Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Misceláneas deportivas
1963

por Alberto Laya
PRIMERA PLANA
1963

Historia de un mordisco
"No puedo creer que haya hecho eso. Yo voy al frente. No me tocó. La única trompada que me dio fue en el hombro izquierdo. Me dijeron que tuviese cuidado porque pegaba fuerte al saludar. Entonces le pegué yo cuando vino a darme la mano. Le di un cross de izquierda. Retrocedió. Pensé: «Ya lo tengo. Está conmigo». Poco después erré al lanzar otro cross de izquierda y me caí. Fue la fuerza del envión. El arbitro comenzó a contarme. Pero no había sido caída. Miré a mi rincón sorprendido. Me agarró y no me dejó pegar''. Y ahí se desencadenó el drama. OsCar Natalio Bonavena, 20 años de edad, pIes planos, impaciente, macizo, duro, desenfadado, lanzó el mordIscón fatal. Su adversario, el norteamericano Lee Carr, gritó, Y por primera vez en la historia del boxeo un combate tuvo un desenlace cavernario. No había hachas de piedra, pero una reacción inconsciente fijó la imagen de un troglodita enceguecido. Bonavena había concretado parcialmente el ideal perseguido por todos los reporteros cazadores de noticias. Claro, lo perfecto habría sido, según ese clásico ideal, que un hombre hubiese mordido a un perro, pero con esto ya algo hemos avanzado hacia la obtención de la insólita noticia soñada.
Bonavena, como es lógico, fué castigado. El humor fácil había iniciado ya su juego. Aparecieron los motes —"Mordisquito" Bonavena y "Guau-guau" Bonavena—, pero pronto dentellada y ladrido fueron desalojados por hechos más o menos trascendentes, pero siempre rigurosamente nuevos. La gente, al fin, está enferma de actualidad. Queríamos una versión directa, aun a riesgo de que fuese interesada. Y llegó en la voz del propio Bonavena. Sus 20 años parecen 10. Es simple, directo, repentista. No sabe disimular. Sería demasiado joven para ser cínico. Alguna vez fuimos engañados en nuestro oficio. Tenemos carnet profesional de periodista, pero no el de psicólogo. Antes que sus palabras —por favor, no creer que estamos por colocarnos el tango—, nos convenció su arrepentimiento. "Que me perdonen por haberlos hecho quedar tan mal. No me molesta lo que me dijeron. Tienen razón. Me cargaron. El periodismo es así. Ellos tienen que vivir. A mí me gusta figurar en el diario. Si me llaman «Mordisquito», no me ofendo porque es verdad. Cuando me pegan una trompada me dan ganas de romper el ring."
En pocas palabras —respetadas todas textualmente— está dibujado este Bonavena sincero, sin poses, con expresiones no muy académicas. Si fuese un purista sería un contrasentido. Rompería la lapicera al escribir. Está pleno de fuerza, de salud, de vida estallante. No tiene tiempo para pulirse. Tampoco le interesa. Cuando le sobra un minuto va al cine con su novia —Dora Raffa, 19 años—, que será su señora el jueves próximo. No puede ser más amateur porque le retiraron la licencia. Era lo justo. No lo discute él, no lo discutimos nosotros, no lo discute nadie. Pero uno se queda pensando. Y entonces uno piensa si, además de un físico fuerte, sólido, compacto, no sería urgentemente imprescindible tener una mente lúcida, equilibrada, fría, para no caer alguna vez en la vergüenza de los gestos insensibles. El boxeo es duro. Necesita hombres que piensen poco. DE lo contrario, se quedaría sin actores. Bonavena siguió hablando. Nos mostró sus zapatos de conscripto. No hizo el servicio militar —pies planos—, pero los compró. Con ellos se entrena, hace footing. Nos dolían los píes de sólo imaginarlo saltando y corriendo con esas botas que parecen inventadas por algún pedicuro empeñado en la multiplicación de los callos.
Bonavena tenía que ir al Luna. Entonces se nos ocurrió la última pregunta. ¿Cree en Dios, en algún santo, en alguna virgen? Y la respuesta lo volvió a dejar espiritual-mente en paños menores, tal como es: "Mi virgen es mi vieja, que me da de comer". Se fue. Iba camino del gimnasio, sin el ojo negro, sin los guantes y sin la salida de baño con que a los ocho años, en Carnaval, "me largaron a la calle". Iba detrás de otra cosa. Que lo que busca no le estafe nunca su ilusión. El no tiene la culpa. Quizá la tuvieron —no, esto tampoco es tango— quienes, sin pensarlo, lo disfrazaron de boxeador hace doce años. 
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04-06-1963

¿Por qué volcó Gálvez?
Cien hombres tomados al azar pronunciaron la voz de la calle. Fueron consultados imprevistamente con una pregunta única en todos los casos: "¿Debe seguir corriendo Oscar Gálvez?" Una abrumadora mayoría —91— se expidió rotundamente: ¡No! El resto —coincidencia sorprendente— respondió con un interrogante: "¿Por qué no debe seguir corriendo?" El desacuerdo estaba planteado, pero, pese a él, no hubo ninguno de esos hombres que no hubiese puesto, al margen ya de la encuesta, el sentimiento admirativo que suelen despertar los auténticos ídolos. Oscar Alfredo Gálvez —50 años de edad, 26 años de automovilismo— inquietó con sus dos vuelcos recientes: Vuelta de La Pampa y Vuelta de Junín. A muchos les costaba admitir que uno de los pilotos con mayor habilidad conductiva del mundo pudiera atravesar por tan peligrosos trances. A muy pocos se les ocurrió pensar, en cambio, que las carreras son un riesgo calculado y que un vuelco, aparte de ser un accidente, es un clásico gaje del oficio.
"¡Son todos unos tarados! —estalló Oscar Gálvez—. Mi vida está en el camino. ¿Cómo se animan a creer que tengo que dejar de correr? Porque volqué dos veces piensan que ya no sé manejar. Ya van a ver; el día que gane una carrera todos esos dirán que Oscar es un genio. ¿Quiere decirme qué hago si no corro? Las carreras son mi sangre..." Sí; el automovilismo es para Oscar Gálvez un dulce veneno. Canoso, menos pelo, más arrugas, gesticulante como siempre, sigue poseyendo el secreto de una salud física envidiable. Habla con ritmo de ametralladora. Es una catarata verbal. Sólo en las fugaces pausas de ese alud se me ocurrió descubrir a un Gálvez espiritualmente preocupado por un año que en muchos sentidos no fue con él muy generosamente condescendiente. Allí apareció como un pantallazo depresivo, la otra cara de Gálvez, la cara íntima de un hombre al que horroriza el silencio y que de pronto, al quedarse a solas consigo mismo, dio la impresión de componer la imagen de una madurez anímicamente mordida.
"Yo nunca fui hincha de Oscar. Ahora sí lo soy. Hay que ayudarlo", expresó Santiago Lujan Saigós, el corredor- camionero-millonario - campesino de los pagos de Areco. Unió la actividad a las palabras y le ofreció a Oscar Gálvez un coche para reemplazar la perfilada creación mecánica destrozada en Junín. Bello gesto, Saigós. Los corredores verdaderos, los que no tapan caminos y no vacilan en perder una clasificación sobresaliente por socorrer a un colega caído, sienten un religioso respeto por este "Aguilucho" con las alas lastimadas. Saben que difícilmente otro pueda llegar a ocupar esa altura legendaria que Oscar Gálvez escaló con su diabólico dominio de los caminos imposibles. Todos están con él porque, a fuerza de ser un símbolo, nadie como él podría decir con mayor razón: "El automovilismo soy yo".
"No, no es una cuestión de vista. Veo perfectamente bien. Estoy como siempre. Todos los días hago gimnasia. No bebo. No fumo. No trasnocho. No me tiembla el pulso. Estoy fenómeno. Lo que me pasó le puede pasar a cualquiera. El viento me desacomodó el auto. Iba fenómeno." Parecía un colegial tratando de justificar un aplazo. En su cascada oral se había olvidado de pensar que el tiempo es el implacable destructor de los sueños. Los que lo quieren, los que lo admiran, quisieran decirle: "¡Basta, Oscar!" Pero no se animan. Adivinan su estallido. Presienten ese "no seas tarado" y se contienen. Saber retirarse a tiempo es, sin duda, virtud de unos pocos. Esperar el momento propicio, "el instante de las furias aplacadas", es condición de los pacientes. La pasión tiene a veces deplorables gradaciones de desenfreno. Esperemos, naturalmente, que los exitistas vuelvan a llamarlo genio. Pero que recuerde él también que la gloria exige a veces un precio demasiado alto por mantenerse en la cumbre de su resbaladizo portal.
3 de setiembre de 1963
PRIMERA PLANA

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Alberto Laya
El periodista Alberto Laya

 

 

 

 

 

 

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