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pie de fotos
-Iracundo Gurfein: Consecuencias
-Goyesco Carrá: La gran herencia
-Heterodoxa Matzner: Sin ismos
-Barroco García Veiga: Humor
-Delia Puzzovio
-Pórtico de Love &Life

 

 

Hace exactamente un mes, la galería Lirolay (Esmeralda al 800) se vio conmovida por algo parecido a un terremoto. La noche del 24 de junio —como para honrar al San Juan de las hogueras—, los altos prestigios de la crítica de arte de Buenos Aires fueron arrojados al fuego: con el atizador en la mano, un muchacho melancólico, de grandes bigotes rubios, revolvió sin pausas ese fuego durante dos horas, insoportables para muchos.
Esa misma noche —como una primera reacción a los sucesos de Lirolay— el habitualmente circunspecto Samuel Paz arrancaba a jirones dos afiches expuestos en el Instituto Di Tella, murmurando entre dientes: "¡Y todavía nosotros le hacíamos propaganda! ¡Si lo agarro en la calle, no respondo de mi" Mientras tanto, Mario Gurfein, el depositario de esa agresividad, comenzaba su noche triste: haber insultado públicamente el áureo prestigio de Jorge Romero Brest le costaría una insólita censura por parte de la galería. "Cuando fui a la exposición —comentaría Gurfein (20 años), a la semana siguiente de los sucesos—, encontré que habían descolgado Supermarket." El sugestivo óleo era un mal disfrazado retrato del profesor Romero Brest, y en Lirolay se le comunicó que "lo que hasta ayer era una broma, después de sus declaraciones es una afrenta con la que no podemos hacernos solidarios". Impotente para restituir el cuadro, Gurfein decidió descolgar toda la muestra.

La fiesta de cumpleaños
En el mes transcurrido desde su explosión (no disimulada por un vano intento conciliatorio de Juan Batlle Planas y un titubeo impreciso de Luis Felipe Noé), Gurfein ha podido comprobar hasta qué punto resulta contraproducente tirarse de cabeza contra las paredes: apresuradamente, Lirolay tapó los efectos concéntricos de la onda explosiva, organizando en sus salas algo parecido a una fiesta de cumpleaños.
Los encargados de llevar esa fiesta a su paroxismo, fueron Delia Cancela y Pablo Mesejean, un joven matrimonio que se dedica al pop-art como "una forma de contribuir a la alegría". Para colectivizar esa alegría, los Mesejean desparramaron 50.000 pesos en objetos, masas y sidra; exhibieron con orgullo grandes cajas de bombones, regalo de la confitería Lion D'Or, y bautizaron a su muestra —curiosamente, en inglés— con el sugestivo título de Love and Life ("Amor y Vida").
Por segunda vez, en muy poco tiempo, un circunspecto venció su timidez: en esta oportunidad fue el arquitecto Samuel (Sammy) Oliver, director de Museos y Bibliotecas Nacionales; pero su boutade no fue una manifestación de iracundia —como la de su tocayo Paz— sino de buen humor. Tendido en el piso plateado de la sala, recibió inmutable el llanto de dos viudas, que se desmelenaban sobre su presunto cadáver. Alrededor de la fúnebre simulación, muchachas vestidas de largo, acompañadas por rigurosos mods ingleses, evolucionaban hostigando los objetos con sus anteojos de colores: a la entrada de la muestra, las modelos Sunny Moya y Florencia se encargaban de repartir entre los asistentes los florecidos pares de anteojos, "para poder ver la vida color de rosa".
Cerca de quinientas personas abrumaron Love and Life la noche de su inauguración: el inefable Romero Brest, Hugo Parpagnoli, Antonio Berni, Clorindo Testa, Cecilio Madanes, María Julia Bertotto (con peluca pelirroja), estuvieron entre los que aportaron su buena voluntad al experimento. Después de todo, no se trataba más que de certificar una teoría que los Mesejean comparten con el premiado Juan Carlos Stoppani, el ceramista Alfredo Rodríguez Arias y la bailarina Marilú Marini: el arte debe ser una fiesta, y toda fiesta es divertida.
En el extremo opuesto de esa concepción, otro grupo de difusores del pop-art (Carlos Squirru, Delia Puzzovio y Edgardo Giménez) sostienen la necesidad de otro destino para el objeto: cuanto más revulsivo e inquietante pueda ser, mejor servirá a los fines de la conmoción. La polémica —que tiene para sus participantes aires de enemistad personal— está lejos de finalizar allí. Un tercer grupo -en el que podría incluirse a la resbaladiza Marta Minujin, a Rubén Santonín (quizás el más lúcido teórico de "las nuevas corrientes") y a Pablo Suárez— prefiere navegar por la indiferencia y el eclecticismo, que lo acerca o lo aleja, alternativamente, de los extremos en conflicto, y no lo compromete con nadie.
A menos de dos años de su estallido en Buenos Aires, la moda del objeto parece a punto de estrellarse contra una pared previsible: sus deficiencias teóricas, que en un primer momento quedaron ocultas por el revuelo de la novedad, comienzan a fatigar a sus propios responsables.

Las otras rutas
Sin embargo, como el incandescente Gurfein, un nutrido lote de plásticos de la nueva generación se niega a reconocer como única salida el alarido del pop-art. Sus contemporáneos partidarios del objeto los miran displicentemente por sobre el hombro: como actitud general, los publicitados ahijados del profesor Romero Brest parecen considerar que el arte comienza con ellos y todo intento de sacar algo más de las disciplinas anteriores es una obsesión inútil.
Tres de los menos notorios representantes de esa generación subterránea podrían servir como ejemplo —no por representativos, sino precisamente por lo contrario— de que no siempre es así; de que, por el contrario, los transitados caminos del dibujo, la pintura o el grabado, dan a sus obras un aire de empecinada emoción, de desesperante tentativa.
Para Carmelo Carra, nacido hace 20 años en Catanzaro, en el corazón de la Calabria, el aire goyesco que fluye de sus trabajos es una conquista invalorable. La confiesa y la exhibe: "Varios me han dicho que me parezco a Goya
—admite—. ¿Y le parece que encima puedo enojarme, o negarlo?" Aislado de la publicidad—para la cual, tener obsesiones semejantes a las de Goya parece menos interesante que fabricar un pulpo de goma—, Carra fatiga sus días en una óptica y en los cursos de la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano: "Me levanto a las cinco menos cuarto de la mañana —confiesa—: cuando llega la noche, estoy totalmente agotado. Cada día, tengo que trabajar, estudiar y hacerme tiempo para crear."
Una reciente exposición en galería Lerner (al 800 de Maipú) llamó la atención sobre este nieto de Carlo Carrá (uno de los precursores del futurismo italiano, junto con Boccioni, Severini y Balla). Su inclusión en el Premio de Dibujo Bonino y una beca de EFEA (la Cinta de Plata, para viajar gratis a Salta y Jujuy), le hacen mirar con alegría el año 1965, "aunque todavía me falta mucho —suspira— para poder dedicarme íntegramente a mi obra, como me gustaría".
No es una excepción. La pequeña y movediza Clara Matzner (pelo rubio y lacio, 20 años, "me gustan mis pestañas largas") sobrevive actualmente con un trabajo publicitario. Si no le da una gran holgura económica, le permite por lo menos solventar su producción: un abrumado país de collages donde campean billetes de cinco pesos, impresiones de bases de tinteros, estampillas; el mundo cotidiano sumergido por el pastel y la tempera.
Hija de un acróbata (ex campeón de gimnasia) afincado con un comercio en las cercanías de Once, ese mundo tiene para Clara una precisa inmediatez: "Pintar es ofrecer una expresión o un modo —declara, para definirse—: yo estoy simplemente en mis cuadros, no adhiero ni formo parte de ninguna corriente o grupo."
En esa línea, signado también por una absoluta fidelidad a sí mismo, se mueve uno de los más originales dibujantes descubiertos en esta temporada: el español Antonio García Veiga, que a los 28 años recuerda sorprendentemente el humor ácido y vital de Oski. Sólo que su universo está poblado por extraños mutantes que dibuja con minuciosidad barroca: marcianos en bicicleta, automóviles pretéritos, máquinas inútiles.
Caminador de Buenos Aires (a pesar de vivir en Lujan, donde atiende un negocio de ramos generales de su padre), García Veiga ha elaborado una prolija geografía porteña: sus apuntes suelen demorarse en los ángulos del Cavanagh o la Torre de los Ingleses; llena carpetas sin pausa con estas descripciones.
Tanto él como Matzner o Carrá ignoran todavía el hormigueo de las entrevistas, la admiración colectiva, el boato de los vernissages que presiden inauguraciones de moda. Los tres se limitan a frecuentar una paciencia obsesionante: reducirse a formas tradicionales para extraerles la verdad. Que esa verdad pueda conmover a algún remoto testigo, es una simple conjetura: pero no hay dudas de que la dura persecución de esa esperanza justificaría toda recompensa.
27/07/1965
Primera Plana