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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


El valiente coronel Mariano Espina, cuya condena a muerte por una corte militar, en los dramáticos sucesos de 1893, fué la razón determinante de que por primera vez fuesen admitidas las mujeres en el recinto del Congreso

Hace 61años, por primera vez, las damas entraron en el Congreso Nacional

Las damas entraron en el Congreso
Iban a pedir por la vida de un condenado a muerte: el coronel Mariano Espina, sublevado con Leandro N. Alem contra el gobierno de la Nación
En un debate en el que intervinieron los prohombres de la época, se reconoció el derecho de las mujeres a presenciar las sesiones de las Cámaras.

Por ALBERTO REYNA
Revista Mundo Argentino
1954


Benito Villanueva, presente en la sesiòn de 1893

Joaquin V. Gonzalez formaba parte del
 Congreso durante el debate

Carmen Marcó del Pont de Rodríguez Larreta

Josefina Mitre de Caprile, Carmen
 Avellaneda de Goyena, Dolores
 Avellaneda de Viale y Leonor Quirno
 costa de Terry

 

 

 

A fines del siglo pasado ocupaban las bancas del viejo Congreso, valiosa reliquia que se conserva en el "hall" del nuevo edificio del Banco Hipotecario Nacional, en la esquina de Hipólito Irigoyen y Balcarce, los hombres más eminentes de la República, integrantes de aquella generación de ilustres surgida durante la organización definitiva de la Nación. Pero aquella corporación de doctos se vio turbada y conmovida en su sesión del 29 de septiembre de 1893 por un hecho insólito y completamente inesperado: la presencia de un grupo de damas que quería entrar en la barra de la Cámara de Diputados.
Ni las interpelaciones a ministros del Poder Ejecutivo, ni los torneos del talento, ni las violencias revolucionarias, causaron nunca semejante escándalo en tan ilustres y preclaros varones. Algo asi como si el diablo hubiera llamado a la puerta.
Nunca se había dado el caso, es verdad. Las mujeres no habían manifestado jamás su interés por las cosas políticas y los negocios públicos, que pertenecían por entero a los hombres. Pero esta vez... 
La Cámara estaba integrada, en 1893, por hombres como el doctor Federico Alcobendas, que era su presidente; por Figueroa Alcorta, único argentino que presidió los tres poderes, como vicepresidente y presidente del Senado, presidente de la República y presidente de la Corte Suprema de Justicia; por el doctor Antonio Bermejo, que fuera después presidente de esta última institución; por don Luis García, después gobernador de Buenos Aires; por el general Manuel J. Campos; por Joaquín V. González, que iniciaba su extraordinaria carrera política; por Pascual Beracochea, Agustín Alvarez, Manuel Gálvez, Urbano de Iriondo, Tristán M. Almada. Benito Villanueva, Vicente Villamayor, Osvaldo Magnasco, Lucio Vicente López, Lucas Ayarragaray, Rafael Castillo, Torcuato Gilbert, Manuel B. Gonnet, Bonifacio Lastra, Hilario Lagos, Marcos Paz, Héctor Quesada, Rodríguez Jurado, Rufino Varela y tantos otros cuyos nombres han entrado en nuestra historia.
Las pasiones políticas estaban al rojo en ese año crítico de 1893, año de revoluciones, de cambios en el gobierno, de dificultades económicas. Y en ese ambiente dramático se les ocurre de pronto a las damas ir a llamar a la puerta del recinto parlamentario. El asunto era por demás novedoso e insospechado y originó toda una revolución en la Cámara que bien puede tomarse como la primera conquista política de la mujer argentina. Dio lugar a un debate verdaderamente histórico, cuyos pormenores relata el doctor Dardo Corvalán Mendilaharzu en una nota dirigida al Congreso en evocación de aquel extraño episodio, por lo desacostumbrado.
El comisario de la Cámara no permitía a las damas pasar a la barra, como lo hacían los hombres. El presidente Alcobendas sostiene que ni el reglamento ni ley alguna autoriza a las damas para entrar en la barra.
Los diputados se oponen a este criterio. "La barra es para el público sin excepción alguna." Nada hay, tampoco, que impida el acceso a las señoras. Osvaldo Magnasco expresa:
—Ni la Constitución, que dice que nadie será obligado a hacer lo que la ley no manda ni privado de hacer lo que la ley no prohibe.
El debate se torna confuso. Nadie se entiende ya. Aquellos ilustres varones que han terciado en tantos debates e interpelaciones sensacionales se están enredando en una cuestión tan simple.
El cordobés Olmedo ya está sosteniendo: "No tiene el Congreso sino que ganar con la presencia en el recinto de las cultas damas que constituyen el orgullo de nuestra sociedad". Rufino Varela se impacienta. Pide que se nombre una comisión o se faculte a la presidencia para que se informe sobre lo quieren las señoras, pero en la sala de espera. Olmedo insiste: "Tienen las damas el derecho consagrado no solamente por nuestras leyes, sino por la cultura que ha adquirido ya nuestra sociedad. En Londres, París, Viena. donde hay Parlamentos cultos, las damas tienen sus sitiales reservados".
—Que se permita la entrada a las damas a la barra hoy y siempre —dice Héctor Quesada.
Nada se opone a que las señoras entren en la barra. Pero los diputados no se ponen de acuerdo. Y las cosas se complican cada vez más.
Y las damas, firmes, en las antesalas, esperan confiadas en el sano juicio de los padres de la patria, que no tienen motivos para ofuscarse de esta manera o ahogarse en un vaso de agua. Ellas esperan. Y sabido es que cuando las mujeres se proponen algo... lo consiguen. 

UNA MISIÓN PIADOSA
Dejemos a los diputados en sus discusiones y veamos quiénes son estas damas y qué es lo que se proponen con tanto celo como para haberse arriesgado a llamar a las puertas del famoso recinto.
No comprenden ellas, ni lo comprendemos nosotros tampoco, cómo era posible que los diputados se enredaran por tanto tiempo en cuestiones de orden jurídico, cuando el momento era intensamente dramático y la pérdida de todo minuto causaba angustia en el país.
Los acontecimientos eran graves y la tranquilidad se había perdido. El 25 de septiembre había estallado en Buenos Aires y en las provincias una revolución. Los jefes revolucionarios visibles eran Hipólito Irigoyen en Buenos Aires y el doctor Leandro N. Alem, que dirigía las acciones en Rosario. Y precisamente en Rosario era donde más seria se presentaba la situación. El barco de guerra "Los Andes" se había plegado al movimiento revolucionario. Quedaban dos unidades leales al gobierno en el mismo puerto. A Rosario convergen cuerpos de ejército para sofocar el movimiento desde Buenos Aires y del interior. Allí están, al servicio del gobierno, el general Julio Argentino Roca y el doctor Carlos Pellegrini, siendo el responsable de todas las acciones oficiales en esa base el general Francisco Bosch, quien cumple las órdenes de tomar preso a Alem. Cuando ya el caudillo radical está en la comisaría, el general Bosch, caballeresco, va a visitarlo y a ponerse a sus órdenes como amigo. Ha cumplido como militar al detenerlo y ahora cumple como caballero al ir a saludar a su enemigo derrotado.
Un consejo de guerra juzga sumariamente al coronel Mariano Espina, el bravo Espina, descendiente de una familia que había hecho culto del coraje, condenándolo a muerte, por haberse sublevado en Rosario.
Estamos a 29 de septiembre. El presidente de la Nación, doctor Luis Sáenz Peña, acaba de firmar el cúmplase a la sentencia y pronto el coronel Espina será ejecutado. El suceso toma un cariz internacional. En Montevideo se forman manifestaciones públicas exigiendo que el presidente Herrera se dirija al presidente argentino pidiéndole por la vida del coronel Espina. El presidente de Chile se dirige también a Sáenz Peña. Es una expresión de solidaridad magnífica de los pueblos vecinos al nuestro. En la plaza de Mayo se congregan multitudes.
Las damas que están en antesalas del Congreso, en Buenos Aires, han elevado una nota a Sáenz Peña, en la que le solicitan "que ejerza, en obsequio a nuestro ruego, la prerrogativa más alta y más noble del jefe de Estado: la de perdonar. Justicia ha sido hecha, puesto que hay una sentencia de muerte..., pero nosotras venimos a pedir gracia. Gracia que afirma más la autoridad suprema que todos los actos de rigor".
Esta es la situación. ¿Y los diputados no se dan cuenta de que la ansiedad pública está jugando su carrera con el tiempo, de que unas horas de demora tornará inútil toda gestión?
Pero lo grandioso, lo hermosamente noble, en ese momento dramático de la vida argentina, es que las damas peticionantes no son las esposas o las hijas de las víctimas o posibles víctimas, sino las esposas o las hijas o las hermanas de los hombres del gobierno, de los generales que están en Rosario detrás de los cañones para sofocar el movimiento revolucionario, o en el Ministerio de Guerra, como el general Luis María Campos. Esto es lo glorioso de esta actitud nobilísima. Las mujeres de los vencedores piden clemencia para los vencidos, piden que se conmute la pena al sentenciado a muerte.
¿Quiénes eran esas damas? Digamos sus nombres, que merecen admiración y que se las guarde para siempre en la memoria de los argentinos.
Allí están Ana Urquiza, hija del general Justo José de Urquiza, esposa del general y abogado doctor Benjamín Victorica y presidenta de las Damas de Misericordia; Josefina Mitre de Caprile, hija del general Mitre y presidenta de las Damas de Dolores, vieja institución de Belgrano que aún subsiste como una tradición familiar; Etelvina C. Sala, presidenta de la Sociedad de Beneficencia; Leonor Quirno de Terry, esposa del famoso hombre público argentino doctor José A. Terry; Carolina Lagos de Pellegrini, esposa del doctor Carlos Pellegrini, que está en la sofocación de la revolución en Rosario; Dolores Avellaneda de Viale, hija del presidente Nicolás Avellaneda; Dolores Lavalle de Lavalle, hija del general Juan Lavalle, presidenta de la Cruz Roja Argentina; Isabel A. de Elortondo, presidenta de la Conferencia de San Vicente de Paúl; J. Leloir de Udaondo, esposa del doctor Guillermo Udaondo, gobernador de Buenos Aires y una de las grandes figuras del país; Dolores Anchorena de Elortondo, hermana de don Joaquín de Anchorena, que vive todavía su distinguida ancianidad; Cruz Victorica de Paz; Carmen de Rodríguez Larreta, Angélica de Mitre; Carmen Rodríguez de Marcó del Pont, aquella señora que se salvó del naufragio del "América" gracias al sacrificio de Viale; Carmen Avellaneda de Goyena, esposa del doctor Pedro Goyena; Celina Hueyo de Estrada; Ana Pellegrini de Galeano; Justa Cané de Dimé; Josefina Unzué de Zemborain; Elsa Funes de Roca, esposa del general Julio Argentino Roca, jefe de uno de los regimientos que someten a los revolucionarios en Rosario.
Estas son las señoras que llaman a las puertas del Congreso pidiendo gracia para salvar la vida de un argentino condenado a muerte y enemigo circunstancial de los hombres de gobierno a los que ellas están ligadas.

DISCUSIÓN INCONDUCENTE
Después de una larga discusión entre los eminentes diputados, varios de ellos tratadistas de la Constitución y maestros famosos en Derecho, se resuelve permitir el acceso a las señoras a la barra. Una tremenda batalla parlamentaria ha sido librada en varias horas. Al fin se vota, se aprueba y se aplaude el consentimiento.
Inmediatamente después, un grupo de señoras entra y ocupa la galería de la barra en medio de general expectativa.
El presidente ordena que se reanude la sesión. Pero aquí no han terminado las cosas. El presidente les juega una pasada que los diputados no esperaban, desde luego. Alcobendas dice que continúa la sesión con la discusión de las concesiones telegráficas y telefónicas...
Los diputados se quedan helados, y las damas por consiguiente. No han ido a oír el debate sobre concesiones. Llevan una misión piadosa para plantear a la Cámara. Protesta Beracochea. Un simple deber de cortesía obliga a oír a las señoras inmediatamente. Nuevas discusiones. El doctor Antonio Bermejo informa que las señoras presentes en la barra solicitan que la Cámara se adhiera al movimiento de opinión existente para pedir al presidente de la Nación, Luis Sáenz Peña, por la vida del coronel Mariano Espina, que está preso en la Penitenciaria Nacional, en Buenos Aires.
Se decide un cuarto intermedio para que el presidente de la Cámara hable con las damas. Asi se hace. Se reanuda la sesión, pero esta vez para nuevas complicaciones. El presidente informa que las damas se interesan en la conmutación de la pena de muerte que recaiga sobre cualquiera de los reos militares.
Pero el inocente y generoso pedido que llevan desencadena un intenso debate, que ellas, desconocedoras de las leyes, están muy lejos de suponer. Y ahora están presenciando el alborotado remolino que origina entre juristas el pedido que ellas hacen. Algunos diputados se precipitan. Tapia pide que la Cámara se ponga de pie en asentimiento al pedido. Bermejo pide una comisión de cinco diputados para que acompañe a las damas hasta el presidente Sáenz Peña. Habla de clemencia, de la tradición argentina, ya que la vida del vencido es sagrada e inviolable. Otros manifiestan que están conmovidos, pero que no tienen facultades constitucionales. Rufino Varela y Bermejo se ponen de acuerdo para que se redacte una minuta de comunicación. Lastra se opone. Está bien que se pida por Espina, ya juzgado por la justicia, pero no generalizar el caso, porque entonces se invadiría la jurisdicción de otro Poder.
Se mociona para que la Cámara suspenda la sesión para que los diputados, individualmente, adhieran al movimiento, pero no como Cámara.
Magnasco, con fino sentido jurídico, se pronuncia por una fórmula más expresiva: que se redacte la comunicación. Acentúa que está de por medio la vida de un hombre y que hay que poner en práctica un sentimiento humanitario en donde todo es solemne, todo es excepcional, porque no será éste el caso de presentar a las pasiones políticas el cuerpo ensangrentado de un hombre, por culpas que no son de él solo, sino que son comunes, porque son errores que nos corresponden a todos. (La barra se agita, se manifiesta, y es llamada al orden por el presidente.)
Hablaron todavía otros oradores ponderando la presencia de las damas en el recinto, pero sin votar la comunicación amplia.
El debate había conservado la altura y la dignidad acostumbradas, pero nunca falta un roto para un descosido, como se dice vulgarmente. Esta vez fué el diputado Andrónico Castro quien se sintió molesto por la actitud de la barra, que oyó sus palabras entre risas y subidos, como anota la versión taquigráfica. Castro expresó:
—Sí, señor; aun cuando supiera que podría salvarlos, preferiría mi muerte antes que faltar a los deberes. (Risas y silbidos en la barra.)
Continúa la mofa. El diputado se pierde y olvida completamente la presencia de las damas, esta inusitada y primera visita que constituiría un hecho histórico, y enfrentando a la barra le gritó:
—Sigan silbando no más, atorrantes, vagos... (Más risas y más silbidos. El presidente agitó la campanilla repetidamente.) Y con esto terminó la sesión del 29 de septiembre de 1893. Fué aprobada la minuta de comunicación. La mujer argentina había ganado una gran batalla campeando por su derecho de sentarse en la barra del recinto parlamentario con el mismo derecho que los hombres.
En aquel tiempo fué difícil, y la sola presencia de las mujeres en el Congreso originó un debate tremendo, que hemos seguido en su desarrollo para que las generaciones de hoy conozcan este episodio histórico, primer jalón en la lucha sostenida por la mujer argentina por conseguir su puesto en la responsabilidad común.