Miscelánea 1965
Artes plásticas

 

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pie de fotos
-Redescubiertos Goya y Tintoretto: Se non è vero, è ben trovato
-Director Nessi, duro y parejo
-Fénix Vassena y su iglesia de San Ignacio, los atajos del camino

 

 

Museos
Acerca de mudanzas y revoluciones
En otoño, La Plata —capital de la provincia de Buenos Aires— es una ciudad tan silenciosa y solitaria como las que, en Flandes, duermen a la vera de los canales. Se puede caminar largo rato bajo las verdes galerías de los tilos platenses, como si se caminara en un sueño. Pero, lo mismo que en los sueños, detrás de esa calma bullen las sorpresas. Como, por ejemplo, la que asalta al desprevenido transeúnte de la calle 51 (entre 5 y 6): encontrarse frente a un antiguo edificio con aspecto de galpón (que en otros tiempos fue cine), detrás de cuyos muros se esconde la Dirección de Artes Plásticas de la Provincia, sede del Museo Provincial. Por si esta sorpresa fuera poca, la sala reserva una auxiliar: es el recinto de mejor acústica en la ciudad, una caja de resonancia que amplifica hasta los suspiros.
Y la verdad es que si se acumularan los suspiros que el Museo ha hecho exhalar, se obtendría un ciclón. Es una entidad vagabunda, obligada al nomadismo por el capricho y la incomprensión de sucesivos gobiernos: el pintor Emilio Pettoruti, que la dirigió entre 1930 y 1947, consideraba que la primitiva sede (calle 51, al 800) era prácticamente un lugar extramuros, y atribuía a esa distancia el retraimiento del público. Sin embargo, el traslado al Pasaje Rocha, en la zona céntrica, no alteró la indiferencia.
Al ser removido Pettoruti de su cargo ("ya verá cuánto dolor e incomprensión se cosechan en un lugar así", escribió, hace pocos meses, al actual director), el gobierno peronista mandó al Museo a ventilarse en el Parque Derechos de la Ancianidad, de donde lo rescató la revolución de 1955, que lo depositó en el subsuelo del cine San Martín, en una galería del centro; por fin, el 9 de octubre de 1963 ("tres días antes de asumir éste gobierno") las colecciones anclaron en el ex cine con apariencia e incomodidades de galpón. Pero esta historia no es excepcional: es el reiterado destino de las instituciones culturales en la Argentina, defendidas a manotazos contra la incuria por algunos pocos empecinados.

A marcha forzada
La modestia del alojamiento no impide que un haz de notoriedad se haya desplomado sobre el Museo y su actual director, el profesor de historia del arte Ángel Osvaldo Nessi (amigo personal y exegeta de Pettoruti), quien se encuentra al frente del salón platense (y de los museos de Lujan y de Pringles, que de él dependen) desde el 23 de julio del año pasado. Hay varias razones para esa notoriedad: no bien tomó el timón del Museo, Nessi hostigó la creación de una Asociación de Amigos que llenase los baches ocasionados por el magro presupuesto. "Removimos todo el viejo escenario —recuerda— y allí encontramos hasta alfombras para vestir un poco este galpón." Con la primera colecta de la Asociación de Amigos (unos 25 mil pesos) se compró un cortinado que separa el ex escenario, convertido en depósito y reino del restaurador Stringa, de la sala donde se realizan las conferencias.
Pero no sólo un auspicioso asombro descendió sobre Nessi y sus colaboradores: las asociaciones de plásticos, casi unánimemente, se decidieron a boicotear su labor. "Las causas son muy simples —señala Nessi, con una sonrisa que no lo abandona—: decidimos terminar con la digitación que las asociaciones ejercían en los salones provinciales."
Para entender esa afirmación, es necesario conocer previamente el régimen de esos salones: el de Mar del Plata (con participación nacional) y los de La Plata y provincia de Buenos Aires (bienales) contaban, hasta el año pasado, con un curioso sistema de organización de jurados, que daba todo el poder a las asociaciones de plásticos. Eran éstas las encargadas de designarlos: "De este modo —subraya Nessi— se daba la ridícula situación de que el Museo organizaba salones en los que no tenía ni arte ni parte."
La nueva reglamentación —ampliamente resistida— establece que, sobre cinco jurados, sólo 2 serán designados por las sociedades de artistas, igual número por el Museo, y uno por la Escuela Provincial de Bellas Artes.
"El principal favorecido será el Museo —asegura Nessi, paseando una mirada por las ascéticas instalaciones—, que tiene en la actualidad apenas doscientas obras de valor, sobre un total de 2.000 catalogadas. Y no es absurdo que así sea: los buenos plásticos hace rato que habían dejado de enviar sus obras a los salones, donde sabían que serían defraudados."
Infatigable, el profesor Nessi desgrana uno tras otro los proyectos que ha elaborado con sus colaboradoras, para hacer del Museo una entidad viva "donde se sientan todos los climas, menos el de una academia".
Los planes de Nessi pueden resumirse más o menos así:
• Inaugurar, para mediados de este año, un nuevo Museo dependiente del de La Plata, en la ciudad de Lincoln, "que celebra su centenario".
• Organizar la Primera Bienal de Arte Americano de La Plata, con asistencia de pintores de todo el continente, "siempre que podamos contar con fondos como para mandar nuestros propios seleccionadores, ya que no podemos correr el riesgo de que los envíos oficiales sean sólo de consagrados".
• Promover la construcción de un nuevo edificio para el Museo, donde también se alojaría la Comedia Provincial, "que debe tener un mínimo de tres o cuatro plantas, para depósito, talleres, administración, exposiciones, microcine, etc.". Para este proyecto ya se cuenta con el auspicio del Fondo Nacional de las Artes.
Pero no es sólo eso: mientras estos proyectos mayores van tomando forma, el bullicioso grupo de jóvenes pintores que rodea a Nessi dispara continuamente sus ideas. Desde conferencias de Jorge Romero Brest y Jorge Luis Borges hasta una muestra de tallistas de la Isla de Pascua y una revisión de Pettoruti, un ecléctico desfile entra en los programas del Museo para el corriente año. La última manifestación revolucionaria, acaba de producir una conmoción en el tranquilo público platense: comentarios de subido tono y un amago de manifiesto recibieron a la exposición Movimiento Arte Nuevo, inaugurada el 4 de mayo último, que incluía una de las ostentosas muñecas de Pablo Suárez. Para Nessi no fue una novedad: apasionadas y desconocidas manos habían rebautizado ya la escultura La Nave, de Enrique Romano (un volumen compuesto con guardabarros de automóvil, que se exhibía en el hall del Museo), con el título de El Ciruja.

La esperanza
En equilibrio sobre este mar de resentimientos y reacciones, Nessi navega por la felicidad cuando sus fantasías lo acercan a su más demorada esperanza: que el Goya y el Tintoretto, que durmieron durante años indiferentes en los depósitos del Museo, no sean apócrifos. Nessi no quiere pronunciarse aún, pero un brillo de inquietud baila en sus ojos cuando observa el cuadro donado por la señora Sara Wilkinson de Marsengo, en diciembre de 1932, atribuido a don Francisco de Goya y Lucientes. En caracteres cursivos, patinados por el tiempo, el cuadro señala en su parte inferior que se trata del retrato del "quinto nieto de Don Cristóbal Colón, Excmo. señor don Pedro Colón de Toledo Larreátegui y Ángulo", y continúa esperando el peritaje al que el pintor Jorge Larco y el restaurador Juan Corradini (del Museo Nacional de Bellas Artes) habrán de someterlo.
"Si fuesen auténticos —suspira Nessi—, se nos acabarían los problemas." Si no lo son, posiblemente esos problemas a los que Nessi se refiere no concluyan: pero la voluntad para vencerlos, tampoco.

Pintores
Como hacer el retrato del Sol
La demorada voz del hombre emergía y desaparecía, sucesivamente, entre un tumulto de cabezas que se inclinaban para escucharlo. No parecía tener demasiado interés en ser oído por todos, como si el tejido que iban formando sus palabras fuese algo demasiado íntimo, algo que provocaba su pudor antes que su entusiasmo.
Porque, en la noche del lunes 10 de mayo, en la galería Van Riel, el todopoderoso Jorge Romero Brest consideró necesario aclarar que se estaba refiriendo a alguien que había sido "menos que un pintor pero, también, mucho más que un pintor." Cuando el pontífice de la crítica de arte en Buenos Aires hizo esta declaración, un estremecimiento de incomodidad recorrió la sala: la gran cantidad de pintores allí presentes había sentido lo mismo, pocos momentos antes, al recorrer los 34 trabajos de Leonor Vassena que hostigaban las pálidas paredes.
Pero esa impresión de desasosiego y desconcierto no provenía solamente del incidente biográfico de la muerte de la autora: cuando Leonor Vassena murió (un sorpresivo sincope cardíaco, el 16 de agosto de 1964) quienes la conocían ya la ubicaban en esa vaga zona que se reserva a los seres especiales, cuyos contactos con la gracia inquietan a la normalidad.
"Leonor salió de la pintura —recuerda Matilde Rivero (cofundadora, con Vasena y Carmen Gómez Errázuriz. de la galería El Taller, dedicada a difundir la pintura naive)— sin frustraciones y sin culpa: directamente, no la necesitaba más." Así, entregada a una experiencia que no precisaba de manifestaciones, transcurrió casi los últimos cuatro años de su vida. Pocos meses antes de morir volvió a pintar: pero entonces no pintó sino la luz.

El camino
No más de una docena de exposiciones alcanzó a presentar Leonor Vassena de su obra: desde la primera, en la galería Viau, en 1953, hasta la que iba a ser la última, en Guernica, en el año mismo de su muerte. Alcanzaron para que el gobierno de Italia le concediera una beca, en 1958, que ella consumió en la Academia de Brera, en Milán.
Lo demás —todo— fueron sus estudios con Lino Enea Spilimbergo y con Lucio Fontana; las lentas siestas tucumanas en las que aprendió a dibujar seres aislados, a expresar en pintura las calidades del silencio y la densidad de la luz; sus entusiasmos y sus repliegues; esa búsqueda de algo que estaba más allá de la pintura y que ni siquiera su color (misterioso, alucinado) lograba alcanzar. Quizá en la despojada tinta de algunos de sus dibujos —los de la serie El beso—, ese más allá comenzaba a entrar en el mundo cotidiano. Y su propia decisión de buscarlo desde afuera del arte, puede en todo caso lamentarse, pero no discutirse.
La retrospectiva de Van Riel incluye, precisamente, las últimas piezas que pintó Leonor: acaso cumbres de inaccesibles montañas que se han vuelto pura luminosidad; acaso cristales en cuya glacial pureza arde, sin embargo, una llama apasionada. La muestra tiene doble finalidad: rendir a la pintora el homenaje que merecía, y establecer, con el producto de las ventas, un fondo destinado a instaurar el Premio Leonor Vassena, reservado para plásticos jóvenes.
Tal vez, como lo conjetura D. J. Vogelman en uno de los prefacios que encabezan el catálogo de la exposición, "el designio ocultó del Premio Leonor Vassena", no sea sino el de señalar un camino, el de proponer una apertura. Que la pintora (con su curioso rostro triangular, sus, ojos rasgados, su mentón inquisitivo) haya transitado por la plástica en esa dirección, es ya una inquietante sugerencia.
revista primera plana
1965