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pie de fotos
-Francini-Stamponi, tangos transformados en música
-Abalos y su trío, folklore con guitarra eléctrica
-Villegas, varios músicos juntos
-Salgán, dos cajas de resonancia
-Troilo, ¿trance o simulación?
-Astor Piazzolla
fotos de Jaime González Cociña y Eduardo Comesaña

 

 

El teclado es, apenas, un punto de referencia. Sus dedos lo rozan, lo castigan o lo ignoran. Sus brazos y sus piernas son, de pronto, un remolino furioso y, de pronto, aspas interminablemente detenidas. Muchos de los gestos de ese hombre grande que ha pasado el medio siglo de vida son ridículos, extravagantes, sin sentido para cualquier espectador cuerdo. Pero no hay espectadores cuerdos allí donde Enrique Villegas recita —con el piano o con las palabras, no importa, el lenguaje no importa— una música , personal, gozosa, que vale la pena. Una feligresía de cien personas cree que también vale la pena, esa noche, apartarse de la televisión, dejar la rutina, abandonar las charlas prácticas para oír algo que ni siquiera es música clásica. Al otro día, otros cien; los viernes y los sábados, muchos más, sin contar los que se quedan, en la calle, sin poder entrar.
También vale la pena comulgar con Astor Piazzolla o con Horacio Salgan, o con el chico Saravia, que dice que lo que él canta no es folklore. Es una aclaración innecesaria, porque ya Piazzolla no se preocupa por reivindicar el rótulo de tango para sus composiciones. Todos ellos se preocupan sólo por rescatar la mejor música popular, partiendo del jazz, del folklore o del tango: pero sólo partiendo de ellos, modificándolos, mejorándolos, con recursos que los creadores de esos géneros no imaginaron.
Mientras Villegas toca en el '676', Horacio Salgan y Adolfo Abalos, que esperan ( su turno, se encuentran en un rincón y se entienden: "¿Te acordes de aquella locura?" La 'locura' era un ritmo que inventó Salgan a principios de 1963, una especie de tango rítmico en el que Abalos se complicó golpeando un bombo; el 'balanceo'. Se trataba, como decía Salgan entonces, de tender un puente hacia la juventud que prefería el twist o el cha-cha-cha, de arrimarlos a la música argentina. Un propósito demasiado pragmático para ser cierto: de lo que se trataba, en realidad, era de innovar, de experimentar.
Diez años antes, lo había hecho Astor Piazzolla, con una excusa parecida: inventó el Tanguango, un supuesto nuevo ritmo para toda orquesta que sólo grabaron dos —la típica de Aníbal Troilo y la jazz Cotton Pickers, de Ahmed Rattip—, curiosamente en el mismo sello de discos que acogió a la orquesta de Piazzolla. Experimentar es imperativo para los pontífices de la noche porteña, y pagan por ello un precio, el de la indiferencia de los sectores más. amplios de público. También Villegas experimentó con la música folklórica antes de dedicarse con exclusividad al jazz; y después de un éxito fugaz en USA con su longplay Very, very, Villegas, conoció el rechazo: "No tiene estilo propio. Toca como todos los pianistas." Para entonces, la revista especializada argentina Jazz Magazine había dado otro veredicto: "En realidad, Villegas toca el piano como si estuviera tocando todos los instrumentos de una orquesta."
El '676' —lugar que alberga a la mayoría de los iconoclastas— es un local de escasos cien metros cuadrados, donde los músicos no tienen más que un rectángulo para apeñuscarse; en la media luz apenas se divisan los cuatro grabados de Berni, que interrumpen las paredes. Después de algún tiempo, entre el público de snobs y fanáticos se han colado auténticos melómanos, y un concurso de curiosos en el que militan los turistas norteamericanos; las mesas ya tienen un programa bilingüe, y en inglés se subraya que se trata de un lugar diferente (Different in a way the most people prefer). Los precios todavía se consignan en español: bebidas nacionales, desde Coca Cola a whisky, 300 pesos; bebidas importadas, 400; champaña nacional, 2.000, y champaña importada, 5.000.
El 676 es, por otra parte, el único santuario en que conviven, sin agredirse, los tres géneros que de alguna manera disputan la primacía en el gesto de Buenos Aires: la música segregada por la propia ciudad, el tango; la vertiente del interior, el folklore; y la corriente más ancha todavía de la música internacional que esconde al jazz, su forma más valedera, en una funda de pringosas danzas pasatistas. Cada uno de esos géneros tiene sus santuarios exclusivos.
Comenzó siendo un mal negocio como restaurante, y ahora comienza a rehabilitarse como local para beber y escuchar música; es el nuevo santuario del tango, y se llama 'Caño 14'. Hasta ciento veinte personas pueden entrar allí en una noche, para dejar (los precios son similares a los del 676) 65.000 a 70.000 pesos en total y escuchar a tres conjuntos de cámara del tango: el cuarteto de Aníbal Troilo (con Roberto Grela, en guitarra), el dúo que componen el pianista Héctor Stamponi y el violinista Enrique Mario Francini, y el que integran Horacio Salgan con el guitarrista Ubaldo D'Elío.
Casi todos ellos tocaban antes en orquestas típicas grandes, de ocho o más músicos, con las que también animaban bailes; ahora las orquestas grandes se forman sólo ocasionalmente para atender a algún contrato de televisión o de radio. Para el ensortijado Salgan, que nunca llegó a arrastrar multitudes, la orquesta grande fue casi siempre una quimera: no podía mantenerla, porque sus arreglos eran muy complejos y requerían los ejecutantes más caros. Con Francini, D'Elío, Pedro Láurenz y un contrabajista, montó el Quinteto Real y cosechó sucesos. Pero ese núcleo también se dividió hasta llegar al sistema de los dúos. Salgan es, en estos días, el músico más ajetreado, porque desde la semana anterior releva al inminente viajero Astor Piazzolla en el 676, sin dejar su fortaleza de Caño 14.
En el campo del jazz, los viejos santuarios sucumbieron a lo largo de los últimos años: el Hot Club dejó de realizar sus jam-session en el teatro La Máscara; el Bob Club no volvió a frecuentar el teatrillo de la YMCA. Los night club Jamaica y King's buscaron otras evasiones musicales. Junto con la falta de templos, se vivió un proceso de éxodo: hacia Europa, primero el contrabajista Galeazzi y después el saxofonista Leandro "Gato" Barbieri; hacia USA, siguiendo las huellas del legendario director y arreglador Dante Varela, los pianistas Boris "Lalo" Schiffrin y Enrique Villegas, éste con pasaje de regreso.
Otra forma de migración, interna, encaminó los pasos del saxo y clarinetista Marito Cosentino a la música culta, y de Bubby Lavecchia, Horacio "Pocho" Gatti y Horacio Malvicino, hacia la dirección de orquestas estables en los canales de televisión. Malvicino teme ahora retornar a las "pizzas" de jazz, porque no está seguro de sentirse otra vez en clima. Su reciente fracaso como autor de comedia musical, en Locos de Verano, le ha señalado otra limitación.
Pero nada se pierde, sino que se transforma, cuando hay algo de genuino; el jazz puro, en su forma tradicional (Hot) o moderna (be-bop, cool), está destinado a encontrar, tarde o temprano, refugios y adictos, como los que ahora albergan, en San Pablo, Brasil, a los restos de la Bossa nova, convertidos en samba-jazz. Una trinchera sofisticada está instalada en el restaurante Moustache, de Martínez, donde el piloso propietario Christian Kellens, enarbola su trombón a vara y dialoga con el pianista Jorge Navarro; Chicote Jazz, ante la puerta del Hipódromo de Palermo, y la confitería. Sí, a media cuadra de Mendoza y Cabildo, combinan con beneplácito de su clientela jazz, bocados y tragos. Sin intermediarios gastronómicos, el teatro del Instituto de Arte Moderno abre sus puertas una vez a la semana (los lunes, claro) a los fans y les deja saborear los glisandos del trombonista "Bicho" Casalla o los enervantes solos de Rubén Barbieri.
En los santuarios del folklore parece bastante más difícil separar la música de la gastronomía; las empanadas resultan tan necesarias como las guitarras o las cajas. Los golpes de originalidad pueden consistir en la temporaria separación de los hermanos Abalos (Adolfo) para comandar un trío de
piano, bombo y guitarra eléctrica, o en el reservado método de admisión de La Tribu, donde, para que se franquee la puerta, es preciso dar el santo y seña de un nombre conocido; dentro, la expectativa se concentra en un cuarteto de voces disonantes que cantan algo ligeramente emparentado con el folklore: los Huanca Hua. Es posible que nunca los echen de allí, porque el local es de sus progenitores, los esposos Farías Gómez. El esposo, don Enrique, es el encargado de que nadie levante la voz cuando cantan sus retoños.
Tocar música en los lugares nocturnos no enriquece a nadie; un violinista de la Orquesta Sinfónica Municipal cobra sólo 1.000 pesos por noche por desgranar tangos: no es un caso hipotético, es lo que sucede con Enrique Mario Francini. Pero la comprensión de un público que trepa desde las formas más bastardas de la música popular hasta las más evolucionadas puede ser una compensación razonable. Villegas también habla de eso: "Hay dos clases de músicos, los que tratan de hacerlo cada vez mejor, hasta un segundo antes de morirse, y los que tocan perfectamente mal con gran éxito." El éxito masivo no es para Villegas ni para Piazzolla (la única vez que tocaron algo juntos, recurrieron a una partitura de música clásica), ni para Salgan, ni para Francini. Piazzolla dijo una vez, ingenuamente, que si sus tangos todavía no se silban por las calles "es porque no les llegó el tiempo". Sus tangos no, se silban porque son difíciles de memorizar; se silban, en cambio, las melodías que se agotan en cuatro compases y penetran por repetición desde las radios y los televisores, donde se entroniza la música fácil.

La feria de las vanidades
En ese plano de exigencias menores, giran otros ritmos y otros nombres. Son los que se adueñan de la fama, del dinero y de la histeria, pero casi siempre por instantes fugaces, aunque se midan en años. El disco, la radio y la televisión tienen ídolos propios: cantantes nuevaoleros, que pivotean sobre la psicosis colectiva y pertenecen menos al campo de la música que al de la publicidad; veteranos directores de orquesta que repiten sus monótonas interpretaciones para una generación que los añora. En esta selva de éxitos populares, poco tienen que hacer los Piazzolla, los Salgan y los Villegas.
Leo Dan, un santiagueño a quien el presidente Illía dedicó una de sus audiencias, arrebató en octubre de 1964 el record de liquidaciones practicadas por la Sociedad de Autores y Compositores de Música: 2.400.000 pesos. Sin embargo, hasta los ejecutivos de las compañías grabadoras reconocen que este tipo de cantante no goza de las increíbles ventas de discos que jalonaron su ascenso.
Palito Ortega debió asomarse a los boleros y a las canciones infantiles, agotado el hervor que provocaron sus 'pièces de résistance'. Tampoco amasan el suceso de antaño Juan Ramón, Violeta Rivas, Sandro o Chico Novarro. Y, no obstante, sus discos continúan encaramados al tope de las ventas y sus canciones elevan los bordereaux de los bailes. Las melodías que entonan, contrariamente a las de Piazzolla, pueden silbarse y danzarse, no exigen el recogimiento de la noche, la religión de los santuarios.
En el mercado de las grabaciones, sólo después de este aluvión surge el tango; y es la muerte la que parece producir mejores dividendos: en lo que va de 1965, Carlos Gardel vendió 150.000 unidades, y Julio Sosa acrecentó su número de adeptos. Las estadísticas marcan topes apreciables para el renglón de quienes se repiten: Aníbal Troilo (el título de su colección más consumida se torna definitorio: Yo soy del 30), Juan D'Arienzo, Osvaldo Fresedo, Osvaldo Pugliese.
Al mismo tiempo, tres longplays de Piazzolla continuaban detenidos en las estanterías; las regalías que cobró entre octubre de 1964 y abril de 1965 apenas frisaron los 75.000 pesos. Los ejemplos se repiten en los demás campos; los editores de Misa Criolla, de Ariel Ramírez, estiman que a mediados de junio habrán superado las 100.000 copias vendidas, y aseveran: "Es un milagro sin precedentes". Pero para conseguir el milagro, Ramírez debió recurrir al auxilio de la liturgia, convertir al folklore en un medio.
Al lado de Misa Criolla, palidecen los halagos logrados por Los Chalchaleros, Jorge Cafrune, Eduardo Falú y hasta por el propio Ramírez, en un experimento menos conformista, 'Folklore en nueva dimensión'. Los ritmos llamados tropicales mantienen una leve-boga, y el impacto de los Beatles ha sido reforzado por otros cantantes europeos y norteamericanos, de Rita Pavone a Richard Anthony.
El buen jazz, en cambio, no se graba demasiado en la Argentina. Aunque Alfredo Radoszynsky —que en 1964 fundó una empresa dedicada a registros de música seria y popular, con fuerte predominio de jazz— asegura que esa situación habrá de modificarse este año. Las ejecuciones del trío de Jorge Navarro, el quinteto de Santiago Giacobbe y el grupo Los Estudiantes triunfaron en su asedio de las discotecas privadas.
Menos complicada y lenta es la victoria de los bailables: bastó con promover una danza finlandesa, 'la jenka', para que un par de conjuntos fantasmas (Piero Sancho, Mister Trombón) la condujeran al estrellato y centenares de jovencitos se entusiasmaran con 'Legión de besos'. Estas diferencias de repercusión entre una y otra manera de entender y elaborar una música popular son tan naturales como antiguas: en Buenos Aires hay más público para un reposición de La Traviata, del pegadizo Giuseppe Verdi, que para el estreno de Los Troyanos, del visionario Berlioz.
Si las ventas de discos gritan que el estancamiento o la entrega a lo pasajero garantizan las más brillantes ganancias, la radio y la televisión —medios masivos por excelencia— practican el mismo rito. Después de dos décadas, el ripioso Alfredo de Angelis mantiene su espacio diario, de lunes a viernes por la noche, en El Mundo, LR3 es capaz de alojar, los domingos, a Troilo y Alberto Castillo, y LR4 ve superpoblarse su auditorio, los viernes de 22 a 23, gracias a la reedición del matusaléníco programa 'Las alegres fiestas gauchas'. También en la radio, la nueva ola enciende los mayores fuegos; por las ondas de la televisión, esa preeminencia se vuelve abrumadora.
La música de los renovadores cuenta únicamente con el apoyo de una emisora oficial, Radio Municipal. Allí, de lunes a viernes, entre las 0.30 y la 1, se desgranan solos de bandoneón grabados especialmente por Piazzolla en cinta magnetofónica. "La gente escribe mucho —reveló Julio Álvarez Vieyra, directivo de la estación— para saber dónde puede conseguir esos discos. Pero los discos todavía no existen."
Que LS1 conceda espacios a Piazzolla (y a Ubaldo D'Elío, Adolfo Abalos, Atahualpa Yupanqui y Enrique Villegas) es normal: integra la ruta de expansión cultural y atención a las expresiones cumbre de lo popular que persiguen las autoridades de la radio alojada en el teatro Colón.
También Piazzolla actúa en televisión: cada quince días, los domingos, se suma a las huestes de un fatuo ciclo de Canal 7, 'La Gente'; y además, comparte un lugar en un gigantesco show del Canal 13. Troilo, D'Arienzo, Pugliese, Armando Pontier y hasta el gesticulante Mariano Mores se turnan frente a las cámaras. Ninguno es capaz de demoler la granítica presencia de Palito Ortega y sus similares, esparcidos en los tres programas-río que el sábado lanzan los Canales 7, 9 y 13.
La televisión, por lo menos en 1965, ha sido poco generosa con el folklore, salvo Eduardo Falú (Canal 7), o las esporádicas apariciones de conjuntos nativos en los shows colectivos. El jazz serio sufre un más duro ostracismo.
Sin embargo, no deja de llamar la atención que cuando en TV —y en menor medida, en radio y cine— hay que poner fondo musical a un teleteatro de corte realista, o cuya acción transcurre en Buenos Aires, se eche mano, sempiternamente, de algún tango de Piazzolla o de Salgan. Es como un reconocimiento tácito a su contemporaneidad, así como la reposición de un sainete se acompaña con melodías de Arolas o de Contursi.
Los frentes de la batalla, la estrepitosa sinfonía de Buenos Aires, se manejan, como sucede con todas las manifestaciones del arte, a través de dos términos a menudo peyorativos y ajados: el de la creación y el de la anticreación. Dicho de otro modo, el de la búsqueda y el del conformismo. Quizá un símbolo concreto de esta ambivalencia esté encarnado por Aníbal Troilo: vanguardista de otrora, se detuvo al comenzar el camino de la renovación. Hoy vive de una leyenda, y la música de los pueblos no progresa con leyendas. 

PRIMERA PLANA
25 de mayo de 1965