Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

 

MITOLOGÍAS
Pepe, el que vive en París

Revista Primera Plana
12 de noviembre de 1968
Desde París, escribe Ernesto Schóó.



De pronto está allí nomás, en el pretil del puente de Alejandro ni, sobre el Sena, y se acuerda de que los desmelenados caballos verdes que alborotan la cornisa del Grand Palais, a sus espaldas, son los favoritos de su gran amiga Silvina Ocampo. Da un salto y vuelve a entrar en un caserón de la avenida Montes de Oca, en Buenos Aires, donde, entre polvorientos biscuits, Juan Rodolfo Wilcock canta, sentado al piano, canciones de Schumann. Ahora revolotea por los sombríos corredores del Louvre y, en el instante en que los guardianes se distraen, se acurruca, muerto de risa, entre las zarpas de una esfinge de granito rojo; y al minuto está conversando con María Elena Walsh en un atardecer de Ramos Mejía, abrumado de rosas amarillas. Como un duende, menudo y parlanchín, sirve de guía a los amigos que practican alpinismo cultural por los vericuetos de la Butte; ocho horas diarias, menos sábados y domingos, detecta protones sobre una pantalla, en un instituto de investigación nuclear cerca de Saint-Etienne-du-Mont, la iglesia que Ricardo Güiraldes amaba; el resto del tiempo instruye a una alumna de piano, traba las más insólitas amistades por los recovecos de París, vive, se siente contento y no piensa volver a la Argentina.
Es inútil que María Elena Walsh le dedique una zamba donde le reitera lo que ya le estaba diciendo en una fotografía fechada en 1986: "¡Pepito, volvé!" La cara redonda y honesta de María Elena se asoma desde varios marcos, en la pieza que José María Pepe Fernández alquila, por 400 francos mensuales, en un cuarto piso de la rue d'Enghien, en París; pero sus reiteradas instancias tropiezan con la simple filosofía del ausente: "Mi vida, ahora, está aquí". Esto no le impide reconocer que cuando escuchó la zamba por primera vez sintió una especie de remordimiento, hasta que comprendió el peligro de dejarse arrastrar por la nostalgia. No hay argentino notable que pase por París, o que viva allí, que no conozca a Pepe; y el elenco de sus amistades porteñas es asombroso, aunque el primero en asombrarse es él: "Yo no hago nada —asegura—, soy una persona común y anónima. ¿Por qué se quieren ocupar de mí?"

La inglesita de la estación
Hay varias razones para ocuparse de él, que Pepe escucha con aire desconfiado. Primera, la notoriedad conferida por la zamba; luego, el calor humano que él exuda con tanta facilidad y que lo ha vinculado con una legión de amigos que se enorgullecen de serlo. Cuando por fin se decide a contar su biografía, insiste en que María Elena Walsh debe figurar en primer plano, "porque al fin de cuentas todo esto de la zamba le pertenece a ella", Pero la "zamba no hubiera existido sin Pepe, cuya vida y milagros están indisolublemente unidos a una localidad de la línea del Oeste: Ramos Mejía. "Fuimos a vivir allí cuando yo tenía 11 años —explica, mientras un rey gótico le sonríe desde el portal de Saint-Germain-l'Auxe-rrois y los malvones de la rue Cardinal le recuerdan los de su infancia—: mi hermana mayor, Nela, estudiaba Bellas Artes en la Escuela Fernando Fader, en Flores, y yo iba todas las tardes a buscarla a la estación de Ramos, cuando ella volvía."
En el camino de los Fernández solía cruzarse (ya habían pasado varios años, era en 1946 ó 47) una chica, rubia y de ojos claros, con la frente atravesada por un mechón disconforme, a la que los hermanos dieron en apelar "la inglesita". Era María Elena, quien a su vez tomaba el tren para ir a estudiar Bellas Artes en Buenos Aires. Un día en que Pepe revisaba, como lo hacía a menudo, la vidriera de la librería Carluzzo ("la única de Ramos que vendía libros"), sobre la avenida Rivadavia, frente a la estación, tuvo un sobresalto: la foto de "la inglesita" lo miraba, a la vera de su primer libro, "Otoño imperdonable". Pepe lo compró, lo leyó y "me enloquecí: yo la había seguido, para saber dónde vivía, y le mandé una carta diciéndole cuánto la admiraba; pero ella ignoraba todavía que yo era el muchachito con quien todas las tardes se cruzaba en la estación, al punto de que una vez viajé sentado a su lado, en el tren, hasta Buenos Aires, sin que cambiáramos ni una palabra; María Elena no sabía que yo era su corresponsal".
Aquella primera carta de Pepe tuvo respuesta. María Elena le contestó con una misiva que empezaba: "Yo no fumo y me gusta el jazz". A fin de año, el admirador desconocido le envió una tarjeta y ella le remitió otra.
Y cuando el aire de París se pone violeta de frío ya los castaños se les ocurre delirar y tirar todo el oro que llevan a cuestas, entra en escena otro personaje legendario, tan ligado a la vida de Pepe y de María Elena como a la de Alberto Greco, Roberto Aulés y muchos otros que eran adolescentes en aquellos años inmediatos a la guerra ("Fulano de tal —rezan las placas debajo de las hornacinas siempre floridas—, muerto en defensa de la libertad de Francia, tal día de agosto de 1944"): Sara Reboul, una muchacha que escribía poemas y se dedicaba a revelar sus descubrimientos literarios, musicales, plásticos, a otros, y los ligaba entre sí con amistad por lo general perdurable. Sara llamó una tarde por teléfono a Pepe y le anunció: "Te llevo un regalo". El regalo era María Elena, a quien por fin se le revelaba la identidad del que ella llamaba "el fantasma".

Cantando bajo la lluvia
Pepe abre mucho los ojos para convencer a los que lo escuchan: "María Elena estaba hermosísima, vestida de blanco; sorprendida e intimidada, también, porque es tímida, y yo igual, de modo que nos sentíamos los dos aterrados y creo que no nos dijimos nada". Sara hizo que su amigo tocara el piano, y María Elena se fue casi enseguida; al rato, Pepe la llamó por teléfono ("me acuerdo que llovía") para decirle cuánto le había gustado su visita. "Tengo que dejarte porque estoy ocupada", fue la respuesta, y después se aclaró que la ocupación era, justamente, escribirle unas líneas a Pepe diciéndole que lo había pasado muy bien y que le encantaba conocerlo.
Entonces empezaron los paseos en bicicleta, el intercambio de libros y de amigos: Javier Fernández (ahora agregado cultural argentino en París), Horacio Armani, Carmen Córdova. ¿Cómo hacen los árboles del Boulevard Saint Michel para transformarse en una arboleda de la provincia de Buenos Aires, junto a la cual un letrero señala: "San Isidro"? Sólo Pepe lo sabe, pero él está ahora ahí con María Elena, en bicicleta los dos, y como chicos traviesos deciden irse a San Isidro, que es muy lejos (aunque no tanto como este atardecer de otoño parisiense junto a un San Miguel de bronce y verdín, veinte años después); y llegan a la casa de María Alicia Domínguez, que está llorando y los recibe anunciándoles simplemente: "Han matado a Gandhi".
"Volvimos en tren y dejamos las bicicletas en casa de María Alicia; poco después hicimos lo contrario, nos fuimos hasta allá en tren y regresamos en bicicleta a Ramos, cuando nos agarró una lluvia tremenda en la General Paz, nos guarecimos bajo un árbol y comimos chocolate; la madre de María Elena nos estaba esperando con pasteles." En ese momento, la Walsh se fue a los Estados Unidos invitada por Juan Ramón Jiménez, y Fernández debió hacer su servicio militar en el Azul.
El padre de Pepe se llamaba Higinio Fernández: era un español severo, que trabajó en "Crítica" como corrector hasta jubilarse. Murió hace pocos años, apenas uno después de la muerte de su mujer, María Antonia Enriori, una directora de colegio capaz de confeccionar la más apetitosa mermelada que pueden recordar los feligreses que, cada domingo, invadían la casa de la calle Ramón Lista, en Ramos. Concertistas, poetas, novelistas, pintores, bailarinas, actores, nacionales e importados, alternaban allí, saludados por Fedra, la espléndida ovejera escocesa de los Fernández que sólo tenía un defecto: carecía de cola. Pepe no invitaba jamás a nadie: una especie de fuerza misteriosa convocaba semanalmente a la multitud de amigos. Los tés en lo de Pepe y Nela se volvieron tradicionales; son todavía una leyenda viva, lo mismo que las interminables sesiones de conversación de Fernández mantenía con sus amigos residentes en Ramos Mejía, todas las noches, en el café de Rivadavia y Avenida de Mayo, a pocos metros de la estación.
"Por ahí —retoma Pepe el hilo de la evocación, que se le había quedado enredado en el casco de Juana de Arco, en la Place des Pyramides— nos mudamos a Flores y María Elena me reclamaba desde París." Una noche de 1954, a punto de comenzar la función de despedida del Piccolo de Milán en el Odeón de Buenos Aires, Pepe, que había ido invitado por Adolfo Bioy Casares y su mujer, Silvina Ocampo, se sorprendió por el abrazo de Adolfito y el sobre que le extendía: "Te felicito, viajero", fue la salutación del escritor.' En el sobre estaba el pasaje para que Pepe se marchara a Europa, con el matrimonio Bioy; "y en el palco del Odeón estaba la hija de Jacques Copeau, Marie-Hélène Dasté, de modo que ya empecé a sentirme en otra parte".
A bordo del "Louis Lumière" arribó Pepe a esa otra parte, París, y se encontró con que sus amigas, María Elena y Leda Valladares —entonces, el dúo Leda y María—. estaban en España. "Me esperaba Lalo Schifrin, a quien ellas habían encargado que me recibiera y que vivía en el hotel de los músicos, el del Grand Balcón, el único de París donde se puede tener piano y donde a veces, Lalo y yo, tomábamos el desayuno con Barbara, que entonces no era célebre." Leda y María le habían alquilado a Pepe un cuarto en la rué Saint-André-des-Arts ("¡qué casualidad!"): en el ropero había una caja con comestibles y sobre la cama una tarjeta de bienvenida. Cuando las trovadoras regresaron fueron contratadas para un local propiedad de una marquesa española, La Guitare, al cual Pepe las acompañaba, noche a noche, portador de la guitarra y del bombo. "Las cosas no me iban bien —suspira Fernández— y un buen día me encontré con un solo franco en el bolsillo; entonces, lo tiré al Sena, desde el Pont Neuf, y me sentí liberado." Esa misma noche faltó el encargado del vestuario de La Guitare, y la Walsh le sugirió a su amigo: "¿Por qué no te ofrecés?"
Así empezó otra etapa en la vida de Pepe, una etapa que iba a durar tan sólo un invierno, "porque yo no había pensado que en el verano la gente no usa abrigo y no utiliza el guardarropa, y yo vivía nada más que de las propinas, no tenía sueldo". El yerno de la dueña del night club regenteaba una galería de arte en Place Vendôme, y allá se fue Pepe a vender cuadros a la Begum y a los millonarios norteamericanos. "Estaba ocho horas en la galería y por la noche iba a ensayar para acompañante, al piano, del ballet de Joaquín Pérez Fernández." En el nuevo invierno, el viajero regresó a La Guitare y, por fin, a Buenos Aires. Se reanudaron los domingos de Ramos Mejía, en cuyo renovado elenco figuraban Andrés Percivale, Marcela López Rey, modelos, gente de la televisión (hubo una increíble época durante la cual Pepe dirigió varias fotonovelas para la editorial Abril).
A Ramos llegaba, sin embargo, el mugido melancólico de las barcazas del Sena, que reclamaban al ausente, y el viento, jugando, le regalaba hojas de castaño con inscripciones alegóricas; "Reviens, Pépé". Y una tarde de 1963, las fuentes barrocas de la Concordia arrojaron inesperadamente sus chorros de agua y las campanas de Notre Dame se pusieron a repicar como locas: Pepe había vuelto, "porque me gusta". Su primera tarea fue ocuparse del barrido, el teléfono y los paquetes en una fábrica de muebles para escritorios, "donde mi pasión por la limpieza me hizo refregar los vidrios y la vereda, algo que nadie había hecho en veinte años". Después vino el laboratorio, la estada de un año en un hotel de la rue de Lanneau ("del que llegué a ser gerente, un disloque"), el laboratorio nuclear.
Ahora está fascinado porque Nela, su hermana, le ha enviado el recorte de un diario porteño en el que figura, en un equipo de fútbol, un tal Enriori, "que es primo mío, nieto de un primo de mi madre; quién se lo iba a imaginar, yo pariente de un futbolista". ¿Y la zamba? "No me impulsa a volver, porque yo no me he quedado solo en París, como el argentino de los tangos, sino que tengo tantos amigos. A María Elena la quiero mucho, me ha hecho célebre y yo no sé por qué, no entiendo, a mí nadie me conoce, ¿qué cosa, no?" Y los gorriones de París vienen volando y se lo llevan en triunfo, pasando por el ojo del Arco, y él agita sus pequeñas manos, feliz; y después se come una manzana o una barra de chocolate por el Boulevard, va a visitarlo a Bruno Gelber, estudia una sonata de Haydn, se levanta apuradísimo a las 8 de la mañana para ir al laboratorio, veranea en Grecia y está contento porque sabe que, al fin de cuentas, el mundo es de todos y la vida se entrega siempre a quien la ama de verdad.

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María Elena Walsh
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Fernández

 

 

 

 

 

 

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