Miscelánea 1968

JOCKEY CLUB
Entre el incendio y las vísperas
Enhiesto sobre su pedestal, Carlos Pellegrini parece vigilarlos. La imponente vecindad de su fundador no deja de aguijonear a las autoridades del Jockey Club, empeñadas en recrear un ámbito fastuoso para el tradicional reducto de la aristocracia argentina. Destruido por las llamas el viejo palacio de Florida, el 18 de abril de 1953, la caída de Perón impulsó, a quienes se deleitaban con sus tesoros culturales, a planear la restauración de tanto esplendor calcinado.
Los clubmen jóvenes prohijaron la vuelta al solar de Florida, "el corazón de la ciudad", que debía sustentar una ultramoderna torre; la reticencia de los más conservadores y los presupuestos siderales sepultaron la iniciativa. Pero los 7.600 bon vivants se asfixiaban arrinconados en la sede provisoria de Cerrito al 1300; la solución estaba a un centenar de metros: el caserón de Concepción Unzué de Casares, Alvear 1345, de un estilo apegado a la intrascendencia, pero con auspiciosas posibilidades de espacio.
Una entusiasmada asamblea decidió sacrificar 130 millones de pesos por la mansión y encargar a los arquitectos Acevedo Becú y Moreno transformarla en Eldorado. "Aumentamos los pisos de tres a cinco; de 4.800 metros cuadrados se pasó a 11.121", enumeró Juan Manuel Acevedo, uno de los taumaturgos, que es también coleccionista de renombre. Los salones sumarán 50 metros y los habitués podrán pasearse luego de depositar sus automóviles en alguna de las flamantes 150 cocheras; quienes prefieran mayores sobresaltos, disponen de una pileta cubierta de 16 metros, cuyas claraboyas se abren a un jardín: una visión paradisíaca.
Caminando por estos verdores, aliviarán su digestión quienes ocupen el gran comedor semicircular lindero a la pelouse; otros dos refectorios con capacidad para 350 sibaritas completan las previsiones que permitirán reeditar los famosos banquetes del cenáculo. Los futuros saraos no convocarán las iras de otro Anatole France ("un dinner sans femmes, quelle barbarie"): aunque el Jockey no abjura del monopolio masculino, las mujeres pueden ahora ser invitadas a comer o a cualquier tipo de actividad cultural.
Todas las posibilidades de mimarse se instalarán en el subsuelo: baños turcos de diferentes temperaturas, ducha escocesa, rayos ultravioletas, peluquería, masaje. Y para reponerse de las sacudidas: un salón de relax. No muy lejos, los escasos esgrimistas podrán agitar con sus mandobles los 145 metros cuadrados de la Sala de Armas, otra tradición del Jockey.
Tanto hedonismo tiene su contrapartida en los nutridos anaqueles del primer piso, que albergan 60.000 volúmenes; una biblioteca cuyo origen fue la colección del verboso español Emilio Castelar. Desde allí, por entre los plátanos, se adivina la plazoleta con la estatua de Pellegrini, quien reunió para el Jockey la más completa colección de obras argentinas y una hemeroteca famosa que llegó a ser más importante que la de la Biblioteca Nacional. Todo pereció en la hoguera, junto a maravillosos Goyas, Corots, Manets y un deplorable Mengs.
Puede intentarse el olvido de aquella pesadilla en la mangarda, donde cinco mesas de billar coexisten con una sala de ajedrez y cuatro de juego; un solarium de 90 metros cuadrados, flanqueado por vestuarios y toilettes, corona el edificio en postrero homenaje a la naturaleza. "El problema será amueblar todo esto", se aterra el presidente del Jockey, Manuel Anasagasti (56 años, soltero), que piensa "comprar despacio", bien asesorado por Acevedo. Por ahora, en los salones yacen, solitarios, el Lawrence de la colección Marsengo, algunos grabados antiguos y un juego de salón Imperio que perteneció a los Paz Anchorena.
Nada conmoverá tanto a los iniciados como la presencia, en la escalera del gran hall sobre la avenida Alvear, de la Diana de Falguiere, rescatada de la hecatombe, cuyos estigmas todavía exhibe con estoica dignidad.
"Nuestro símbolo", "la diosa del sport", fueron algunos de los ditirambos con que Pellegrini exaltó a la ahora maltrecha figura.
La sede se inaugurará el primer domingo de noviembre, día del Gran Premio Carlos Pellegrini. Gozar de tantas maravillas, sólo exige, según Anasagasti, oblar 150 mil pesos de ingreso y módicos 2.500 mensuales; también ser "culto y honorable", como lo proclamó Miguel Cané, otro pionero, protagonista de la gesta de 1893, cuando se erigió el alcázar de la calle Florida, incinerado sesenta años después.


PERSONAJES
Perón: La horma de su zapato
El aviso llega, puntual, cada seis meses: Don Juan ya gastó las suelas. Es una orden que José Ciollaro (66 años, casado) se apresura a cumplir con su mejor esmero: 15 días después, un empleado de correos madrileño deja en la quinta "11 de Octubre" un paquete de 80 por 26 centímetros. Juan Domingo Perón puede lucir sus zapatos nuevos.
Casi poderoso industrial del calzado, de módica estatura y ojos miopes, Ciollaro no oculta su orgullo por ser "el zapatero de Perón". Con cuatro décadas de experiencia en el ramo, hace 21 años (en 1947) inició el rito de coleccionar a medida los calcos del entonces Presidente: el Sindicato del Calzado decidió un obsequio "de categoría" y él fue el encargado de realizar el pedido. La conformidad del halagado enhebró una relación sólo interrumpida entre 1955-58, años en que Perón trashumó por varios exilios hasta aposentarse en Madrid.
"Don Juan (así venera, curiosamente, Ciollaro a Perón) nunca se ha quejado por mi trabajo", informa el tiracuero. Refugiado en una casona de dos pisos con paredes tapizadas de cajas de zapatos, despliega su artesanía para las mejores casas de Buenos Aires. "Soy un industrial y no puedo hablar mucho", advierte. Es la primera vez que la prensa lo detecta por su famoso cliente; la sorpresa —confesó— lo reconforta, pero no doblega su hostilidad hacia los retratos: se negó rotundamente a ser fotografiado.
Ciollaro pone manos a la obra no bien del Sindicato del Calzado le comunican la orden de hacer el trabajo. "Al general le gustan los zapatos clásicos —explica—, sin firuletes. Cuido mucho que sus deseos no sean traicionados por los alaridos de la moda." Afiliados del gremio se encargan de terminar la obra (cosido, clavado y pegado). En su escritorio, bajo llave, guarda la horma de los pies de Perón, que sólo saca para dedicarse personalmente a la ejecución de la tarea. Su minuciosa pericia lo convirtió también —entre 1948-52— en zapatero de Evita: "Con el calzado de ella tenía que poner todavía más cuidado", recuerda.
Los tres días que tarda en dejar listos los zapatos mantienen en constante tensión a Ciollaro: "Es que se trata de un cliente demasiado especial", cavila. Perón hace saber sus gustos en cada caso, pero invariablemente el color será negro o marrón, y la confección (número 42) tendrá punta afinada y estará bien redondeada en el talón.¿Y el precio? "Fabricarlos cuesta 4 mil pesos el par", informa el industrial-artesano. ¿A cuánto lo vende? "Oiga —se enoja—; al general no puedo cobrarle, se los regalo."

PRIMERA PLANA
25 de junio de 1968

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Jockey Club
Anasagasti frente a la nueva sede del Jockey

La horma del zapato
La horma del líder

 

 

 

 

 

 

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