Revista 7 Días
24 de mayo de 1966 |
Los Beverly Ricos fascinan a la teleplatea
demostrando que la rusticidad montañesa es inmune a los embates más
seductores del dinero.
Apuntar a un conejo, errar el tiro, perforar la tierra con la bala
y ver surgir un denso chorro de petróleo puede ser un buen chiste
dislocado a lo Jerry Lewis. Pero puede ser también el hilarante
prodigio que convierte a cuatro rudos montañeses de Tennessee en
dueños de 25 millones de dólares, y los lanza a la conquista de la
californiana Beverly Hills (vivero de magnates y de estrellas de
cine) montados en un auto antediluviano, destartalado y traqueteante,
con un sofá atado con cuerdas por asiento trasero y un cargamento de
trastos que los millonarios noveles ni sueñan con abandonar. La
televisiva hazaña de la familia Clampett súbitamente enriquecida no
es demasiado extraña en un país como los Estados Unidos, dispuestos
a creer férreamente en la vigencia actual de personajes ya por
completo legendarios: los pioneros convertidos en millonarios de la
noche a la mañana, cuya suerte se supone que puede repetirse con
cualquiera de sus biznietos. Tampoco resulta extraño el traslado de
los Clampett a Beverly Hills, a un paso de Hollywood, pues los
nuevos ricos son siempre atraídos por los dorados reductos donde se
reúne la sofisticada "élite" del dinero, protagonizando
así
involuntariamente el impacto del viejo mundo áspero y patriarcal que
traen consigo, con el nuevo mundo que descubren, lujoso, "snob",
supertecnificado y artificial. Lo que sí es extraño, lo que resulta
casi milagroso y deliciosamente absurdo, es que los millonarios
noveles conserven intactas su esencia y su apariencia en medio de
las múltiples tentaciones que los asedian. Y precisamente en esta
graciosísima concreción de lo imposible y lo increíble reside la
clave del éxito de los Clampett en televisión: los cuatro pobres de
las semi-salvajes montañas de Tennessee, convertidos en cuatro ricos
de las afeitadas colinas de Beverly, desafían con saludable
comicidad todas las reglas de la lógica para encarnar algo mucho más
substancial que el encontronazo de dos sub-culturas situadas en los
dos polos de la jerarquía del dinero. Se trata de dos esferas de
valores opuestas: la espontaneidad y la candidez contra el artificio
y el disimulo, el aguardiente casero contra el whisky de marca, el
servicial Ford "a bigotes" contra el reluciente Cadillac último
modelo. La fórmula no podía sino tener un éxito abrumador, y el
"experimento" que significaba la serie de "Los Beverly Ricos" se
convirtió en un amable vicio del espectador de televisión, en los
Estados Unidos, Australia, Japón o Argentina...
Es que los cuatro Clampett son cuatro tipos muy definidos, cada uno
con su función específica en el logro de la adhesión del público.
Jed Clampett, el padre, con sus ropas deformadas, sus sombreros que
parecen comidos por ratones, y un rifle siempre al alcance de la
mano, con sus bigotes, su voz y su humorismo igualmente ásperos,
maneja sin discusión la cuenta bancaria de 25 millones de dólares y
aunque hace reír, es un patriarca, ese tipo ya en vías de extinción
en nuestra sociedad moderna, pero siempre añorado y tan querido como
las piezas legítimas de los anticuarios. La abuela Clampett,
diminuta, arrugada, con lentes que resbalan por su nariz, un rodete
enmarañado a veces coronado por un sombrero que se diría aplastado
por un carro, y una vocecita chirriante como una puerta mal
aceitada, destila con mano maestra el aguardiente de maíz, prepara
remedios infalibles con hierbas de nombres imposibles, agregándole
grasa de lagartija, piel de renacuajo o hígado de zorro, cocina
platos exquisitos en sus viejas ollas gigantescas que han sufrido
airosamente el trasplante del fogón de Tennessee a la cocina
ultramoderna de la mansión de Beverly Hills, pule los mármoles de la
casa y los caireles de la araña de 3.000 dólares, aunque se caiga en
medio de la empresa. En síntesis, hace morir de risa, hasta con
recursos de cine mudo, sin perder ni un ápice de su casi mítica
esencia de abuela por antonomasia.
El tercer personaje, Ellie May, hija de Jed Clampett, es una
preciosa rubia de ojos azules —aún las series cómicas requieren una
linda muchacha como ingrediente clave— que adora los animales y se
baña entre las estatuas de la cinematográfica piscina con perros,
gatos, monos, y hasta una zarigüeya. Ellie May lleva blue-jeans y
viejas camisas demasiado anchas, pero también se pone ropas dignas
de una "star": claro que entonces juega al rugby con los muchachos y
se revuelca en el barro, o bien no titubea en ir a una fiesta con
espumoso traje blanco y con los zapatos en la mano. Por fin, Jethro,
el primo, simpático bobo de anchos hombros, es el que colecciona las
más gruesas carcajadas, cuando corta los postes telefónicos para
hacer leña, o dispara a los tapados de piel que pasan sobre hombros
femeninos. En verdad, los cuatro Clampett provocan susto y
escándalo; pero cuando se corre la noticia de que los irritantes
palurdos tienen 25 millones de dólares, muchos de los vecinos
"snobs" cambian de idea deciden aceptar a los Clampett. Los que no
aceptan, los que intrínsecamente no cambian, son los propios
Clampett: sinceramente creen que su estilo de vida es el mejor, y
están dispuestos a ayudar a los "otros" a corregir sus puntos de
vista desacertados. No se trata de rechazar todo lo nuevo: el
adorable estúpido que es Jethro ve un film de James Bond y decide
imitarlo, comprándose un casco de acero inspirado en el mortífero
sombrero del gigantesco coreano de "Goldfinger", cubriendo con una
bañera el destartalado auto familiar para volverlo "a prueba de
balas" y fijándose en el taco del zapato una radio minúscula que
debe servir como trasmisor pero solo logra provocarle un desopilante
rengueo. Hasta la propia abuela aprende a bailar twist, y se enamora
de un cowboy de televisión: pero cuando lo conoce, descubre que usa
altos tacos para disimular su magra estatura, peluquín para tapar la
calvicie, y que por supuesto es incapaz de manejar rifle o andar a
caballo. La desilusión carece empero de amargura, y no hace mella en
la invariable candidez de los cuatro Clampett. Aunque prueben los
placeres y los lujos ultramodernos, siguen prefiriendo las rústicas
satisfacciones de su mundo originario: frente a la extensa alfombra
de césped que rodea a la mansión de Beverly Hills, sienten la
inutilidad de toda esa buena tierra desperdiciada, la aran ellos
mismos y siembran provechosas coles y nutritivas papas. Y, como
símbolo del triunfo final de los valores esenciales importados de
las montañas de Tennessee, la abuela prefiere construir una cabaña
igual a la que tenía, frente a la mansión vanamente lujosa, tan
muerta como sus mármoles.
Los críticos esteticistas han fruncido las narices ante la serie de
"Los Beverly Ricos", diciendo que su humorismo es tan
sutil y
variado como el pochoclo. Pero los granos de pochoclo han dado
pepitas de oro como dividendo.
Nuestra civilización, hecha de cosas que cambian de hoy para mañana,
exhausta por la persecución interminable de los bienes que da el
dinero, mareada por constantes descubrimientos técnicos aún no bien
asimilados ni domesticados, aplaude esa indomeñable persistencia de
lo espontáneo y rústico que le ofrecen los cuatro ricos de Beverly.
Como ya hemos olvidado lo que significa de veras la dura vida
agreste, podemos convertirla en un paraíso no definitivamente
perdido, puesto que los Clampett son capaces de prolongarlo, en
nombre de todos nosotros, hasta en la situación adversa más extrema,
la de los mármoles pretenciosos y de las "lagunas de cemento" que
constituyen la civilización de Beverly Hills.
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