Revista Siete Días Ilustrados
21.12.1970 |
"El folklore que yo canto habla del hombre argentino que
trabaja, que lucha, que sufre. Encerrar todo eso en una breve poesía
y ponerle música es, para mí, más que una corriente renovadora, una
necesidad".
"Nací en Tucumán un patriótico 9 de julio de 1935. Cosa de locos,
¿viste? Allá, a las seis de la mañana empezaban los cañonazos y mamá
nos despertaba con chocolate, el único lujo que nos podíamos dar. Yo
recuerdo con mucho cariño el sacrificio que era para mi padre
comprar el kilo de masas con que celebrábamos, a la noche, la fecha
patria. Con el tiempo llegué a festejar el 9 de julio en Polonia,
¿qué me decís? Fue en el 67 y yo, estaba allí con Los Trovadores y
los integrantes del ballet de Néstor Pérez Fernández." Mercedes
Sosa, una presencia sólida, recogida sobre sí misma, con el pelo
lacio y rebelde que cae sobre su cara redonda, alunada —que demarca
aún más las arrugas de sus ojos que se apretujan cuando ríe y se
distienden cuando habla de su preocupación por la gente desposeída,
marginada—, recibió a SIETE DIAS en su departamento de la calle
Arenales, moderno refugio cubierto con cuadros de autores y motivos
varios: Aurora Simonasi ("nómbrala, por favor; es una mujer que
lucha"), un coya de López Claro, un retrato de ella firmado por
Carlos Alonso, un tapiz de Gracia Cutulli, grabados de Soto, Ponce,
Saavedra, un retrato del Che Guevara, un Cristo labrado en madera.
Con la voz grave, chacotona — donde se mezclan la tonada provinciana
con el lunfardo porteño— Mercedes Sosa, una de las más empinadas
folkloristas actuales, repasa el pasado como si no le costara
organizar tos vericuetos de la memoria: "Comencé a cantar
profesionalmente hace 20 años. Fue allá en Tucumán, durante un
concurso; recuerdo que entoné una zamba de Margarita Palacios que se
titula 'Triste historia', y que con ella gané el primer premio del
certamen, que consistía en un contrato de dos meses en la radio
tucumana. Debo haber gustado —arriesga— porque ese contrato se
renovó por otro período igual y desde entonces nunca dejé de
cantar". Enrolada en una corriente renovadora del folklore —disconformista,
de vanguardia— conoció años de infatigable trajín antes de cosechar
sus éxitos más resonantes.
"Por ese entonces en la Argentina se hacía un folklore demasiado
tradicional y mis canciones —imaginadas por el poeta Armando Tejada
Gómez— sorprendían al público acostumbrado a la rutina. Durante un
año me refugié en el Uruguay y mi estilo se fue puliendo y
decantando; volví en 1965 para actuar en el festival de Cosquín,
donde la suerte me acompañó y mis temas fueron bien recibidos."
Arrojado el lastre que significa el anonimato —con sus indigestos
prejuicios y sinsabores— la folklorista (desde ese momento) engalanó
su carrera con una seguidilla de triunfos que le permitieron volver
todos los años a Cosquín, pero ya como artista contratada. En 1967,
una gira por Europa la llevó a Polonia y a la Unión Soviética, donde
conoció gente y adquirió una fama definitiva, internacional, que le
abrió las puertas de las más importantes casas grabadoras. En los
Estados Unidos la crítica especializada derramó ríos de alabanza
sobre su arte personal, urdido a fuerza de trabajo y entonación
segura, despojado de artificiosos tecnicismos, fervorosamente
humano.
EL HOMBRE OUE YO AMO
"El folklore que yo canto intenta dar a conocer una serie de
canciones que hablen del hombre argentino y no sólo del paisaje, que
por cierto es bellísimo. La gente es; siempre lo más importante del
paisaje, por eso yo hablo del hombre que trabaja, que lucha, que
sufre; particularmente del hombre de campo, increíblemente mal
pagado, siempre marginado. Encerrar todo eso en una breve poesía y
ponerle música es algo bastante difícil de hacer y mucho más de
entender; quizá sea por eso que la lucha emprendida por la corriente
renovadora del folklore fue tan dura al principio", reconoce ahora.
—El tuyo, entonces, ¿es un arte comprometido políticamente?
—Mirá, más que con el arte yo me comprometo con la vida en forma
íntegra. No puede haber una vida para el canto y otra para la
política; lo principal es que yo tengo un profundo respeto por la
gente a la que le canto y procuro que mi mensaje artístico sea
recibido de la misma manera, con la mayor intensidad posible. No es
verdad que la gente vaya a un teatro a escuchar a un artista y que
luego, cuando llega a su casa, se olvide de todo lo que oyó; yo no
creo que haya ningún ser humano que pueda borrar de la conciencia
algo que lo emocionó profundamente. Mirá, por ejemplo, lo que ocurre
con 'Canción para un niño en la calle'; llega a todos los sectores
sociales porque parte de una realidad que nadie ignora, ¿o es que no
hay chicos en las calles, vendiendo flores o diarios de noche? Yo,
en verdad, no sé si mis cantos son políticos o no, pues no entiendo
nada de política; lo que sí sé es que mis canciones son
tremendamente humanas. Esa actitud de sinceridad ante la vida me ha
costado, es cierto, el rechazo de algunos círculos. En 1968 nadie
quería darme trabajo y pasé por una etapa difícil, pero al final
conseguí que la gente me aceptara como persona y como artista.
—¿Esa circunstancia hizo que cambiaras la temática de tus canciones?
—Deben haberse modificado las cosas, porque ni mis letras ni yo
hemos cambiado. Lo que ocurre es que si la gente del pueblo te sigue
y te quiere ya tenés la mitad de la batalla ganada. El artista
popular llega a su público como si fuera un amigo, un hermano de
infortunios o de alegrías. Mi caso es muy especial: las mujeres
sienten un gran cariño por las cosas que yo hago y todo el mundo
toma mi arte como un acto de amor, por eso penetra tan hondo.
—Hablando de mujeres, ¿por qué en tu disco 'Mujeres argentinas' no
se incluye una canción sobre Eva Perón?
—La historia de Eva Perón es muy reciente como para figurar en esa
antología, que se remonta más en el pasado argentino. Pero yo, en
verdad, no tendría ningún inconveniente en cantar algo sobre ella,
pues todos los temas populares me interesan auténticamente; pero
mejor dejemos ese asunto, no quiero tomar temas políticos.
—¿Por qué?
—Tuve tristes experiencias acerca de esta cuestión. Cuando viajé con
Ariel Ramírez y Los Trovadores a Rusia, una difundida revista no
sólo tergiversó mis declaraciones sino que, además, se permitió
dudosas originalidades a mi costa, como llamarme la folklorista que
volvió del frío, o hacerme decir que la Plaza Roja no era de color
rojo. Además, ¿sabés?, yo no soy una tipa culta y por ahí me enojo y
las cosas terminan mal. Por otra parte, después de ese asunto que te
cuento comencé a tener ciertos temores, como si a mí, que soy una
persona que se entrega por completo a los demás, me hubiera entrado
miedo y desconfianza. Mirá; yo no concedo muchas entrevistas, no voy
a fiestas, no me presento en ningún programa de polémica por
televisión porque no quiero sufrir más, y porque deseo, por otra
parte, que mi confianza en el hombre siga existiendo.
Mercedes Sosa, después de desatar sus iras, zambulle sus dedos
cortos, de uñas despintadas, en una caja de bombones. Vapulea
nerviosamente el surtido de confituras y extrae una golosina de
fruta, acicalada con una capa de crocante azúcar, definitivamente
tentadora.
Luego, proyectándose hacia atrás, se repantiga en un amplio sofá y
una sonrisa infantil, golosa, artillada de picardías, vuelve a
iluminar su rostro cinético, movedizo, casi cándido, donde valsea
una alegría crocante como el azúcar que recubre sus bombones
predilectos. "Nosotros los cantores no podemos comer estas cosas,
pues hacen muy mal al hígado; tenemos que alimentarnos con cosas
sanas", dice la Sosa con un desparpajo que se contradice con los
hechos y con sus robustos 80 kilos; pero esto parece no provocarle
ningún tipo de complejos.
PARA COMERTE MEJOR
Canjeando su cuarto cigarrillo por el décimo bombón, Mercedes Sosa
no vacila en desnudar un chirriante costado de su personalidad que
para muchas mujeres sería objeto de recatados pudores. "En materia
de golosinas no acostumbro hacer régimen. . . aunque, en rigor,
tampoco lo hago en las comidas. A mí me encantan las pastas y todas
esas cosas que engordan", confiesa, sin disimular los chispazos que
saltan de sus palabras golosas, sibaríticas, que parecen rozar
perfiles pantagruélicos.
—¿Y la comida criolla, también te gusta?
—Sí, claro, con locura.
—Entonces debés cocinar bien...
—No, al contrario. No sé por qué, pero mi mamá nunca me enseñó a
cocinar; parece que hubiera sabido que iba a tener una hija artista,
algo perezosa para las cuestiones domésticas y bastante alérgica a
la sartén y a las cacerolas.
—¿Tampoco sabés hacer empanadas al estilo tucumano?
—Menos que menos; la empanada, en Tucumán, forma parte de un ritual
complicado. Fijate que la carne no se pica sino que se corta con el
cuchillo en pequeños cuadraditos; calculá, entonces, el trabajo que
significa freír doscientas empanadas. Mi madre siempre las hizo muy
bien y yo miraba, con frecuencia, cómo las hacía ella; pero si ahora
me decidiera a imitarla no alcanzaría jamás el mismo resultado. Para
tener éxito en ese rito, no sólo hay que tener mano, sino también
una buena dosis de paciencia provinciana. Oí esto que te cuento; un
día, cuando mis padres estaban en Buenos Aires, parando en mi casa,
invité a comer a Ariel Ramírez y mi mamá estuvo trabajando dos días
seguidos para preparar la cena. Con decirte que hasta la harina para
hacer los tamales se trajo de Tucumán...
El rostro de Mercedes Sosa se trasfigura de golpe, como si el solo
nombre de su provincia bastara para empalmar sus pensamientos con
recuerdos que la entristecen. Olvidándose del torneo disputado
contra la caja de bombones, la trabazón de su memoria pega un brinco
hacia atrás, después caracolea en el presente, salta derecho al
futuro y se pierde en el laberinto de las especulaciones.
—Perdóname, pero cada vez que hablo de Tucumán y de todos estos
recuerdos, no, puedo dejar de evocar una época muy dura para mí. La
cosa que más me dolió, al principio de mi carrera, fue separarme de
Fabián —su hijo—, pues no podía llevarlo de un lado para otro en
tanto me hacía como artista. Te juro que había veces en que mientras
estaba cantando no podía contener las lágrimas. Hay una zamba,
Tristezas, que dice "¡Ay! qué camino tan desparejo, / la angustia
cerca y mí niño lejos"; cada vez que la cantaba, ¡zás!, me ponía a
llorar como una Magdalena. Por suerte todo eso pasó y ahora puedo
vivir junto con mi marido y mis hijos.
—¿Las giras por el interior no te imponen una frecuente separación?
—Sí, pero es distinto. Como mi marido, el Pocho Mazzitelli, es
también mi representante, vamos juntos a todos lados, pues de otra
manera no nos veríamos nunca. Por otra parte, mis salidas nunca
duran demasiado como para que los
chicos estén alejados de nosotros por mucho tiempo. Eso es algo que
no podemos evitar, ya que las giras forman parte de mi oficio, ¿te
das cuenta? Es una forma, también, de compartir mis alegrías. Hace
poco estuve en Córdoba cantando en la Universidad ante un público de
seis mil estudiantes que me aplaudieron a rabiar, ¡cómo no compartir
esa alegría! Después viajé a Mendoza con Eduardo Falú y te aseguro
que ese día va a quedar grabado para siempre en nuestros recuerdos.
A las dos de la tarde, al ratito nomás de estar en el hotel, vino
una delegación de estudiantes para decirme que me esperaban esa
noche en el Club Universitario. Cuando llegué, a las 3 de la mañana,
estaban apiñados uno sobre otro y el local quedaba chico para tantos
muchachos que gritaban "¡Mercedes, corazón!, ¡Mercedes, corazón!"
Fue inolvidable, además, por varias razones: resulta que antes de ir
al Club yo había cantado en un teatro y luego en un local nocturno;
como ya era tarde resolvimos ir a comer algo a un restaurante y
hasta allí nos siguió una barra de universitarios que me miraba con
una cara larga, como diciendo: "¿A qué hora terminarás de comer?".
Al verlos, largué la pata de pollo que tenía en la mano y me fui del
brazo con ellos. No te das una idea de lo que significó esa noche
para mí y para mi marido, creo que fue una de las más hermosas que
hemos pasado porque tuvo el encanto de la improvisación, donde nada
había sido calculado o previsto. Además, desde que salí del
restaurante hasta que llegué al escenario, fuimos tomando vino y
creo que esa noche canté medio machada. ¿Sabés?, con los estudiantes
me siento muy bien porque es gente sincera, realmente libre, sin
ataduras familiares o prejuicios sociales que presionen sobre ellos.
Lástima que algunos, cuando crecen, cambien tanto.
—¿Con los hippies también te sentís cómoda?
—Mira, hay muchas cosas acerca de las cuales me siento confundida,
poco informada o sobre las que no me quiero enterar en detalle. . .
Conozco Europa y Norteamérica y veo que en los dos países
históricamente más importantes, Inglaterra y los Estados Unidos, es
donde se da con más intensidad el fenómeno hippie. Me parece raro
que la juventud de esos países haya demorado tantos años para darse
cuenta de que el mundo necesita paz y amor. Durante largos períodos
de la historia esos dos países han intervenido de manera odiosa en
todos los continentes: Inglaterra en la India y en África, por
ejemplo, y los Estados Unidos en Vietnam y en el sudeste asiático.
Sorprende, como te decía, que la juventud haya demorado tanto en
darse cuenta de esos problemas, pero de cualquier manera es una toma
de conciencia que tiene mucho que ver con el mundo que los rodea.
Así, los hippies argentinos quedan descolocados, como si se pusieran
un disfraz prestado o alquilado; probablemente para ellos también
sea una manera de protesta, pero yo aquí no la comprendo. En los
Estados Unidos, en cambio, las cosas son diferentes, allí la gente,
la sociedad, es muy dura, muy cerrada.
—¿Y aquí cómo es?
—Completamente al revés. En el año 61, cuando grabé un disco para la
Víctor, yo trabajaba de empaquetadora en la Dirección de Obra Social
del Ministerio de Educación, en el barrio de Caballito, Estando ahí
nació mi Fabián. En ese entonces el dinero no era muy abundante y el
chico tendría que haber nacido en un hospital, pero como éramos
socios de DOSME me hice atender en la Clínica Bastarrica, donde un
parto, en ese tiempo, costaba 18 mil pesos; a mí, en cambio, sólo me
salió mil pesos. Además, como somos amigos de Nino Salonia —Antonio,
ex subsecretario de Educación durante la administración Frondizi—,
nos mandó un auto con chofer y todo para que fuéramos a La Plata,
donde vivía mi hermana, quien nos dio alojamiento después del
nacimiento del nene. Te lo aseguro, aunque estábamos en la más negra
miseria vivíamos bien, la gente nos invitaba, comíamos regio y
éramos felices. Yo estaba en una etapa de realizaciones y proyectos,
de grandes ilusiones y de búsqueda de un público que me oyera
cantar. ¿Sabés una cosa?, entonces yo tenía un solo vestido, pero no
me importaba porque nunca me interesó la ropa. Lo que sí me gustaba,
tanto en ese tiempo como ahora, es tener Un grupo de amigos con
quienes reunirme fraternalmente, para recordar el pasado y planear
el futuro.
Una actitud humana, fundamental, que para Mercedes Sosa —sentada en
el filo de la fama— no es un simple sueño que se sueña, sino un
rosario cotidiano.
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