Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Narciso Ibañez Menta
PONTÍFICE DEL MIEDO
Revista Siete Días Ilustrados
17.03.1969

A 50 años de su debut teatral, el actor abandona su exilio en España para reanudar un duelo con el público argentino
A los tres años de edad debutó oficialmente en uno de los tantos sainetes que se prodigaban por España. Sin embargo, no se podía decir que Narciso Ibáñez Menta fuera exactamente un primerizo. Es que su carrera escénica (no consta que tuviera comienzos prenatales), se inició en Bilbao cuando a los 10 días de haber nacido ya estaba en brazos de la primera triple, mecido al compás irreverente de una zarzuela. Si bien el breve papel se reducía a berrear un rato, sus primeros vagidos ante la platea fueron lo bastante convincentes como para augurarle el exultante porvenir que lo esperaba.
''Soy asturiano puro, me enorgullezco de ser español", afirma con la misma voz engolada que usaba al representar El Fantasma de la Opera. Pero no deja de reconocer que fue en la Argentina donde cristalizó su afán por las tablas. Buenos Aires lo recibió cuando tenía 6 años y medio. Pocos meses más tarde, el 25 de agosto de 1919, comenzó a desgranar sus habilidades en el teatro Comedia, con la compañía que a los 60 días ya llevaba su nombre. Desde esa prodigiosa aparición, encabezando su troupe que seguramente pocos recuerdan, han trascurrido cincuenta años.
Casualmente, para festejarlos, el divo que abjura del divismo, regresa al país —donde dirige y protagoniza, en el teatro Liceo, una comedia liviana, Los huevos del avestruz, del francés André Roussin—, después de un repentino exilio voluntario de cinco años en España, donde emigró, según confiesa, en busca de una amabilidad que los "irritables" argentinos habían olvidado. "Ahora todo va mejor", piensa. AI menos, un lustro de ausencia es más que suficiente para limar algunas asperezas y generar nostalgias. En todo caso, las celebraciones son merecidas. De lo último que puede acusarse Ibáñez Menta es de no aprovechar sus facultades histriónicas, de no brindarse enteramente a su vocación. Argentina y España, países entre los que dividió sus traqueteos, pecarían de injustos si no lo reconocieran. Varios premios de la televisión española le pertenecen, como así también el orgullo de haber sido quien difundió por primera vez en la península las obras del dramaturgo norteamericano Arthur Miller.
Por otra parte, los memoriosos todavía recuerdan el sacudón experimentado por él, quizá un poco ingenuo, espectador porteño, ante sus revolucionarias puestas en escena y sus escalofriantes caracterizaciones. Pero bastan sus papeles protagónicos en 48 películas, para comprender que ha seguido al pie de la letra un consejo del venerado actor francés Luis Jouvet: "Para un actor, trabajo, trabajo, trabajo".
Hoy, a los cincuenta y siete años de edad, sobreviviente de tres matrimonios pero emparentado con el teatro para toda la vida —"moriré en un escenario", pronostica— aceptó responder la catarata de preguntas que SIETE DIAS le formuló durante tres horas.
—Su decisión de cumplir en la Argentina cincuenta años de teatro, ¿implica algún tipo de reconocimiento?
—De reconocimiento, sí, al público, al que respeto mucho más que a la crítica.
—¿Los críticos lo han tratado mal?
—No es eso: sucede que el público es totalmente objetivo, le gusta o no algo; a mí los que más me han enseñado de crítica fueron los espectadores, que en sus juicios son mucho más profundos que nosotros, los profesionales.
—¿No piensa que para que exista objetividad es necesario un conocimiento que a veces el público no tiene?
—En ocasiones es preferible la intuición de la platea, que la inteligencia de ciertos críticos.
—Sin embargo, la mayor parte de la gente asocia el nombre de Narciso Ibáñez Menta a El Fantasma de la Opera, a pesar de que en su repertorio figuran Sartre, Miller, Pirandello.., ¿Eso es lo que llama intuición de la platea?
—Eso me duele un poco. Uno se pregunta: ¿Qué es lo que hay que hacer? Entonces uno se responde: Se debe hacer lo que se cree honradamente, porque cuando se hace teatro lo principal es trabajar con honestidad.
—¿Y cómo explica esta preferencia del público por sus obras de terror?
—Porque a la gente lo que más le llama la atención es el terror y el sexo.
—En todo caso, su permanencia en cartel durante tantos años y el hecho de no haber sido olvidado después de una larga ausencia, son cosas rescatables.
—Eso sólo es producto de una vocación firme, de un trabajo intenso, de muchos éxitos y algunos fracasos, que de vez en cuando vienen muy bien.
—¿No dejan secuelas esos fracasos?
—Al contrario, enseñan a no transar, a no desmayar, porque, desde luego, la época actual es muy cómoda para los principiante. Antes era otra cosa; querer ser actor equivalía, prácticamente, a una locura, y teníamos que estar muy convencidos de lo que estábamos haciendo.
—Su descripción hace pensar en una especie de caza de brujas contra los actores. ¿Tan sombrío era el panorama?
—No tanto, pero bastante penoso, pues luchábamos contra el poco respeto que se nos tenía en todos los países de habla castellana, donde al actor no se lo valoraba como en Inglaterra, por ejemplo. Esto, por suerte, fue cambiando y ahora el concepto artista tiene otro tipo de interpretación. Pero creo que lo fundamental es amar la profesión y entregarse a ella totalmente, esto en cualquier campo.
—En esta entrega total de los actores muchos detectan una buena dosis de egoísmo. ¿Se siente egoísta?
—Se había mucho de mi precocidad como actor, pero se olvida que, como director, también comencé muy temprano. A los 16 años dirigí una comedia policial en Nueva York. El dirigir desde esa edad me permitió escapar del divismo; aprendí a valorar más las cosas y pude soslayar el egoísmo del actor que sólo cuida lo suyo.
—¿No añora sus épocas de Narcisín?
—No quiero ni recordar el mote; bastante trabajo me dio hacer entender a la gente que el niño prodigio se había convertido en un profesional con toda su carga de defectos y de virtudes. Por otra parte, y afortunadamente, todavía no añoro épocas anteriores o viejas temporadas, pues sigo en actividad y siempre pensando en las cosas nuevas que voy a hacer. A mí me ocurre algo muy curioso, nunca repito las obras que ya estrené.
—Hablando de prodigios. Se dice que ha tenido mucha suerte. ¿Fue un factor importante en su vida?
—Relativamente; he confiado poco en el factor suerte aunque siempre en el teatro hay un imponderable, pero se llama éxito, no suerte. No se deben confundir los dos términos y el éxito depende muchas veces de una fecha, del estado psicológico del público, de la oportunidad del estreno . . .
—¿En eso hay mucho de azar, o es pura matemáticas?
—Es un poco como la suerte que se necesita en la ruleta: poner la ficha en el momento propicio, ni un minuto antes, ni un minuto después y eso no lo sabe nadie.
—En el juego de su supervivencia teatral, ¿arrojó las fichas en el momento exacto?
—Sobrevivir en el teatro es un gran éxito; lógicamente, hay que estar al tanto de su evolución internacional, pero lo más importante es poder pispear el sentimiento de los espectadores para saber qué ofrecerles.
—¿Algo así como olfatear las necesidades del público?
—Olfato y trabajo. El gran secreto consiste en no descansar. En este oficio hay que revalidar el título continuamente, seguir estudiando y buscando; tal vez, sea mi profunda contracción al trabajo lo que me permitió sobrevivir.
—En esa entrega total al teatro, ¿no se olvida un poco de vivir?
—El intérprete, cuando es un profesional, tiene una ventaja sobre el hombre común, pues finge menos. Todo el mundo sabe que nuestra profesión es fingir. Subimos a un escenario a vivir reacciones y sentimientos que no son nuestros, con la misión de convencer al público durante un tiempo determinado que está viviendo una realidad que en realidad no existe.
—Sin entrar a bucear en los problemas de existencia de las realidades, ¿dónde está la ventaja?
—En que, por contraposición, cuando en la vida real todo el mundo representa un papel nosotros somos plenamente sinceros y por lógica vivimos mucho mas intensamente.
—Sin, embargo, las poses de infinidad de actores que trasladan la ficción a la vida real, son plato de todos los días.
—No confundamos estrella con actor. Los intérpretes-mitos se crean, se les inventa una personalidad que frecuentemente no es real. En cambio, el verdadero actor huye de la notoriedad personal, es celoso de su vida privada.
—Pero en general, los actores, tanto los buenos como los mediocres, son vanidosos, ególatras, les encanta que estén pendientes de ellos, que los mimen. Buscan el aplauso. Casualmente a usted se le reprocha a veces el buscar si aplauso fácil.
—¡Para el actor de teatro, el aplauso es el único premio, pues su actuación nace y muere con él. Se vive el momento. Entonces nuestra gloria es el aplauso.
—Y la posteridad ... ¿Teme no acceder a ella?
—Un poco; la única supervivencia que me va a quedar, es mi hijo, hoy un director importante. La frustración surge cuando no queda nada; espero que de mí quede algo en los que estuvieron a mi lado durante tanto tiempo.
—¿Modestia o se siente incomprendido?
—Un poco de cada cosa más unos gramos de conciencia de las propias limitaciones.
—Arte aparte, ¿es un buen negocio el teatro?
—Mucho menos de lo que la gente cree; posiblemente, yo sea un mal negociante.
—De ese teatro, al que se entregó desde recién nacido y que para usted no fue un buen negocio, ¿qué actores rescata?
—Sólo a dos en este medio siglo de teatro que llevo encima: John Barrymore y Jacobo Ben-Ami —a mi entender—, el mayor actor vivo de la actualidad, de quien, además, soy amigo.
—¿Y Jacobo Ben-Ami qué opina de usted como actor?
—Habrá que preguntárselo a él.
—¿Cómo le gustaría morir?
—Arriba de un escenario.
—¿No le parece un lugar común?
—No tan común. Además, seriamente, si es un lugar común, lo lamento, yo quiero morir así.
—¿Se considera un hombre normal?
—A veces, afortunadamente, no.
—¿Usted es muy nervioso?
—Sí, gracias a Dios.
—¿Cree en Dios?
—Sí, pero a mi manera.
Luego de cinco años de ausencia, Narciso Ibáñez Menta no parece haber cambiado demasiado, tal vez luzca más afilado su bigote de villano; quizá aparezca más menudo que siempre. Pero sigue siendo inevitablemente nervioso, obsesivo, dueño de esa fama que cuida y decanta con maniática perseverancia.

 

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