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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


Butler y su soledad

Todos los fines de semana, en una isla sobre el río Carapachay, a unos seis kilómetros del Tigre, Horacio Butler se encuentra con su paisaje. Decir que un pintor, que ahora se aproxima a los ochenta y tres años, se encuentra con su paisaje, no es una mera digresión literaria: es anotar, quizá, el motivo más válido que justifique su trayectoria y aún su existencia. "En el Delta han sido inspirados muchos de mis cuadros, pero es inútil tratar de encontrar cuál es el sitio que he pintado o si aquella escena de las señoras bajo la pérgola ha sucedido así, como la he llevado a la tela. Lo que ejecuto nunca es la realidad, aunque se base en ella".

revista mercado
5 de junio de 1980

un aporte de Riqui de Ituzaingó


Horacio Butler

 

 

 

Y para confirmar o acercarse al mundo de Butler basta recordar esta anécdota. El fotógrafo de MERCADO, encargado de la nota gráfica en su piso frente a la plaza Vicente López, se mostró impresionado por una obra del pintor. "¿Qué le sugiere?", le pregunta intrigado Butler. "Me preocupa, sobre todo, que las figuras que aparecen allí no tengan rasgos en sus rostros", responde el fotógrafo. Y Horacio Butler, calmosamente, señalando la tela, le dice: "¿Está usted seguro de que no ve los rasgos? Sin embargo, si usted observa bien, los verá tal como yo los veo". Y tenía razón. Porque apenas uno observa la velatura, la diafanidad de esa aparente mancha que oculta los rasgos, surgen milagrosamente los ojos, la nariz, la boca, de cada uno de los rostros del cuadro. En realidad, esa distancia inicial es la que también separa al interlocutor de Horacio Butler, el solitario. Una distancia que poco a poco él se irá encargando de recortar mediante cálidas y sabias evocaciones. "No es que rechace la popularidad, pero es que yo sin ser un aristócrata creo que el arte es aristocrático". Y acaso tenga razón en cuanto a resumir así su propia concepción del arte, porque a pesar de pertenecer a la misma generación de Aquiles Badii, Héctor Basaldúa, Lino Spilimbergo, Antonio Berni, no frecuentó ni las galerías, ni la bohemia, ni los reportajes.
Su historia de pintor se remonta a 1929, cuando empezó a exponer en París, en los salones de Las Tullerías. Después siguen otras en distintas partes del mundo, su permanente participación en salones nacionales e internacionales, y por supuesto, periódicas aunque no tan frecuentes, exposiciones en las mejores galerías argentinas. Algunos hitos pueden destacarse: en 1941 recibió la propuesta de idear un ballet con un tema argentino para el American Ballet de Nueva York, imaginando Estancia, cuya música fue compuesta por Alberto Ginastera. También en 1952 fue invitado por la Scala de Milán para colaborar en la puesta en escena de "Proserpina y el Extranjero", obra del maestro Juan J. Castro que obtuvo el Premio Verdi. Butler, en 1957 obtuvo el premio Cinzano. Y desde 1964, época en que comenzó una serie de tapices, figura en los museos de Buenos Aires, de Arte Moderno de Nueva York, Brooklyn y Tel Aviv. En los últimos años, también se expresa escribiendo. "Francisco", una novela y "Las Personas y los años" relatos, fueron editados por Emecé. No fue fácil apartarlo de su íntima soledad ni de su cálido laconismo.
MERCADO -¿Qué piensa del movimiento de la plástica en Buenos Aires? Tanto más activo, más desarrollado que en aquellos años 20 cuando usted se iniciaba.
BUTLER —No quiero parecer admonitorio, pero lo que sucede actualmente con la pintura es puro mercantilismo. Las obras en que uno ha puesto todo su esfuerzo, su amor y sus ideas, pasan de mano en mano, son consideradas como valores de la Bolsa, se habla de la cotización de un artista no de sus valores artísticos. Nadie se detiene junto a la obra en actitud de respeto, al menos, o tratando de comprender qué es lo que dice o exhala la obra. Otros, más fenicios aún, calculan cuál es la edad del pintor para saber si va a morirse más o menos pronto cosa de que se acentúe su cotización. Francamente, yo me he quedado solo porque me siento fuera del mundo si es que ése es el mundo. Sigo creyendo que el arte es una actividad espiritual que no puede someterse a circunstancias subalternas como el dinero. Me resisto, aquí, en mi casa, sin andar alardeando por ahí de esto que quizá sea demasiado romántico para la época.
MERCADO —Seguramente usted debe tener algunas exigencias con los posibles compradores de sus cuadros.
BUTLER —No, porque ya no vendo cuadros. A medida que envejezco siento que debo quedarme con ellos, con los pocos que pinto. ¿Qué placer único y más personal que el que puede obtener un artista que cada tanto, al recorrer su casa se tropieza aquí y allá con esos cuadros que le muestran algún retazo, algún fragmento de su vida? ¿Cómo comprar eso o cómo venderlo? Disculpe usted, quizá mi concepción del arte sea excesivamente sagrada. Sé que a los jóvenes les asusta.
MERCADO —En este caso, Butler, no. ¿Por qué no explicar, por ejemplo, el proceso de creación de uno de sus cuadros?
BUTLER — ¡Ah! ¿Usted quiere saber si pinto un cuadro todos los días? (sonríe). Al cabo de más de sesenta años de pintura uno, sin ofrecer mucha resistencia, adquiere algún oficio de pintor. Esto quiere significar que yo con muy poco esfuerzo podría repetir y multiplicar tantos cuadros como tiempo y salud disponga. Por supuesto, un artista no hace esto. Sin embargo, veo que el mundo ha cambiado tanto. El otro día el gran maestro Ginastera declaró que ya no compone música sino por encargo. ¡No entiendo eso! Uno se expresa empujado por una necesidad interior no por una oferta de afuera. Además, ¿quién puede fabricar o inventar emociones que no le atañen? Cuando yo pinto un cuadro lo hago basándome en una idea tal vez vaga. Una idea que va y viene dentro mío y que si no me la saco me persigue casi enfermizamente. Entonces hago bocetos, los rehago, lo observo durante días o meses. Después transporto eso a la tela, ya definido. Pueden pasar horas en que creo que el cuadro no está concluido y puede pasar un segundo en que con un color, con un trazo, al fin lo doy por terminado. Soy un juez implacable de mi pintura. En tantos años no debo haber hecho más que unas veinte muestras individuales. Ahora hay jovencitos que cada año realizan dos ó tres. Yo recién en los últimos años he vivido de la pintura y lo considero un milagro. Imagínese. ¡Hacer lo que a uno le gusta y que se lo paguen!
MERCADO —Es evidente que su manera de sentir el arte es diferente, incluso a la de muchos de los pintores que empezaron con usted, Soldi, Berni.
BUTLER —En realidad creo que mi destino fue siempre el mismo: estar solo. Cuando era chico nos llevaban a mis hermanos y primos a la plaza Vicente López a jugar. Nos dirigía una gobernanta inglesa quien vigilaba que fuéramos en fila. Cada vez que llegaba a casa le decía a mi madre: "Horacio nunca está con los demás. O va demasiado adelante o se queda rezagado..." Cuando empecé a pintar y fui dejando mis estudios de arquitectura también me sentía muy solo. Mi padre pensaba lo que la mayoría entonces, y me reconvenía diciéndome que pintar era cosa de vagos, tarea subalterna para no enfrentarme con la vida, con la empresa o con una actividad seria. El arte, allá por 1920, era considerado cosa de mujeres.
MERCADO —Si había ese consenso, ¿cómo desarrollaban ustedes su actividad, su vocación? ¿Cómo se informaban?
BUTLER —Vivíamos aislados de todo cuanto sucedía en el mundo. Prácticamente no había revistas ni medios como ahora en que a cada rato traen noticias de la vanguardia, y aún antes de que esta suceda. Rara vez veíamos una imagen de algún cuadro célebre. En Bellas Artes estudiábamos con un par de réplicas en blanco y negro de cuadros de Velázquez. Ahora en la escuela Prilidiano Pueyrredón hay más de 15.000 diapositivas de las obras más famosas del mundo. Recuerdo que lo que más nos impresionó en aquella época, antes de que todos nosotros fuéramos a Europa (Basaldúa y Badii), fue la exposición que hizo en Buenos Aires el pintor uruguayo Figari. A mí se me reveló otro ámbito de la pintura. Estábamos hartos de tanto clasicismo académico que nos quitaba libertad, y este hombre, este artista, nos revelaba que había otros mundos. Es que se nos inculcaba pintura como si a quienes estudian literatura sólo les dan a Cervantes y a Quevedo y les dicen que después de ellos nada más. Allá en París descubrimos a Cézanne, conocimos exposiciones de Matisse, de Picasso, de Bonard. Cuando volvimos nos habíamos reencontrado con el mundo y lo desarrollamos, con más confianza, en Buenos Aires.
MERCADO —Por aquella época, en París, andaba el escultor Sesostris Vitullo, cuyas obras se encuentran en el hall del Teatro San Martín. ¿Lo conoció?
BUTLER —Fue modelo mío. Por ahí tengo un cuadro donde él está tocando una guitarra. Vivía como modelo y por entonces eso lo tenía amargado. Estaba lejos de ser escultor. Curiosamente, cuando sobrevino la guerra y todos regresamos, él fue el único argentino que se quedó. Entre tantas privaciones él se desarrolló después como escultor. Me contaron que murió muy pobremente.
MERCADO —Sí, el reconocimiento vino después. ¿A usted le preocupa comunicarse con el espectador de su cuadro o prefiere prescindir de eso?
BUTLER —Claro que me gusta que mi obra le diga algo a alguien. Pero, ¿cuántas personas, cuántos espíritus pueden comprender realmente la pintura? Mientras tanto siento que es un placer solitario. No sé hacer grandes cosas. A veces me expreso escribiendo y publico algún libro de memorias o de obsesiones. Últimamente he notado, por ejemplo, que muchos elogian mis errores y permanecen indiferentes ante mis hallazgos. ¡Y resulta tan imposible sacarlos de su error! Pero es que el espectador está sacudido permanentemente por estímulos no siempre legítimos y se desacostumbra a la legitimidad. Hace poco fui a ver "Apocalipsis". Yo voy mucho al cine y soy un fervoroso admirador de Bergman. Apocalipsis es, ni más ni menos, que un estruendoso best seller. Tiene todo el condimento de violencia y horror acrecentado por parlantes que están pegados a la butaca. Bueno, después de un rato de estar en el cine, uno realmente siente que está en la guerra. Pero, ¿es eso legítimo?. Supongo que para hacer un alegato contra la guerra a un gran director le basta con narrar una historia simple y sin necesidad de trucos ni truculencias.
MERCADO —No nos ha contado de su casa en el Delta. Seguramente es el lugar donde más se reencuentra con su soledad.
BUTLER —¿Usted cree, con tantas lanchas como hay ahora? ¿Y con tantos turistas? Mire usted lo que han hecho. Han puesto en un catálogo de curiosidades de la zona a mi casa como hito turístico. A un amable funcionario municipal se le ocurrió hacerlo. Y sucede que los fines de semana, en el momento menos pensado, aparece una lancha colectiva cargada de gente y se detiene frente a mi isla. Yo entonces me escondo entre las plantas y oigo que a través de un parlante un guía ceremonioso grita: "Allí vive el pintor Horacio Butler, quien ha recreado los paisajes del Delta..." La gente entonces me busca y son cien ojos escrutando el follaje. Hasta que alguien me encuentra agazapado y grita "¡Allí está, allí está!". Para qué le voy a contar mi vergüenza.
MERCADO —Es que a pesar de todo, Butler, su pintura ha trascendido. A pesar de usted.
BUTLER —Es que no es fácil convivir con la vejez: cada vez veo menos, me duelen las piernas si pinto mucho tiempo parado, oigo cada vez menos. Y no es fácil aceptar el deterioro. Siempre tuve la obsesión de que me era imposible gozar plenamente la culminación de algún verano sin dejar de presentir el decaimiento que sobrevendría en el otoño. No pude nunca contemplar el esplendor de la belleza sin asociarla a los indicios de su futuro deterioro. Pero también la vejez nos deja su lado positivo. Nos ofrece la visión panorámica de nuestras vidas y la comprensión de ciertos enigmas que nos persiguieron durante todo ese tiempo. En eso estoy ahora y no tengo tiempo casi. ¿Comprende usted?
Orlando Barone