Miscelánea 1968
El fin de la pieza única
Teatro S.H.A.

PLÁSTICA
El fin de la pieza única
El lunes 19 de este mes, más de un porteño sorprendido se restregará los ojos si por casualidad atraviesa las salas de exposición de la galería Van Riel, al 600 de la calle Florida. Porque desde las paredes lo contemplarán una docena de telas firmadas, por Miró, Van Gogh, Picasso, Fautrier, Klee, Dalí, Cézanne o Monet.
El acontecimiento bastaría para erizar la temporada plástica de este año, si la clave del prodigio no fuera tan apasionante como lo que simula: porque, en realidad, las obras originales seguirán durmiendo en los museos y colecciones particulares que las albergan, y lo que ofrecerá Van Riel es la más fabulosa falsificación legal de la historia de la pintura.
La anécdota comienza hace algo más de una década, en la localidad de Aubusson, Francia. Hasta allí había llegado de vacaciones Günther Dietz, grabador, dibujante y escenógrafo, apasionado por observar las legendarias técnicas de la tapicería de la zona. No se convirtió en tapicero, sin embargo, pero el surgimiento de las formas por sucesivos estratos de tejido le dio una clave que lo desvelaba desde siempre: la reproducción perfecta de un cuadro no podía partir, como imaginaban los falsificadores, sólo del estudio de su superficie; más bien, se trataba de desarrollar un verdadero trabajo geológico, que incluyera también la minuciosa reproducción de los materiales.
Cuando volvió a su taller en el pueblo de Lengmoos, casi un suburbio de Munich, ya no tuvo otra preocupación que la de perfeccionar el proceso: su hija y su hijo se unieron a él, hasta que la familia consiguió dar a luz el prodigio. La suma de las técnicas serigráficas, los rayos X, la fotografía y la fotoquímica, podrían aportar un resumen de los complejos procesos que atraviesa Dietz para la obtención de sus "réplicas multioriginales" como ha bautizado a sus milagros en serie.
El primer paso es siempre la investigación del material, que deberá ser absolutamente idéntico al empleado como base del original: Dietz lleva realizados trabajos sobre madera, piedra, planchas Eternit, papel de embalar, seda, papel de arroz, cartón, pergamino, arpillera y todo tipo de telas y lienzos comunes al bastidor de caballete. Con una cámara estereofotográfica —del tamaño de un automóvil mediano—, el artesano analiza los valores cromáticos, su distribución en el plano, a la vez que las posibles convexidades de la superficie. Ello le permite establecer luego en cuántos estratos está dividida la obra (a veces son 60 ó 70 capas de material) y pasar al análisis químico de los colores, para determinar su exacta composición. Ese análisis le llevó a enfrentar problemas inauditos, ya que tuvo que reconstruir en laboratorio la fórmula de óleos que ya no se encuentran en mercado, por haber sido manufacturados en siglos anteriores.
Su técnica le permite imprimir —de 100 a 500 ejemplares cada obra— en cualquier material existente: sus impresiones a grafito de dibujos, no pueden distinguirse del original ni con un análisis microscópico.
Los portentos de este alemán, que llegarán ahora por primera vez a Buenos Aires, abren interrogantes que escapan, por supuesto, al plano artesanal. Uno de ellos es el de la legitimidad de la falsificación. Todas las piezas salidas del taller de Lengmoos llevan un sello —visible sólo por radiografía— en el que se lee la palabra repro, seguida del año de producción: queda por saber si los compradores, alertados por ese detalle, exigirán los delatores rayos x antes de efectuar una inversión considerable.
De todas maneras, es un signo positivo el que se alza de la revolucionaria tarea de Dietz, como lo han entendido numerosos museos europeos y norteamericanos: la época de la obra de arte como pieza única se acerca a su fin; ahora es la obra la que puede viajar hacia su probable espectador, en lugar de que él deba atravesar medio mundo para dedicarse a contemplarla. 

INAUGURACIONES
Nuevas voces, nuevo ámbito
Cuando el jueves pasado, el director Teodoro Fuchs condujo a la Sinfónica Nacional y al violinista israelí Zvi Zeitlin, en el esplendoroso recinto, un proyecto de 27 años se transformaba en realidad: la nueva sala de la Sociedad Hebraica Argentina acababa de nacer oficialmente.
"Es la segunda de la Argentina y tiene muchas ventajas técnicas que sobrepasan hasta al Cervantes remodelado", exultó hace dos semanas el asesor escenotécnico de la obra, Saulo Benavente, mientras hacía de cicerone para un grupo de periodistas invitados, quienes se encontraron con un ámbito casi gemelo a la Sala Coronado del San Martín. Benavente ponderó la acústica, domada por el ingeniero Federico Malvarez mediante un revestimiento especial de listones de madera torneada y gruesas capas de lana de vidrio, después de reducir a 800 las 1.200 localidades programadas.
También predicó, entre otras, las virtudes del escenario, de 12 metros por 12,50: un plato giratorio de 8 metros de diámetro, capaz de girar de acuerdo con tres velocidades, "arlequines" extensibles por sistema telescópico, comando doble de luces y sonido, cuyas consolas se fabricaron íntegramente en el país, un ciclorama mecánicamente desplegable, un juego de grandes cortinas de terciopelo, foso levadizo para orquesta.
Media hora antes, el presidente de la institución, Jacobo Kovladoff, había desplegado un memorial sobre las etapas cumplidas desde 1941 hasta el último golpe de martillo, e inventariado todas las exquisiteces del recinto ubicado en Sarmiento al 2200: una vidriera de cristales franceses, concebida por Luis Seoane, manijones de bronce de la escultora Noemí Gerstein, y descomunales ceniceros de la ceramista Ingeborg Ringer.

agosto 1968
PRIMERA PLANA

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Artesano Dietz
Artesano Dietz



 

 

 

 

 

 


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