Revista Siete Días Ilustrados
23.06.1974 |
En un asilo para ancianos de la localidad bonaerense de Gonzales
Chaves comparten las tertulias -entre otros- uno de los soldados que
participó en los fusilamientos consumados hace más de medio siglo en
el Sur argentino y un capataz de estancia que vivió aquellos hechos
y que conoció al célebre Facón Grande
-Sí, yo fusilé. Recuerdo, fueron ocho huelguistas, entre ellos un
alemán a quien el primer tiro no lo mató, que se señaló un botón del
chaleco y dijo Apunten acá. Antes le había dado la mano a otro
alemán para despedirse. Mi pelotón tenía otro atrás, cuyas armas
apuntaban nuestras espaldas.
Juan Faure tiene la mirada vivaz y los ademanes inquietos. Cuando la
semana pasada recibió a Siete Días en el asilo para ancianos Juana y
Bernardo Carricart, de Gonzales Chaves, provincia de Buenos Aires,
estaba calzado con alpargatas y vestía ropas modestas. Toda su vida
fue un trabajador campesino, con el único paréntesis de su
participación, como soldado conscripto del 10 de Caballería, en los
trágicos sucesos que envolvieron a Santa Cruz a principios de la
década del 20.
Por entonces, la segunda huelga decretada por los obreros rurales de
Río Gallegos lo llevó a participar de unas de las represiones más
cruentas que conoce la historia del sindicalismo argentino.
Curiosamente, fueron aquellos hechos los que más tardaron en
conocerse en detalle, a tal punto que aún hoy subsisten algunos
tramos no del todo aclarados. Pero fue la aparición de Los
vengadores de la Patagonia trágica, del historiador y periodista
Osvaldo Bayer, el testimonio que más luz arrojó sobre aquellas
jornadas.
Siete Días viajó hasta Gonzales Chaves, a 450 kilómetros de la
Capital, para conseguir la palabra viva de dos protagonistas que
años atrás prestaron declaración ante la Comisión Permanente de
Historia, centro de estudios del pueblo en donde ahora viven, en el
cual abrevó Osvaldo Bayer para completar el segundo tomo de su
valiosa obra. Las entrevistas se consumaron cuando era inminente el
estreno en Buenos Aires de La Patagonia Rebelde, el film de Héctor
Olivera, luego de que se superaran algunos obstáculos para su
exhibición: impedimentos que acicatearon la sensibilidad de la
prensa argentina.
Nadie duda hoy de los motivos de la escasa repercusión de los
movimientos de fuerza llevados a cabo por la Sociedad Obrera de Río
Gallego, comandada por el legendario anarquista Antonio Soto, en
1921 y 1922. Los intereses en juego y la enérgica represión ejercida
por las tropas a cargo del teniente coronel Héctor Benigno Varela
—más conocido como El comandante Varela—, forzaron el ocultamiento
de buena parte de la
información. El primer alegato contra los intereses de los patrones
y contra las formas truculentas con que se ahogó la segunda huelga
fue el libro La Patagonia trágica, de José María Borrero. Claro que
la edición —aparecida pocos años después de los hechos— se esfumó
súbitamente de los puestos de venta; su reimpresión demandó cuatro
décadas más.
Ahora la autorización que faculta el estreno del film tiene el
mérito de un acto de madurez de los argentinos. Es cierto que tanto
el Ejército como el radicalismo —la huelga se desarrolló durante la
primera presidencia de Hipólito Yrigoyen— pueden abrigar reparos
para la divulgación de hechos que revelan errores o por lo menos
juicios polémicos; sobre todo porque los fusilamientos, sean 1500
(como aseguran algunos) o algunas drenas, demuestran con igual
crudeza que todo aquello fue verdaderamente grave.
Pero ya ha transcurrido medio siglo, lapso más que suficiente para
permitir la crítica desapasionada, el análisis en minucia.
Precisamente es el ejercicio de la autocrítica lo que ha hecho
sobrevivir lozanas, a las grandes instituciones a lo largo de la
historia. La Iglesia es, seguramente, el mejor ejemplo.
JUNTAR CORAJE
Juan Faure no sólo admitió integrar el pelotón de fusilamiento en la
estancia Anita, en el Oeste santacruceño; cuando se le preguntó si
enterraban luego a los muertos, contestó:
—No. Nosotros nos habíamos negado a cavar las fosas. Los quemamos
con nafta.
—¿Es cierto que les tomaban sus quillangos y pertenencias?
—No. Yo una vez quise guardarme unos pesos chilenos y el capitán me
los sacó. Pero, ¿qué valían unos pocos pesos chilenos? Una vez
conseguimos un barrilito de ginebra y eso sí pudimos retenerlo.
Montamos el barrilito en uno de los camiones con los que viajamos
desde Río Gallegos, y con eso nos dimos coraje.
—Por supuesto, usted conoció al comandante Varela. ¿Cómo era?
—Era un poco más alto que yo y usaba bigotitos.
Aunque figura legalmente como miembro de la clase del 900, Faure
tiene en realidad 77 años ("me robó tres"). Posee buena memoria,
aunque tal vez su vejez no le permita discernir con profundidad. Por
momentos pareciera que se jacta de su participación en aquellos
horrores. Nació en Tandil y recuerda a la famosa piedra movediza
antes de su desmoronamiento. "Puse algunas botellas debajo, que la
piedra rompía al moverse". A Santa Cruz debió viajar cuando ya
estaban a punto de concluir su servicio bajo bandera: le dieron ropa
de fajina y lo embarcaron en el buque Guardia Nacional. De Río
Gallegos recuerda dos cabarets:, "a los que podíamos ir cuando
queríamos", y las bellezas de Lago Argentino. "Una noche estábamos
de guardia y un soldado a quien llamábamos El Negro me dijo: "Tirá,
tirá que vienen los huelguistas en un barquito. Era una broma de
este negro sabandija: me señaló una sombra sobre el agua que sólo
era un témpano".
Como era asistente, luego de la represión en la estancia Anita lo
remitieron a Buenos Aires. Muy pronto se enroló en sus habituales
tareas de campo. Sin familia ("mis viejos me habían echado cuando
era muchacho"), trabajó con distintos patrones, hasta que finalmente
se jubiló. Desde hace un año y medio es habitante de este asilo y
participa de las largas tertulias que entabla con sus compañeros.
Cuando concluyó la entrevista —eran las 6 de la tarde, la hora de la
cena— Juan Faure se escurrió ágilmente entre las mesas.
Casualmente, el asilo de Gonzales Chaves alberga a otro testigo de
aquella represión obrera. Se llama Kuno Tschamler. Y según afirma
Osvaldo Furloni, un antiguo vecino del pueblo, hasta hace poco
tiempo allí vivían otros dos protagonistas de los sucesos
patagónicos. "Uno era un soldado compañero de Faure, que murió y se
llamaba Octavio Ramón Vallejos. El otro, el viejito Saucedo, un
oriental que en su tierra había sido soldado de Aparicio Saravia.
Pero la lucha entre blancos y colorados no le gustaba, emigró y
terminó como carrero en la Patagonia. En el 21 lo apresaron las
tropas. Recuerdo que me mostraba las cicatrices que tenia en sus
muñecas. Decía que lo habían atado a un alambrado, y que tuvo suerte
y pudo huir. Fugó a Chile", resumió Furloni, a cargo de la sede
local de la Federación de Trabajadores Rurales y Estibadores. Entre
sus recuerdos de pronto surge "un viejito de la FORA, de apellido
Camargo, anarquista que solía cantar coplas que evocaban la famosa
huelga. No sé si Camargo estuvo en Santa Cruz. Era un recopilador y
fanático de la idea anarquista, a tal punto que siendo estibador en
Quequén organizó una colecta en favor de Simón Radowitsky —el
asesino de Ramón Falcón— a su paso para Ushuaia. Fue pensando en sus
coplas —continúa Furloni— que escribí a la revista Todo es Historia,
una vez que Bayer se lamentó que ningún sindicalista hubiera
recopilado las canciones y cuartetas que seguramente se habían
escrito en aquella oportunidad. Félix Luna, director de la
publicación, me contestó, y así fue que me comuniqué con Bayer, a
quien por supuesto le ofrecí tomar el testimonio de quienes habían
participado de los sucesos del Sur. Y así fue que el amigo Bayer lo
incluyó en el libro".
Horas más tarde, en una casa a pocas cuadras de la sede sindical
donde vive Furloni, un hombre alto, ceremonioso, ofreció a Siete
Días una taza de té. Kuno Tschamler, alojado también en el asilo del
pueblo, gozaba de un permiso especial para realizar su visita de fin
de semana a gente de su amistad. Allí, junto a una gran estufa a
querosene, evocó sus años patagónicos. Nació en Moravia,
Checoslovaquia, aunque es de origen alemán. También es del 1900,
aunque la huelga de los obreros rurales lo tomó como encargado de la
estancia Santa María, de Mateo Martinovich. Había llegado a la
Argentina en 1913, y sólo volvió a Europa, por breve tiempo, después
de la huelga. El 18 de diciembre de 1921, una comisión de
huelguistas se apersonó en la estancia ubicada al Norte de la
provincia. El testimonio del septuagenario Tschamler tiene especial
importancia, ya que no participaba de la idea de los obreros, era
hombre de confianza de su patrón.
EL VIA CRUCIS
—La comisión de huelguistas llegó encabezada por el dirigente Pastor
Aranda, uruguayo. También estaba un tal Paredes y otro qué apodaban
El Porteño, los dos argentinos. Sé que ambos fueron fusilados. Yo
mismo salí a recibirlos en la tranquera. Se llevaron al patrón de
rehén y le pidieron que designara a alguien de confianza para que
quedara a cargo del campo. Me eligió a mí. Se fueron junto con vario
italianos esquiladores que llegaban cada año y que no quisieron
adherirse a la huelga. Entre huelguistas, rehenes y los italianos
eran como 300 y arreaban unos mil caballos. Después vino el
Ejército, y el capitán a cargo de la tropa mandó una comisión para
ubicar al grupo. La comisión constaba de un sargento de apellido
Baigorria y dos soldados, un tal Juan Albornoz, ex comisario que
tenía estancia, y otro estanciero, Basilio Aranda. Ellos dieron con
el grupo y Albornoz, audazmente, encaró a los huelguistas
mintiéndoles que estaban rodeados, que él trataría de interceder en
lo que pudiera. En seguida corrió la voz. Estamos rodeados, decían.
Por supuesto, los alzados no querían combatir. Durante la primera
huelga, el Ejército les había reconocido todas sus peticiones —120
pesos mensuales, el uso de colchones en sus camastros, la tarde del
sábado para lavar ropa, un paquete de vela por mes para iluminar sus
galpones—, de manera que ni sospecharon lo que después sucedió: los
fusilamientos. Se entregaron, sólo El Porteño quiso resistirse. Yo
no me rindo, gritó tomando un fusil. Pero sus compañeros lo
desarmaron. Albornoz pidió a los huelguistas que "había hecho, el
servicio" que recibieran las armas y luego condujo a los prisioneros
a lo largo de las seis leguas que distaba el asiento de las tropas.
—¿Qué pasó cuando llegaron?
—Bueno, empezaron a interrogarlos. Los que no querían hablar o caían
en contradicciones recibían 20 palos. Los delegados, una vez
detectados, eran atados a un alambrado próximo a un corral de
caballos. Los apuntaban con ametralladoras. Así pasaron cuatro días,
hasta que terminaron los interrogatorios: atados y sin probar
bocado. Cuando les dieron de comer usaron un tacho de fluido para
curar animales.
—¿Fueron fusilados?
—Ah, sí. Sólo Pastor Aranda, jefe del grupo, y que nada tenía que
ver con el estanciero Basilio Aranda, se salvó luego de conversar a
solas con el capitán. . .
—Es posible que haya negociado su vida.
—Seguramente. Estaba con mucho miedo.
—¿Presenció los fusilamientos?
—No. Yo sabía por el sargento Espíndola que ese iba a ser el fin de
los cabecillas. Lo enteré a mi patrón y Mateo Martinovich dijo que
eso no podía ser. Que era descabellado y que no se fusilaba en su
estancia. Los delegados, que eran ocho, estaban en un camión, y el
capitán dijo en voz alta al sargento: Llévelos para San Julián y si
encuentra a la gendarmería entréguelos. Pero eso era sólo para
despistar al patrón, porque en el camión habían cargado una lata de
querosene para quemar los cuerpos después del fusilamiento. Un tal
Prieto se puso a llorar en el camión después de ver que su sobrino,
abajo, se quedaba llorando. El capitán se condolió y gritó: Bájenlo
a Prieto, que va ir en otro camión. Y así se salvó. No vi el lugar
donde los mataron pero conocí tumbas de fusilados en la estancia San
José, donde trabajé después.
—¿Conoció a Facón Grande?
—¡Cómo no! Se llamaba José Font y era un buen gaucho entrerriano que
tenía gran predicamento. Primero tenía carretas de bueyes y después
chatas de caballos. Era un hombre verdaderamente gaucho. Lo conocí
bien, era muy servicial y cuando yo necesitaba caballos siempre me
los prestaba. Se entregó en la zona de Jaramillo, con los suyos. No
quería que ninguno de los suyos fugara, pero su honestidad lo mató.
Víctima de una traición, lo fusilaron como a los otros.
El sol había hecho desaparecer parte del frío reinante. Don Kuno
siguió entonces la charla en la vereda. Recordó sus largos años
transcurridos en la pampa helada, donde "después que se va la nieve
queda una dura capa de hielo. Allí dejan su huella sangrienta las
ovejas y los caballos". También rememoró las secuelas de la huelga,
el miedo que se impregnó en los trabajadores rurales y el
resentimiento que engendró la represión.
Hasta 1960 trabajó en tareas parecidas a las de su iniciación
patagónica. Rechazó siempre la oferta de comprar campos porque sus
ahorros nunca le alcanzaron y no quería aceptar préstamos. Estando
habilitado en la estancia San Agustín, de Manuel F. Barros, decidió
perder su último año de ganancias con tal que su patrón le tramitara
el retiro. Pero sucedió que luego de firmar un documento donde
aceptó que se iba por su voluntad, sin reclamo alguno —renunciando
así a la indemnización por 22 años— comprobó que nunca habían sido
depositados los aportes descontados para su jubilación. Con sus
ahorros apenas pudo subsidiar 5 años más de Patagonia y curar luego,
en unas termas jujeñas, el reuma que le habían procurado sus labores
a pleno viento helado.
Una caprichosa casualidad quiso que ahora el Sindicato de Obreros
Rurales de Gonzales Chaves se ocupe de conseguirle la jubilación. Si
la consigue, saldrá del asilo donde se aloja desde hace 6 años y
donde ha conocido a un huelguista y a dos soldados que intervinieron
en los tristes sucesos de Santa Cruz. Entonces se casará con su
prometida, una viuda de 65 años. Con esa esperanza, y agitando
ceremoniosamente la mano derecha, no pudo reprimir un cumplido auf
wiederschen. Quizás un grito parecido al que habrá pegado el alemán
Otto cuando cayó fusilado en la estancia Anita, un día de diciembre
de 1921.
Francisco N. Juárez
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