Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

ARTES PLÁSTICAS
La segunda muerte de Pettorutti

 

REVISTA ANÁLISIS
22 de octubre de 1971
(un aporte de Héctor Álvarez)


Se murió en París y sin aguacero, con uno de esos soles otoñales que encienden los ocres y naranjas de las arboledas. El sol, la luz, había sido desde muy niño la más grande obsesión de su vida, que trató siempre de capturar con la punta del pincel para encerrarlo en los resplandores tibios de sus telas. Emilio Pettorutti, confesaba hace muy poco que él no veía "cosas oscuras, tal vez sea que no las puedo ver: aun en las sombras yo veo claridad, veo un cierto reflejo. Mis últimas cosas son nada más que luz".
Diecisiete años hacía que había emigrado de su tierra natal para vivir como tantos otros talentos argentinos en la capital francesa. A los sesenta años podía disponerse a gozar de los privilegios de su fama, de su bien ganado prestigio de artista y seguir atrapando luces en el rectángulo de los cuadros. Un año atrás, sin embargo, repetía con insistencia que lo asaltaban recuerdos de cuando era niño, allá en La Plata y sobre todo, la añoranza de su sol que encontraba tan distinto de los otros soles europeos: "El nuestro tiene una cosa muy especial, decía, yo no sé en qué consiste. ¿Será demasiado tajante, demasiado crudo? Yo no sé lo que es." Pero la nostalgia no consiguió arrancarlo de ese París que había adoptado como refugio para la persecución política que sufrió hasta 1954, y que adoptaría para siempre: solo sus cenizas vendrán de vuelta a su tierra.
Es que Pettorutti nunca fue un pintor argentino, aunque fuera un hombre argentino. Para sus compatriotas había muerto mucho tiempo atrás y yacía en su cómodo exilio parisiense. Pertenece irrevocablemente a la pléyade de grandes maestros que un día formarán la prehistoria de ese arte nacional aún inexistente. El no lo ignoraba. Cuando le pidieron que se autodefiniera, que se clasificara para poder ubicarlo más fácilmente dentro de la inasibilidad de su pintura, múltiple estilísticamente pero uniforme en la solidez de sus construcciones, reconoció que era "muy difícil. Hay pintores a los que Ud. puede clasificar enseguida, explicaba. Por ejemplo en el caso de Braque. Braque es francés, y Ud. sabe cómo es lo francés o lo italiano, o lo español. Picasso, no hay duda, que es un pintor eminentemente español. Pero no hay nada que hacer: no hay arte argentino, no puede haberlo, es un país muy nuevo. Al clasificar a alguien como de Francia, tenemos en cuenta la edad de Francia o la de cualquier otro país europeo. No se puede inventar una tradición: es una cosa colectiva, ya sea por la nacionalidad, la religión, la política... todo. Es un sentir colectivo y de eso nace la personalidad artística".
Descendiente de inmigrantes italianos, nativo de un país demasiado joven y de una ciudad más pobre aún en pasado, la mayor parte de sus méritos los debe exclusivamente a sus enormes talentos artísticos, y a un tesón y una estrictez para consigo mismo que no lo abandonó hasta el último de sus días. No solo tuvo que lidiar con la incomprensión de los primeros tiempos como muchos de sus contemporáneos, batirse frente a los ataques de una crítica tan ignorante como cerril; también peleó contra su propia plétora, contra su exceso de dotes: "Yo tenía una facilidad enorme para pintar y esa facilidad es la que ha matado a mucha gente y me hubiera matado a mí también," reflexionaba.
Hace doce años libró una batalla con la ceguera, producto de un accidente trivial y resultó victorioso: sus soles no se habían puesto todavía, y es posible que no se pongan nunca más. El hombre Pettorutti ha muerto siguiendo el más inexorable de los destinos humanos. Pero quedan sus incontables luces y sus sombras, una obra emparentada con el genio, frente a la cual se puede repetir con él que "aunque me pongan delante de algo negro, veo siempre una claridad".

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