlingua); desde las muy pedantes (vuelta al patrón oro) hasta las muy pedestres (distribución gratuita de anticonceptivos); desde las que suponen la fraternidad entre los hombres (Mercado Común) hasta las bucólicamente pastoriles (hay que volver al campo).
Y si bien algunas de estas soluciones se parecen bastante a las recetas que durante la Segunda Guerra Mundial elaboraban los estrategos de café para derrotar a Rommel en África o parar a los rusos en el Volga, la mayoría de ellas son ciertamente serias y fundamentadas. No teman, sin embargo, que propongamos vender nuestra propia receta. Simplemente porque no hace falta. Porque aunque seguramente superar el subdesarrollo resultará no de la aplicación mecánica de una solución mágica, sino de la acción simultánea y/o sucesiva de varias, nos proponemos mostrar en esta columna semanal que, en todos los casos, la Ciencia y la Tecnología son dinámicos integrantes de la trama misma del Desarrollo; son efecto, pero también causa; lo impulsan y también se re-alimentan de él. Adelantemos, por ahora, un argumento pragmático: la Ciencia y la Tecnología han sido instrumentos fundamentales en el Desarrollo de países de estructura capitalista y también en el de países de estructura socialista; en ambos, por supuesto, las soluciones empleadas para efectuar el Desarrollo han sido radicalmente diferentes. Y un argumento socio-histórico: la tremenda aceleración que experimentara la Revolución Industrial en los últimos 20 años tiene uno de sus orígenes esenciales en la Revolución Científica que comenzara hace 50 años.
PRIMERA PLANA
25 de mayo de 1965