Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Jorge Páez Vilaró
Los ojos en La Boca
Revista Siete Días Ilustrados
22.09.1969

Ni el mítico Quinquela Martín dudó en ofrecerle su balcón cuando el máximo pintor oriental esbozó el propósito de arrimar sus ojos al barrio boquense. "Mi tarea, hoy, es la de un cronista en comunicación directa con el observador de un cuadro"
Bajo el título 36 palabras introducentes, el catálogo ocultaba una teorización sobre la muestra: "Una esprunlongia herbílica y anseosa imprecen la múrgica cloma del conturbio valicuente —informaba—. Por ello interlengo la frisamorba del otoleno en infinición ináplica y andrómiga, experando que la ansumblante gesta de la impulva acepte rota la cosicambia." Para quien conoce a Jorge Páez Vilaró —47 años, y uno de los pintores más significativos del Río de la Plata en esta última década—, ese homenaje zumbón a los galimatías críticos que suelen ornar los catálogos no puede sorprender. Otras muestras suyas fueron celebradas con la edición de periódicos como El Arioplano —puesto bajo el lema "Estamos juntos hasta que nos separemos"— o El Gaviota, cuatro páginas que incluían una biografía del pintor, en la que se informaba que "de niño usaba lentes sin vidrios porque veía bien", y que "en los vernissages se manda telegramas a sí mismo, y se conmueve".-
Para acercarse a la obra de Páez es imprescindible tomar en cuenta esa falta de solemnidad: un ejercicio del humor que tiende a desconfiar de las definiciones ampulosas; a disimular —también— los frágiles laberintos de su pudorosa ternura.
AQUI ESTOY PORQUE HE VENIDO
Nacido en Pocitos, Uruguay, "en la esquina de Massini y Ellauri durante la crisis de 1922" —como informa uno de sus catálogos—, Páez es acaso el primer oriental que se atreve a penetrar, paleta en mano, en los cotos privados de la República de la Boca. Los testimonios de esa pasión han invadido, en las últimas semanas, las salas de la galería Wildenstein, al novecientos de Florida, en Buenos Aires, en la forma de 28 telas, entre óleos y gouaches. "Fue como una cura de desintoxicación — informó el pintor a SIETE DIAS, el mes pasado, en su legendaria casa de Punta Ballena, a pocos kilómetros de Punta del Este—, después de tantos años de salir a pintar a la vereda."
Esa actitud —apoyada por el casi mítico Benito Quinquela Martín, quien no vaciló en poner su balcón a disposición del visitante— es coherente con la etapa por la que Páez atraviesa en la actualidad: "Una tarea de cronista —asegura—, para establecer una comunicación directa con el observador del cuadro. Una pintura que se relacione con el planteo y la medida humana."
Ese acercamiento, labrado también en una posición cada vez más despojada respecto a la estética y a la teorización sobre el acto creador, podía intuirse acaso desde las primeras muestras de Páez, furiosamente dirigidas en varios sentidos simultáneos. Se ve sin duda en su paso por el informalismo —en los últimos años de la década del cincuenta y en los primeros de ésta—, y se confirma en la depurada síntesis con que el pintor uruguayo consigue ligar la aventura informalista al movimiento de la neo-figuración. Es la época en que arrebata el Premio Internacional de Pintura de la VII Bienal de San Pablo: preocupado entonces por el vigor plástico de las culturas precolombinas, Páez obtiene una integración personalísima, desde su pintura, sin caer nunca en el amaneramiento indigenista.
Entretanto, viaja por América y Europa, es comisario de las bienales de San Pablo y de Venecia, acumula una fabulosa colección de arte "que quedará para el Uruguay", donde no falta lo mejor de la pintura contemporánea —desde Mondrian hasta Corneille, Appel o Baumeister—, ánforas griegas, huacos peruanos, máscaras africanas o ingenuos retablos ayacuchenses. "Todo lo que gano con la pintura —confiesa— lo invierto en comprar esto." Directivo de una de las principales agencias de publicidad de Montevideo, esa solvencia le permite insistir en la minuciosa tarea que legará a su país. No sólo eso, por supuesto: basta asomarse a su vasto taller, en los fondos de su casa de Carrasco, donde distintas épocas y tratamientos conviven aglomerados por una misma pasión, para saber qué es la pintura y la línea nerviosa de Páez, su triunfo personal en la laboriosa batalla con la imagen, lo que en verdad perdurará.

LAS PIERNAS DEL FUTURO
El primer acto surrealista —Conjeturaba Apollinaire— fue la invención de la rueda, que, queriendo imitar la marcha, resultó lo menos parecido a una pierna. Para Páez, obsesionado por los cuerpos pintados de la cintura para arriba, los hombres parecen haber perdido esa añeja motricidad, y acabaron siendo devorados por su invento: "Esta insistencia no es casual —explica, señalando los abundantes cuerpos retratados sin extremidades inferiores—: vivimos la cultura de la televisión y el triunfo de las butacas; cuando los hombres desean salir de ese estado pasivo y se trasladan, lo hacen en ómnibus o en automóvil. Si uno se planteara una verdadera representación figurativa del hombre contemporáneo, habría que ponerle ruedas." Esos chispazos ácidos no impiden que este optimista desborde amor por sus personajes a causa de que en principio está enamorado de toda la gente "y agradecido porque continuamente me sirven de modelo sin saberlo".
El camino que Páez recorrió traza por eso una parábola que va de lo culto a lo popular, un arribo que puede detectarse en la exposición de Wildenstein, como el año pasado ocurrió con 14 con el tango —una muestra de lírico folklorismo rioplatense— y antes de finalizar 1969 desbordará en las páginas de Montevideo, qué lindo te veo, con tu cerro y fortaleza, una carpeta de dibujos.
En el amplio recibo de la casa de Punta Ballena —una vitrina empinada sobre el mar, cuyos dormitorios semejan camarotes en viaje—, Páez accedió a deslizar aun otros proyectos que espera concretar en los próximos meses, entre los que incluye un homenaje a la célebre "Virgen de la silla", de Rafael, que desde hace siglos deslumbra a los visitantes del Palacio Pitti, en Florencia. El irreverente y tierno homenaje se concretará bajo el slogan: "A falta de vírgenes, buenas son sillas", y el material a exponer será precisamente una colección de estos muebles, debidamente aderezada.
El sueño más estimulante que alimenta Páez, sin embargo, parece ser el que contará con la escenografía natural de la calle Carlos Gardel, en Montevideo, y que él imagina corporizar para el próximo verano: catorce cuadros serán expuestos entonces en otros tantos balcones, "con una sola condición —enfatiza el inventor de la idea—: que los dueños de los balcones decoren la presentación con lo que se les ocurra, incluyendo iluminación." Estampitas, flores de plástico, y una verdadera antología de la imaginería popular puede surgir de esa convocatoria: "Como si fuesen altares pop", se enternece Páez.
No habrá grandes diferencias, de todas maneras: cualquiera que haya visto las telas y los dibujos de Páez sabe que esa gente del barrio sur habita su obra y se mueve con comodidad dentro de ella. Devolverles la representación será una manera de jugar al espejo, pero también de decirles que la obra de Páez les pertenece.

 

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