Martha Argerich

 

 

 

 

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EL 5 de junio de 1941, en Buenos Aires, Juana Heller tuvo la primera hija de su matrimonio con el profesor de matemáticas Juan Manuel (Tirano) Argerich: la llamaron Martha. A los tres años, solemnemente sentada en el mostrador de una panadería del barrio —en las adyacencias de Santa Fe y Pueyrredon—, Martha deglutía una medialuna mientras una tía paterna informaba a las vecinas, entre admiradas y desconfiadas: "Marthita ya toca Beethoven, Schumann y Chopin." La niñita, que demostraba excepcionales dotes para la música, había sido puesta bajo la conducción de una experta en instrumentistas precoces: Ernestina Corma de Kussrow, elaboradora de otras celebridades tempranas (y efímeras: Gladys Le Bas, Violeta Rillo). Por esa misma época nació su hermano Juan Manuel, a quien, para seguir una tradición familiar, apodaron Cacique.
El 22 de octubre de 1946, en el Teatro Astral, Martha Argerich ejecutó por primera vez un ritual que sería frecuente en su vida: dar un concierto. Fue presentada por la señora de Kussrow, junto con sus compañeras Gladys Le Bas y Anery Asté. Apenas tres años más tarde —tenía 8 de edad—, en la misma sala, el maestro Vicente Scaramuzza dio, desde el sitial del director de orquesta, la entrada para que Martha atacase el primero de sus dos ajustados compromisos de la jornada: el concierto número 1 de Beethoven, seguido por el Köchel 467, en re menor, de Mozart.
Pero apenas se alejaba la marea de aplausos, la pianista volvía a ser una chica, con todos los rasgos de la edad, aunque iluminados por una inteligencia asombrosa, matemáticamente clara en la comprensión y enunciación de conceptos. Su relación con el implacable Scaramuzza se basaba sobre el respeto mutuo: "Nunca la trató como a una nena, sino como a una pianista", es el recuerdo unánime de quienes frecuentaron entonces el estudio del severo napolitano. Y que el rango de aquella pianista diminuta fuese excepcional (y el viejo maestro sabía reconocerlo), no impedía que Scaramuzza la sentara a veces en sus rodillas, a la hora de la merienda, y le sirviera con sus propias manos galletitas Minué, itálicamente empapadas en vino.
Nada encrespaba más a la pequeña Martha que le tocaran la cabeza enrulada, diciéndole: "¡Qué rica, qué monada!", o que, tomándole las manos, le preguntaran "si le dolían", después de horas de intensa ejercitación. "Entonces se volvía hosca y reconcentrada —evocan los memoriosos—, y únicamente un pedido plañidero de Cacique lograba arrastrarla al piano para complacer a las señoras gordas." Una antigua amiga habla del amor de la Argerich por los animales: "Hasta se preocupaba de que no aplastaran a las cucarachas", informa. Estos fervores infantiles, y su espontánea alegría ("creció como cualquier otra chica de su edad, dentro de una vida familiar normal", dice una pariente cercana), tenían la contraparte en la concentrada atención que Martha ponía en sus ejercicios de piano, y en la discreta —pero filosa— intensidad que dispensaba al análisis de los demás. Este no engañarse ni hacerse ilusiones acerca del prójimo, se acompaña con una casi increíble ausencia de egoísmo: "Basta que se la elogie, para que de inmediato se vuelque en la apología de los otros pianistas: Ustedes no los conocen aquí, esos sí que son genios, insiste, con fervorosa impaciencia."
La misma magnanimidad —sin esfuerzo— le brota cuando se roza el "tema Gulda". "Más vale no recordarlo en ese mal momento", sugiere Martha cuando alguien, a su lado, reprocha a Friedrich Gulda los ásperos conceptos que infligió a su ex alumna, como despechado porque ésta hubiera preferido las enseñanzas de la viuda de Dinu Lipati y de Nikita Magaloff, en Ginebra.
Gulda fue quien, después de escuchar a Martha en Buenos Aires, pidió a los Argerich que llevaran a su hija a Viena, para que fuese su única discípula. "Haceme quedar bien, piba", le dijo Perón a Martha, cuando se despidió de ella, después de haberle facilitado el viaje mediante el nombramiento de sus padres en cargos diplomáticos dentro de la embajada argentina en Austria. Esto era a comienzos de 1955; la Revolución Libertadora no innovó en esa situación, pero oportunamente los Argerich decidieron que Cacique debía completar su educación en Buenos Aires (donde actualmente —ya de 21 años— estudia Derecho). La familia se dividió, entonces: el padre se volvió a la Argentina con su hijo, la madre —Juanita— quedó en Europa con la hija.
En febrero de 1957, una figurita algo patética, que acababa de descender del tren, se acercó al jefe de la estación de Bolzano, en el norte de Italia, y le preguntó por el cuartel general del Concurso Internacional Busoni, para pianistas. Instantes después, el jefe vertía por la bocina del teléfono una observación irónica: "Ahí te mando —le dijo al encargado del hotel donde se centralizaba a los participantes del concurso— al primer premio." Y se rió por lo bajo, mientras la muchachita se hacía cada vez más diminuta en la carretera nevada. Cuando Martha Argerich —era ella— arribó al salón donde los pianistas ensayaban, los directivos observaron su modesto desaliño, se miraron entre sí y le ofrecieron, para practicar, un envejecido piano vertical, olvidado en un rincón.
Pero cinco minutos después que sus dedos, poderosos y aéreos a la vez, hubieron aleteado sobre las teclas, los mismos directivos la condujeron a un piano de cola; y, a, los pocos días, la nieve se incendió de reflejos cuando, en medio de una típica procesión alpina de antorchas, la triunfante Martha Argerich fue llevada en andas, por un publico delirante, entre las montañas que ciñen a Bolzano.
Faltaba aún el segundo delirio que, en aquel mismo 1957, colocaría a Martha, definitivamente, en la cresta de una ola gigantesca: el primer premio del Concurso Internacional de Ginebra (obtenido a pesar de una arrasadora gripe). Desde entonces, la rueda de la fortuna no ha cesado de girar para ella. Su historia más reciente podría, quizá, escribirse con los nombres de los directores de orquesta con quienes ha tocado desde 1959 (Karl Münchinger, Lorin Maazel, Paul Klecki, Anatol Fistulari); con el prestigio de Arturo Benedetti Michelangeli, que le dio lecciones en Turín, en 1961; con los 35 minutos de ovación que le dispensó, de pie, la audiencia polaca que la recibió a su regreso a Varsovia, después del reciente premio Chopin, cantándole el tradicional Stalla Iat ("que viva 100 años"), sólo ofrecido a Rubinstein cuando volvió a Polonia tras 25 años de ausencia; con los atronadores aplausos de sus compatriotas al saludarla hace unos días en el Colón.
Hay también otra manera de escribir la historia de Martha Argerich: contando que solía regalar sus juguetes o sus zapatos nuevos a los chicos pobres que encontraba; o que declinó vestirse de largo, la semana última, para ir a una comida con el violinista Ruggiero Ricci (fue de blusa y pollera negras). Pero tal vez la verdad de Martha Argerich sólo se halle —íntegra, resplandeciente, de una vez— en el momento que sus manos descienden sobre el teclado para derramar en él lo que su viejo maestro, Scaramuzza, llamaría "lo providencial": la capacidad de ser, toda ella, música.
revista primera plana
03/08/1965