Los primeros 70 años del león
Juan José Castro

 

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La respiración del mar no podía nada contra el cielo calcinado de calor, en aquel mediodía de diciembre de 1964. Un hombre alto, corpulento, de anteojos, subió del brazo de su mujer a un DC 6 de Aerolíneas Argentinas, y pocos minutos después miraba desde el aire la pista del aeropuerto del Galeáo, en Río de Janeiro, mientras acortaba distancias rumbo a Buenos Aires. El hombre de anteojos ignoraba que allá abajo, en el edificio mordido por el verano, sudaba sus frustraciones el personaje político que lo había obligado a exiliarse de la Argentina, en diciembre de 1945. Nueve años después, el juego invertía sus piezas: Juan Domingo Perón debía regresar, derrotado, a Europa, y Juan José Castro desembarcaba triunfalmente en Ezeiza.
Pero el tiempo también había mellado a Castro —un hombrón sólido como una piedra, capaz de mantener en vilo a una orquesta sinfónica íntegra, durante horas, con la sola virtud de su energía—; por dos veces en escaso tiempo, su cerebro había conocido el fogonazo del derrame. La primera vez fue el 2 de junio de 1964, mientras hacía un intervalo entre dos ejecuciones para el Festival Casáis, en San Juan de Puerto Rico. Ya repuesto, en octubre de ese año asistió a un concierto en el San Martín, donde Antonio de Raco interpretaba sus Tangos (1941); dos días después, al salir de la casa de su amiga Victoria Ocampo, en San Isidro, el ataque se repitió.

El serrucho y la barba
Es difícil, sin embargo, que la enfermedad derribe a este descendiente de gallegos, cuya tozudez ha sido siempre pareja con sus dones musicales. La música es una tradición de familia: el padre, Juan José, era violoncelista y luthier; los hermanos, José María (el mayor, ya fallecido) y Washington (el menor), también se consagraron a los sonidos. Cuando Juan José —nacido en Avellaneda, el 7 de marzo de 1895— vio que la Beca Europa, que el gobierno argentino le concedió en 1916, no se concretaba, se fue por su cuenta a París, en 1920, con su primera mujer. Allí acompañó, en violín o en piano, la proyección de films mudos, y tocó en los cafés; el resto del tiempo estudiaba en la Schola Cantorum, con Edouard Risler en piano, con Vincent d'Indy en composición.
"Juan José no es un hombre adusto, aunque a veces lo parezca." Es Raka, su mujer, quien habla; ahora debe hablar por ella y por su marido, no porque Castro esté impedido de hacerlo sino porque Raka (Raquel, hija del músico argentino Julián Aguirre y de la majestuosa Margarita del Ponte) ha asumido voluntariamente esa tarea de intérprete, como desde que se unió a Juan José —hace 33 años— fue su secretaria, su chofer, la organizadora de sus giras, la encargada de allanarle dificultades, grandes o mínimas. Con el humor que es una de sus constantes, recuerda que Juan José pudo serruchar diariamente, y en secreto, el bastón de un compañero de orquesta, para convencerlo de que a los 60 años estaba creciendo de nuevo; o bien, desafinar intencionalmente, mientras tocaba el violín en una agrupación dirigida por Ernest Ansermet, y dirigir furtivas miradas a su compañero de la derecha para asegurar al barbado conductor de que allí estaba el error.
La barba de Ansermet aparece mezclada con frecuencia a la vida de Juan José Castro. Está en aquel momento de 1924 en que el jurado de la Asociación del Profesorado Orquestal, presidido por el músico francés, premia el poema sinfónico En el jardín de los muertos, del argentino que entonces estudiaba en París. Está, un año después (el del regreso de Castro a Buenos Aires), al frente de la orquesta que estrena otra composición de Juan José laureada por la A.P.O., 'A una madre', Está en una conmovida declaración, donde Ansermet afirma que sus temporadas en Buenos Aires son inolvidables, y que en ellas el rostro de Castro "ocupa un lugar particular porque está vinculado al origen de mi actividad en la Argentina y siempre la ha acompañado".

Personas en la sala
Otros nombres ilustres surgen al azar de la evocación: Federico García Lorca, íntimo amigo del compositor, a quien inspiró dos óperas, La zapatera prodigiosa (1943) y Bodas de sangre (1952); el menudo Manuel de Falla, con quien anudó una vinculación que el contraste físico entre ambos parecía ahondar; Igor Strawinsky, de quien en 1931 estrenó, en el Colón, la versión escénica de La consagración de la primavera; Arturo Toscanini, que en 1941 lo invitó a dirigir tres conciertos con la sinfónica de la N.B.C., de Nueva York.
Los compositores, los directores, los concertistas, los cantantes, alternan en el mazo de recuerdos con literatos, pintores, dramaturgos: es sobre una pieza de Ornar Del Cario, Proserpina y el extranjero, que Castro escribe la ópera homónima, ganadora unánime del Premio Verdi, en 1952, por decisión de un jurado que forman Strawinsky, Víctor de Sabata, Giorgio Ghedini, Guido Cantelli, Arthur Honegger, Arrigo Pedrolio y Luigi Ronga. En los cuatro salones de la casa del músico, en la calle Anchorena, se acumulan tallas coloniales, iconos yugoslavos, cuadros de Goya, Figari, Giulio Romano, Solimena, Picasso, Torres García, Basaldúa, Victorica; terracotas, manuscritos y autógrafos de colegas; recuerdos de dieciocho países donde agitó la batuta que por primera vez empuñó en público en 1928, y que ha llevado —con el nombre de la Argentina— por Europa, toda América y Oceanía. En Australia vivió dos años y condujo 105 de los 672 conciertos que ha desgranado a lo largo de 32 años de actividad.

El retorno enamorado
Ahora, a pocos días de cumplir 70 años, Juan José Castro desdeña la silla de ruedas y se pasea, con piernas aún débiles, por su casa. Está empeñado en recuperar la total flexibilidad de su palabra (cuando el primer ataque, en Puerto Rico, olvidó el español y sólo pudo tartajear el inglés), con la misma porfía con que su pelo renegrido rechazó siempre las canas, qué sólo en los últimos tiempos han aflorado apenas, en las sienes. También eh la primera convalecencia, en la isla del Caribe, se ejercitaba empeñosamente en el violín, para no perder la agilidad de las manos, de los brazos. Era, también, como un retorno enamorado al instrumento que inauguró sus fervores. Precisamente, como un regalo de cumpleaños que llegará con un mes escaso de demora, Igor Strawinsky estrenará en abril próximo, en Nueva York, el Concierto para violín y orquesta, la composición número 77 de Juan José Castro. Es impredecible si la pelambre leonina de Castro volverá a tremolar sobre los podios de todo el mundo; pero no se esfumará la impronta que su personalidad ha dejado sobre toda una época de la música argentina. 
2 de marzo de 1965
PRIMERA PLANA