Alberto Ginastera estrena "Beatrix Cenci" en Washington


TRIUNFO A TODA ORQUESTA
Prohibido en Buenos Aires, alabado en todo el mundo, el Inspirado músico acaba de conquistar un nuevo lauro con su última ópera, que la semana pasada entusiasmó al público y a la crítica de los Estados Unidos

 

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Cumple, sin ninguna duda, con todas las reglas que impone el género operístico: música intensa (lograda sobre la base de una plena utilización de los medios instrumentales) , ambientación escénica vigorosa, absorbente, y un argumento melodramático, bajo el cual subyacen hondas pasiones y actos atroces. Todos estos ingredientes —en efecto— sazonan la partitura de Beatrix Cenci, la última de las óperas del compositor argentino Alberto Ginastera, cuyo estreno mundial (deshilvanado el pasado viernes 10 en el flamante centro "John F. Kennedy" para artes escénicas, en Washington) acumuló los más cálidos elogios. No es la primera vez, sin embargo, que Ginastera accede a las cúpulas de la fama: ya con sus dos óperas anteriores (Don Rodrigo y Bomarzo) el músico conoció ecuménicas y encendidas alabanzas. Detalle que no impidió, desde luego, que tanto Bomarzo como Beatrix Cenci fueran vetadas por la censura argentina y desterradas, en consecuencia, de la escena nativa. Claro que el horrible drama renacentista que se narra en el libreto de Beatrix —escrito por el escocés William Shand y el argentino Alberto Girri— debe haber dado pie por sus audacias a que los catones criollos decretaran su ostracismo y se quedaran lo más orondos, con la conciencia tranquilizada.
El asunto que cuenta la ópera de Ginastera es más o menos así: en el siglo XVI, en plena Roma renacentista, vivía una noble familia cuyo jefe era un cruel y despótico tirano que se nutría del odio que experimentaba hacia su propio clan familiar cuya destrucción propiciaba; lo cual —sin lugar a dudas— es un magnífico comienzo de primer acto. Un día, al enterarse que dos de sus hijos acaban de morir en Salamanca, el tenebroso progenitor decide dar una fiesta para celebrar el deceso de sus vástagos. Al término de la escabechina —liberadas sus ataduras por los vahos alcohólicos—, el padre viola a Beatrix, única persona de la familia a la cual, obviamente, no odiaba tanto. Fin del segundo acto.
Para vengar esa afrenta, la mancillada Beatrix, junto con su madrastra y su hermano menor, planea el asesinato del déspota patriarca designando a dos sicarios profesionales —cosas del Renacimiento— para que se encargaran de la faena. Uno de los asesinos se emborracha y termina por confesar el proyecto; descubierta la conjura, el Papa condena a Beatrix Cenci, a su madrastra y al hermano a ser decapitados. Junto con la cabeza de la bella romana cae —también— el telón final de la ópera de Ginastera. No sin antes desovillar una espeluznante escena en la cual el padre enloquece, flanqueado por una pareja de bailarines que danzan un ballet casi demencial, totalmente desnudos.
La historia, que podría parecer un tanto excesiva, se basa, sin embargo, en un hecho cierto que ocurrió en la última década del año 1500, en una Roma disoluta y poco recatada. Ginastera —un verdadero maestro de la mesura— consigue armar, con este tremebundo drama familiar, una sutil obra de arte, reconocida por los críticos estadounidenses y por el selecto público que concurrió al estreno mundial de la urticante ópera. "Salvo que me equivoque —escribió Irwing Lowens, crítico musical del Evening Star—, esta obra de Ginastera es igual, si no más grande, que Wozzeck y Lulú, de Alban Berg. La intensidad de su música, su férvida imaginación, su fuerza, la utilización de la orquesta, han dejado literalmente clavado al espectador en su butaca".
Entre quienes quedaron atornillados a sus asientos estaban, además del presidente Richard Nixon y señora, lo más granado del clan Kennedy, del cual sobresalía —por su belleza y el desenfado de sus hot-pants la fulgurante Joan Kennedy, esposa de Ted y ferviente melómana. Joan, que ejecuta varios instrumentos con decantado virtuosismo, se ha convertido últimamente en una verdadera entusiasta de la actividad musical y en un foco de atracción que está desplazando al ya perimido mito de Jacqueline Onassis, quien se disculpó por no asistir al acto.
De cualquier forma, la estrella de la velada fue el argentino Ginastera, quien acaparó los máximos elogios y el grueso de los comentarios, tanto los musicales como los simplemente mundanos. El más entusiasta turiferario deI maestro porteño (nacido en Buenos Aires el 11 de abril de 1916) resultó Gerald Freedman, famoso producer de la publicitada obra teatral Hair; fue él, además, quien se encargó de poner en escena la ópera del músico argentino. "El mundo está empeñado en levantamientos monstruosos, actos atroces e increíbles de violencia que nos han revelado las verdades hirvientes y grotescas que se ocultan bajo nuestro civilizado modo de ser. Esto es lo que Ginastera entiende y sobre lo cual compone. Sólo un concepto total del teatro, como el que posee la ópera de Ginastera, puede abarcar esta visión", declaró momentos antes del estreno el polémico creador de Hair. Su entusiasmo, en verdad, no se detuvo en ese comentario: "Ginastera —completó Freedman— es el creador de un teatro musical pleno de carga, en el cual el drama de la emoción ocurre en un espacio intemporal. Los actores cantantes interpretan un argumento con frecuencia melodramático, mientras la orquesta comenta la acción o revela una zona emocional que yace bajo la superficie de la acción propiamente dicha. Estos dos elementos, al combinarse, forman una nueva dimensión del espacio operístico, generando no una sino varias realidades. Así, el drama que aparentemente se desarrolla en el siglo XVI se vuelve portentosamente actual, sin dejar de ser, por eso mismo, un hecho típicamente renacentista".
Quizá haya sido esa mágica, imposible dualidad, la que entusiasmara al crítico Harold C. Schonberg, del New York Times, cuando escribió, al día siguiente del estreno: "La obra es poderosa y emocionante. El idioma musical de Ginastera es el ideal para la expresión de odio, temor y angustia que se desprende tanto del mundo actual como de la sociedad renacentista en la cual trascurre el drama vivido por la bella Beatrix Cenci, incorporada, definitivamente, al elenco de las más sufridas y cautivantes heroínas de la ópera de todos los tiempos". Ese derroche de almíbar —imitado por todas las publicaciones estadounidenses— logró turbar al modesto Ginastera: al término de la representación.
durante el agasajo organizado por la embajada argentina en su honor, el compositor sólo atinaba a decir alguna que otra frase entrecortada a cada apretón de mano y a cada efusivo elogio. "Me siento muy feliz... muy contento", fue su expresión más empleada.
La misma parquedad usó para contestar una serie de preguntas que —la noche del estreno— le formuló la periodista Mónica Mihanovich, del porteño Canal 13; uno de los interrogantes (el que se refería al abandono, por parte de Ginastera, de la temática argentina en sus óperas) quedó sin respuesta. Sin embargo la pregunta se justificaba, sobre todo teniendo en cuenta que algunos de los títulos anteriores del músico se afincaban en temas criollos: Rapsodia pampeana, Concierto argentino, Estancia, Obertura para el Fausto criollo, y su impecable Impresiones de la Puna.
Con todo, las virtudes musicales de A. G. quedaron ampliamente demostradas en el entusiasmo con que el público y la crítica acogieron a su Beatrix Cenci. Como si le faltara un espaldarazo, la, turbadora Joan Kennedy, tomando ambas manos del músico entre las suyas, le dijo: "Maestro, su ópera es sangrienta y brutal pero yo la adoro", sentencia que rubricó con un sonoro beso, aplicado en las ruborosas mejillas del sorprendido músico argentino. Confundido, Ginastera dejó caer al suelo el lujoso programa impreso por el centro "John F. Kennedy" que contenía, al lado de su biografía, una especial mención de agradecimiento al Ministerio de Relaciones Exteriores de la Argentina por su "contribución generosa a los gastos de la producción". 
revista siete días ilustrados
09/1971