Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


Petróleo
la fiebre que transformó un pueblo
Revista Gente y la Actualidad
27.03.1969

Quizás todo haya empezado el 17 de marzo de 1867, cuando don Leonardo Villa solicitó a la Cámara de Diputados de la Nación la concesión exclusiva por el término de quince años y la propiedad de una fracción de tierra en Jujuy para elaborar aceites de "chapapote", o kerosén. Quizás. Ese año se planteó en el país la primera discusión acerca del petróleo en el Norte argentino. Ciento dos años después el líquido negro conmovería los cimientos del trópico jujeño llevando la esperanza del progreso violento y sembrando explosiones de alegría, asombro, proyectos, delirio, discusiones, a una tierra que hasta el momento sólo conocía calores terribles, víboras, y cantidades increíbles de caña de azúcar, tomates, citros y tabaco.

LA EXPLOSION
Saliendo de San Salvador de Jujuy —una ciudad en la que proliferan las talabarterías, las tiendas con enormes carteles exhibiendo los apellidos de sus dueños, casi todos de origen sirio-libanés—, las encantadoras casas coloniales, se toma una ruta perfectamente pavimentada y después de atravesar La Mendieta, San Pedro, El Quemado, Chalican, Fraile Pintado, Ledesma y Calilegua se llega a Caimancito. Son 125 kilómetros que conducen lentamente a temperaturas que alcanzan con facilidad los 47 grados a la sombra. Bajo el sol, desde luego, es casi imposible caminar si no se tiene una resistencia sobrenatural acompañada por un sombrero de palma confeccionado por los indios chirihuanos. Toda la zona, todo el trópico de Jujuy, está dominado por un imperio: el ingenio Ledesma. Ciento veinte mil hectáreas dedicadas a la caña de azúcar y a la fabricación de papel. Está poblado por 9.000 habitantes, de los cuales 3,000 son empleados y obreros, y el resto zafreros durante la época de cosecha, cuando se vuelcan sobre 581.000 surcos. El panorama de Caimancito es muy distinto, si bien la extensión de Ledesma llega hasta el pueblo. Tiene algo menos de 1.000 habitantes, una escuela, dos maestras, una peluquería, un almacén y una especie de restaurante con tacho de cañas y paredes de adobe al que con absoluta objetividad su dueño, Juan Milagro Cruces, ha bautizado "El Rancho".
Hasta el 27 de febrero de 1969, Caimancito era un pueblo diminuto que solía sumergirse en siestas que jamás tenían una extensión menor de tres horas, y se iba a dormir a las nueve, aplastado por el calor —que persiste durante la noche— y auxiliado por velas, porque la corriente eléctrica es totalmente desconocida.
Hasta esa fecha, el panorama era ése. Trópico, plantaciones de banana y tabaco, pequeñas fincas dedicadas a las hortalizas, algunos tragos o un truco en "El Rancho". Pero el 27 de febrero da 1969, Caimancito perderá la calma y la siesta. Ese día, Yacimientos Petrolíferos Fiscales anunció que en plena selva, a 20 kilómetros de Caimancito —11 por la ruta y 9 por un increíble camino de tierra colorada bordeado por lianas, cantos de pájaros extraños, enjambres de jejenes (mosquitos casi invisibles de picadura muy dolorosa) y "sanojrges" (insectos voladores enormes que pueden paralizar un brazo si descargan su andanada de ácido fórmico)—, había surgido el líquido mágico, el que transforma desiertos en poblaciones, la tierra en poder.
El único habitante del pueblo que conocía la marcha de las perforaciones era un agricultor apacible, casado, dos hijos, experto en tabaco, que ocupa todos los días una casilla de madera, desde la que ejerce sus funciones de intendente. Se llama Enrique Cescato, se ríe poco, gana 35.600 pesos por desempeñar sus funciones y vive desde el comienzo del verano obsesionado por algo que puede modificar como un ciclón a Caimancito: el petróleo. "Gente" lo saludó en un mediodía difícil de resistir. Los mosquitos formaban nubes temibles y el sol se descargaba sobre las calles sin gente. Apenas algunos chicos —vigilados por uno de los dos agentes de policía— desafiaban 45 grados.
—¿Los ven? Son nuestros. Son de aquí, de Caimancito. Ellos van a ver crecer este pueblo hasta superar a cualquier ciudad de Jujuy. El agente los cuida para que puedan resistir una nueva tentación: recorrer a pie los 20 kilómetros que separan el pueblo del pozo. Ustedes saben cómo son los changos. Pueden llegarse hasta allí, prender un cigarrillo jugando y hacer volar todo. Hay mucho gas suelto en el aire. Mucho gas, y ese gas es riqueza. Cada uno de ellos va a tener oportunidad de ver algo que nunca imaginó. Colegios, hospitales, forasteros, jóvenes. Porque los jóvenes no vienen a Caimancito. Y los que tenemos se van.
Cescato se pasó la mano por la frente empapada y miró la calle que quemaba.
—Vengan, quiero que vean algo.
En la casa de madera había un escritorio, y sobre el escritorio una botella repleta de un líquido entre verde y marrón.
—Esto es petróleo. Óiganlo bien. Petróleo. Yo soy el único en Caimancito que tiene una botella de petróleo. Toquen. Parece aceite. Pero no lo es. De esta botella nacerá otra vez Caimancito.
Es difícil pensar en un renacimiento cuando se ven las casas, los árboles golpeados por el sol. Pero Enrique Cescato cree. Cuando mueve las manos dibuja torres de petróleo, edificios altos. Fuimos en una camioneta hasta el pozo. Cescato dejaba que los ojos se perdieron en la vegetación que parecía intentar una invasión de casa y vidas. Densa, húmeda, muy verde.
—Eso que ven a la izquierda son bananales. Y aquello plantaciones de tomates. Y aquello es caña de azúcar. El petróleo les quitará el primer puesto. Paremos aquí, por favor.
El intendente de Caimancito bajó de la camioneta y caminó cincuenta metros hasta un puente. Después levantó el brazo derecho y gritó.
—La riqueza va a venir por aquí. Este es el arroyo Zanjón Seco, y seguramente lo van a utilizar para bajar el petróleo hasta Caimancito e instalar un cargadero en el pueblo. Eso sí no nos lo impiden los de Yuto.
Fue el primer indicio de que el petróleo de la selva no sólo llevaba esperanza. En algún lado se agazapaba también la pelea.
—Yuto es un pueblo que queda a veintitantos kilómetros del nuestro. Ellos quieren que el petróleo pase por allí. Pero lo vamos a impedir. El petróleo jujeño pasará por Caimancito aunque tenga que dejar la vida en conseguirlo. Tenemos 1.000 habitantes. Son pocos Queremos más. Queremos gente de afuera que renueve todo. Si el cargadero de petróleo se instala en el pueblo, vendrán. En Caimancito no hay hospital porque no hay médicos. No hay luz porque no tenemos fuerza para pedirla. Pero con el petróleo todo vendrá.
El camino es muy difícil. Hace demasiado ruido el motor y existe el riesgo de tener que detener el vehículo cuesta arriba para que el agua del radiador deje de hervir. Las botas son recomendables: en cualquier picada pueden acechar las coral, las yarará, las de la cruz, víboras de veneno mortal. Las arañas pollito pueden mimetizarse con la corteza de los árboles —de los que surge un vapor casi permanente— y atacar. Media hora en la selva, a pié, puede significar también un ejército de garrapatas y polvorines —piojos que se instalan bajo la epidermis— arrojándose sobre el inexperto. En veinticinco minutos de exploración por un camino natural —el que se piensa utilizar para bajar el petróleo hasta Caimancito—, en compañía del intendente Cescato, "Gente" supo de qué manera pican los jejenes y aprendió a ahuyentar garrapatas con la cabeza de un cigarrillo encendido.
Cincuenta metros antes del pozo, en una curva, la selva se rompió. Entre los árboles altísimos, en un claro, se alzaba la torre petrolífera. La primera de Jujuy. La que cambió pueblos por el único hecho de su presencia. Un cartel pedía detener los motores y prohibía, con letras descomunales, fumar. Enrique Cescota miró las manos de sus acompañantes rastreando algún cigarrillo distraído, y bajó.
—¡Huelan, señores! ¡Huelan este perfume!
El aire estaba atrapado por olor a gas y a aceite. En un claro se alzaba una llamarada de diez metros de alto.
—Ese es el gas —dijo Cescato—. Por ahora se quema, para no aumentar el peligro. Pero dentro de poco va a ser envasado y comercializado. ¿Saben algo? Mis hijos pensaban irse de Caimancito. Pensaban irse para siempre. Y ahora han decidido quedarse y esperar. El petróleo puede abrir panoramas para ellos.
El equipo de exploradores de Y.P.F. recorría la torre, mirando con mucha minuciosidad cada trozo de hierro. Un mecano gigantesco armado por hombres que trepanan la tierra buscando la fuente del desarrollo. Viven en la selva desde junio, cuando recibieron la orden de comenzar a investigar, a perforar el suelo. Su misión empieza el día de la primera excavación, y termina cuando se comprueba que el suelo tiene petróleo. Están manchados de "oro negro" y usan cascos de aluminio. El pozo número 1 de Caimancito es un poco la obra maestra de cada uno de ellos. Han esperado meses para verlo producir. Han bajado los brazos muchas veces. Mil metros, mil quinientos, dos mil. Nada. Fue muy duro. Después de los 1.700 metros la no aparición de petróleo en una zona marcada como probable sólo puede producir desaliento. Pero continuaron trabajando con el taladro gigante, y el petróleo surgió en los 4.008 metros con cincuenta. Le tocó encontrarlo al equipo de Rafael Cardona, un jefe de exploradores que detecta petróleo desde hace catorce años. Conoce a fondo las astucias de la tierra, las trampas que se esconden en las napas. Es un cazador de petróleo infalible. El 27 de febrero su equipo lo vio llorar. Juan Bautista Plaza, soltero, 26 años, salteño; Benjamín Malajovich, 42, casado, correntino; Ernesto Demera, 28, soltero, salteño; Oscar Estrella, 28, casado, mendocino; Marcelino Cuello, 35, casado, salteño; Ramiro Gerardo Guzmán, 45, casado, jujeño; Ángel Arenas, 32, casado, salteño; Julio Martínez, 36, casado, catamarqueño; José Palacios, 53, casado, riojano; Julio Centraras, 35, casado, salteño. Ellos manejaron los dos motores de 850 caballos de fuerzas, las cuerdas que pueden resistir 250 toneladas de peso, el barro químico que se coloca en el pozo bajo la torre, y haciendo una presión de 250 kilos por metro cuadrado impide que el petróleo pueda surgir de golpe arrasando con todo, incendiando, destruyendo. Porque el petróleo surgente, incontenible, bañando caras que sonríen, sólo puede verse en las películas. En la realidad, el hallazgo se hace cuando se eleva á través de un tubo de cuatro milímetros. Casi un pelo. Los hombres de Cardona han visto a sus familias sólo dos veces por mes desde principios de junio. Algunos sufrieron mordeduras de víboras y salvaron sus vidas con el suero antiofídico que les aplicara el enfermero Santiago Ramos.
Enrique Cescota suele mirarlos con admiración.
—Ellos son héroes de este suelo. Sólo ellos. .
A veinte kilómetros del olor a gas y a aceite, del trabajo de los hombres de Cardona, Caimancito ha perdido la paz y espera encontrar el camino del cambio. Un pozo de producción extraordinaria —450 metros cúbicos de petróleo y 250 metros de gas en el primer día de explotación, cifras excepcionales— perdido en un lugar que el hombre no había pisado, es el factor decisivo de esa transformación.
—Basta de vivir mirando la tierra y los tomates. Petróleo. Ese es el nuevo destino de Caimancito. Pienso ver dentro de unos días al gobernador Arias y contarle un proyecto que tengo sobre un gran hotel para la gente que venga.
Abajo, a veinticinco kilómetros de Caimancito y a 45 del pozo número 1, en otro pueblo —Yuto—, situado en el límite con Salta, qué señala el río Piedras, otro hombre, parado en la puerta de su negocio, en el que se venden desde duraznos en almíbar hasta repuestos para autos, no pensaba lo mismo. Para Juan "El Zorro" Cura, intendente de Yuto, una población de 4.250 habitantes, el petróleo estaba destinado a rozar y transformar sus dominios. Su primer encuentro con "Gente", té de coca por medio, fue contundente.
—Hace dos años que dirijo los intereses de Yuto. Y ahora veo la oportunidad de verlo cambiar de golpe. No sé si me entiende. Este es un pueblo muy lindo, de gente buena, pero tiene que crecer. Producimos naranjas, pomelos, bananas, montañas de legumbres, Pero con eso no alcanza. Ahora necesitamos que el petróleo pase por aquí. Que el cargadero se instale en Yuto. ¿Ustedes estuvieron con Cescato? Bueno, él quiere verlo en Caimancito. Dice que está más cerca, que el descenso es más fácil. Pero no tiene en cuenta que Yuto tiene usina propia, hospital, tres médicos, cine. Yuto es otra cosa. Está preparado para recibir un aluvión de gente nueva.
También Juan Cura tiene en su casa el más novedoso de los símbolos de status para los pobladores de Caimancito y Yuto: una botella con una etiqueta que dice "Petróleo". Y todos los días llega hasta el pozo, camina, mira, proyecta.
—Caimancito no existe. Se va a ver en la obligación de anexarse a Yuto. Deben comprender que el beneficio será para todos, pero que a nosotros nos corresponde el cargadero de petróleo. Ningún empleado de Y.P.F. vacilaría si le proponen elegir. Diría "Yuto", sin duda. Acá tenemos un restaurante, los chicos tienen tres maestras y un maestro, en nuestra iglesia hay un sacerdote, cosa que no ocurre en la de Caimancito. Tenemos todo para ofrecer.
Es muy difícil que en . sus visitas al pozo no lo acompañe su plana mayor: las maestras Nelly Avellaneda, Lía Contreras y Consuelo Delgadino, y el maestro Eder Cagnino, un cordobés alto y pausado, que sólo se enardece cuando se toca el tema petróleo: "Tiene que pasar por Yuto".
Ni el sol demoledor, ni las nubes de jejenes, ni el peligro de las víboras, impiden la diaria visita de la gente de Yuto al pozo. Sólo toman una precaución: hacerlo después de la una de la tarde, cuando tienen la seguridad de que no va a llegar el intendente de Caimancito, quien lo hace siempre por la mañana. Es un convenio tácito, sin papeles ni palabras. La micro-guerra está declarada, y se mezcla con los sueños, las visiones de cambio. Los chicos de Caimancito siguen pensando en escaparse para ver ese monstruo próximo que puede modificar sus vidas. Juan Simón Fuente, el policía, sigue impidiéndolo. Enrique Cescota sigue firmemente las gestiones para que el petróleo sea llevado a Caimancito y allí se instale el cargadero. Sólo 20 kilómetros de distancia y una pendiente natural en la selva avalan su posición. Juan "El Zorro" Cura esgrime médicos, un hospital y una usina para exigir que el petróleo pase por Yuto. Los hijos de Cescota han decidido quedarse para siempre en su suelo. El petróleo de la selva jujeña es esperanza, asombro, futuro y disputas para los hombres que habitan una tierra para nosotros remota, misteriosa. La iniciativa del gobernador jujeño, Darío Arias, de promover las exploraciones ha tenido éxito. El país y la provincia tienen una nueva intacción para su economía. Pero más allá de la fría consideración de posibilidades y éxito, las vidas de dos pueblos han dejado de ser lo que eran. En cada uno de sus habitantes crece ahora la ilusión de la riqueza.
Mario Mactas
Fotografías: Mario Paganetti

 

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Caimancito
los changos de Caimancito
Caimancito
Cardona, jefe de exploradores
 
Caimancito
Juan Cura, intendente de Yuto -el pueblo rival de Caimancito- y un símbolo de status: una botella de petróleo

 

 

 

 

 

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