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crónicas del siglo pasado

 

Pioneras del feminismo argentino
por Rolando Riviere

Juana Paula Manso de Noronha, Cecilia Grierson, María Angélica Barreda, la doctora Lanteri de Renshaw, entre muchas otras, lucharon por lograr la actual igualdad de la mujer con el hombre en su lucha por la vida.


Revistero

 



Juana Paula Manso de Noronha


Cecilia Grierson


Alicia Moreau de Justo

 

 

HACE 50 años salía de la Facultad de Derecho, mezclada en forma desconcertante para entonces con el grupo bullicioso de flamantes abogados, una mujer. Era el 28 de diciembre de 1910. Ella, la señorita María Angélica Barreda. Cuatro años antes —exactamente el 16 de febrero de 1906—, otra profesional, la doctora Elvira Rawson Dellepiane, fundaba en Buenos Aires, junto con un grupo de prestigiosas mujeres, el Centro Feminista. El movimiento que procuraba equiparar a los dos sexos en la lucha por la vida colocándolos en un mismo nivel de igualdad, cobraba justiciera vigencia, y muchos nombres que enorgullecen hoy a nuestro pasado inquieto pertenecían a esas valientes damas que desafiando prejuicios y ejerciendo genuinos derechos colocábanse a la vanguardia de la vida cultural e institucional de la Nación.
CECILIA GRIERSON
Buenos Aires acaba de recibir su discutido título de Capital Federal luego de largas polémicas. Belgrano y San José de Flores resisten la inclusión en el perímetro metropolitano y la flamante urbe extiende sus brazos en torno del Riachuelo, el río de la Plata, el arroyo Maldonado y las calles Rivera, Medrano, Castro Barros y Boedo. Los edificios aspiran tímidamente a la jerarquía de un modesto tercer piso embrionario y las arterias sobre las que discurre cansino el tranvía de caballos invaden con un empedrado lento y perezoso los caminos de tierra.
Por la noche una iluminación azulada y amarillenta —el alumbrado lo brindaban 5.000 faroles a gas y 3.000 a querosén—, destacaba las fachadas con reminiscencias coloniales, en franca lucha con construcciones modernas que ya anunciaban la definitiva fisonomía de la ciudad. Cecilia Grierson, nacida en Buenos Aires el 22 de noviembre de 1859, pero casi entrerriana pues los primeros años de su vida transcurrieron en esa provincia argentina, concurría a los últimos años de la Facultad de Medicina. Había tenido una precursora de trágico fin: Elida Pazos, que ingresada a la Universidad luego de recibir el titulo de farmacéutica consiguió cursar hasta el quinto año de medicina. El destino deparó, a esta, noble luchadora, un término tan injusto como prematuro. Luego de recurrir a la justicia para lograr su ingreso a la casa de estudios en Ciencias Médicas y llegar casi al final de su carrera, la tuberculosis —por paradoja una enfermedad contra la cual quizá habría luchado— termina prematuramente con su vida. El largo camino de la mujer en procura de su igualdad estará también jalonado por mártires.
En 1887 el censo arroja las siguientes cifras: 433.375 habitantes, de los cuales 228.651 son extranjeros. Existen 436 médicos sobre una población masculina de 243.152 almas y femenina de 190.223. Cecilia Grierson se halla finalizando su doctorado y, en 1889, presta el juramento hipocrático.
Esta magnífica mujer, en cuyo rostro bondadoso, iluminado constantemente por un espíritu que no sabe de renuncias, se lee una determinación férrea, cumple su misión abnegada superando lo previsible. No se contenta con obtener un título y cumplir con su carrera; trasciende en múltiples actividades y funda la Cruz Roja Argentina y la Escuela de Enfermeras. Consciente de su fugacidad en este mundo procura que su obra se prolongue más allá de ella misma. Y lo consigue.
Los últimos días de Cecilia Grierson están preñados de la ternura y la sensibilidad femeninas que la acompañaron a lo largo de su extensa carrera. Amante de la pintura, su casa en Los Cocos, Córdoba, se transforma en lugar de cita obligada para los plásticos argentinos, y su hospitalidad, hecha norma de conducta, hace de esa residencia centro de largos coloquios intelectuales enriquecidos por su presencia constante: En 1934 la candorosa sonrisa que llevó siempre como símbolo de su amor por la vida se fija definitivamente en su rostro y pasa al recuerdo de las generaciones futuras.
MUJERES DE LUCHA
Sarmiento fué uno de los prohombres argentinos que con más empeño definió la igualdad de la mujer. Testimonio de esa conducta
fué el nombramiento de Juana Manso como presidenta del Consejo Nacional de Educación. Había nacido en 1820 y murió en 1875. Escritora, periodista en publicaciones locales y americanas, la insigne educadora fué para el gran sanjuanino piedra básica de su lucha por la equiparación jurídica y social de la mujer. El maestro había comenzado por traer a nuestro país un plantel de pedagogas y decidió incorporar las jóvenes a la enseñanza. Cristalizó parte de su proyecto al colocar una mujer al frente del organismo educativo.
Paralelamente otra lucha, más silenciosa, menos visible y brillante, llevaban con pertinacia afirmada por la verdad los grupos de casi adolescentes que debían enfrentar prejuicios centenarios encarnados en sus propias familias y sufrir acusaciones infamantes por el solo hecho de anhelar un horizonte más amplio para sus espíritus.
Volvamos a Juana Manso de Noronha y recorramos rápidamente circunstancias y acontecimientos de su vida sacrificada y admirable.
Vivíase por aquellos años un clima hostil hacia toda manifestación que significara romper vínculos con las reminiscencias coloniales. El período de paralización cultural que había originado la dictadura de Rosas no finalizó con Caseros y, razones políticas aparte, una fuerte convicción de cerradas perspectivas trocábase, a veces, en la frase hiriente y el comentario más cruel. Un grupo de damas que en 1852 escribe en las columnas de "La Camelia" recibe estos versos — cuya baja calidad delata la mezquina cerebración de sus autores—, aparecidos en "El Padre Castañeta":
"Mas no es desgracia peor 
de meteros a escritoras 
hallar pocos suscriptores
y lo mismo suscriptoras, 
si no que si alguna vez
escribís con ciencia suma 
no faltará quien exclame
leyéndoos: ¡hábil pluma! 
Y hasta habrá tal vez alguno 
que, porque sois periodistas 
os llame mujeres públicas 
por llamaros publicistas".
La grosería alentada por seres minúsculos cayó también sobre la paciente educadora con este tono:
"Saca la cadera
doña Baldomera, 
saca el espinazo
doña Juana Manso".
Así, con escaso ingenio y espíritu inquisitorial, la opinión retrógrada oponíase a quien dirigió, desde 1865 a 1875, los "Anales de la Educación Común"; a quien tradujo del inglés las lecciones objetivas de Calkins, "La libertad civil", de Lieber, "Naturaleza y valor de la educación", de John Lalor; y a quien un 1º de enero de 1854 publicó, en su doble carácter de directora y propietaria, el primer número de "Álbum de señoritas", revista literaria y modisteril que contenía, además, notas sobre bellas artes y teatro.
Juana Paula Manso de Noronha, casada en Río de Janeiro con un concertista de violín, madre de dos hijos, improvisada recitadora a los 6 años para ganar algunas monedas entre los parroquianos del Café de la Victoria, procuraba brindar a la mujer una publicación en la que se sumara a su inquietud natural por la "última palabra de París", el incesante rumor de la actividad intelectual brindada en un lenguaje que ya le pertenecía. De esa publicación que hoy provocará —tal vez— sonrisas en muchos, impresa en papel barrilete, tiene ocho ejemplares —de 8 páginas cada uno—, nuestra Biblioteca Nacional. Testimonio emocionado y extrañamente vívido de la educadora incansable que, prematuramente, a los 55 años, dejó de existir un 24 de abril. Probablemente la lucha desigual había desgastado paulatina pero seguramente su físico adusto; de sus ojos entristecidos por la incomprensión que la rodeara brilló, por vez postrera, la enérgica decisión que llevó su vida por los senderos menos fáciles.
Pocas páginas podrán ser leídas con mayor emoción por su carácter esclarecedor de problemas pedagógicos de ese entonces —¡y aún de ahora!— que la correspondencia mantenida entre Juana Manso y Sarmiento, mientras el maestro desempeñábase en los Estados Unidos como representante plenipotenciario de la República Argentina. Él la alentaba, dándole fuerzas cuando el temple de esta mujer singular parecía desfallecer. Cerremos este capítulo con las palabras con que ella respondía a una carta del futuro presidente argentino, el 4 de setiembre de 1867: "Siempre firme en mi puesto, sin más apoyo que su palabra, bálsamo de consuelo y estrella guiadora de mi destino. Los que tantas veces han hachado mi nombre no pudiendo hachar mi persona, parecen cansados; la modulación recorre otro tono, se divierten de otro modo; yo permanezco impasible, ganando en paciencia, convicciones y aun principios fundamentales de esta gran causa; según Horacio Mann, la más digna de inspirar un entusiasma heroico para soportar los sacrificios".
¿POR QUE VOTAN LOS ATORRANTES?
Simultáneamente con las figuras glosadas, otros núcleos femeninos íntimamente ligados con ellas avanzaban con denodados esfuerzos en procura de la igualdad legal y cívica de la mujer. Sufragistas tan empeñosas —y por cierto que también contemporáneas— como la aguerrida inglesa que conmovió la flemática Albión con sus actitudes drásticas en procura de la equiparación con el sexo fuerte —llegó a adoptar igual vestimenta—, conturbaron la vida ciudadana de una capital prematuramente adulta y pretensiosamente mundana.
Dentro del Centro Feminista se forma una Comisión de Sufragistas presidida por Alicia Moreau de Justo y con las señoritas Elvira Sáenz Hayes y Adela García Salaberry. Son tres pioneras que se lanzan al combate con ímpetu y esperanzas justificadas. La mujer llega a las universidades, a las fábricas, a las direcciones de grandes empresas, ¿es que debe vedársele el acceso al Estado y el derecho a elegir sus representantes? Nada más ridículo que admitir tal aberración.
Con argumentos concluyentes inician la batalla que habría de prolongarse largos e infructuosos años hasta que una medida demagógica, del todo ajena a los fundamentos democráticos que comenzaron afianzando la lucha por el voto femenino hubo de concretarlo para sus mezquinos y bastardos intereses. Esa dilación en conceder lo que debió darse sin polémica, otorgó a un gobierno arbitrario el galardón de un progreso institucional retrasado por mentalidades que, seguramente ante el hecho consumado, habrán reflexionado sobre su falta de visión. Como la batalla es ardua las armas deben ser concluyentes. En una de sus manifestaciones las sufragistas ostentan un letrero que no admite réplica aunque su texto pueda herir ciertas susceptibilidades: "Una madre de familia no puede votar. Un atorrante puede hacerlo. ¿Por qué". Difícil fué responderles, pero el silencio o las burlas insolentes reemplazaron a lo que, en todo caso, debió ser reflexiva actitud.
Han pasado 40 años aproximadamente. También por ese entonces la doctora Lanteri de Renshaw, decidida a romper lanzas con la absurda oposición, se autoproclama candidata a diputado. Es el año 1919 y muchos atreven la conjetura de que atribuir estas manifestaciones a la convulsión de la guerra mundial, ha poco finalizada, no es excesivamente aventurado.
La doctora Lanteri, por su parte, no ceja. Crea un partido femenino, dicta conferencias callejeras y se presenta, una y otra vez en las comisiones empadronadoras exigiendo su inscripción. Las autoridades están a punto de perder su respetuosa caballerosidad con la dama y vacilan entre el desconcierto inicial y la creciente indignación ante ella, que no quiere entender otras razones que las suyas, ejercidas -cabe decirlo- con bases muy sólidas y difíciles de destruir.
HATSHEFSUT, ISABEL Y DORIS STEVENS
La argumentación en defensa de los derechos femeninos adquirió distintas formas, según la erudición o los criterios estratégicos ejercidos por quienes la jugaban. Doris Stevens, en un memorado discurso que pronunció en 1929 en Briarcliff —Estado de Nueva York—, en ocasión de celebrarse el Día de la Raza, prefirió remontarse unos 1500 años antes de J. C. y buscar en la personalidad de Hatshepsut y su esposo Tutmosis II, el claro ejemplo de un feminismo pujante por un lado y de una masculinidad decadente y resentida por el otro.
De Egipto la oradora saltó algunos años — 3.000—, y algunas millas geográficas hasta ubicarse en la España de los reyes católicos, eligiendo a Isabel como ejemplo de otra situación: la mujer y el hombre en trabajo común. Dijo así la señorita Doris Stevens de esta pareja tan vinculada al Nuevo Mundo: "Isabel escogió como esposo a su primo Fernando, del reino vecino de Aragón. Este no se aburría, en un rincón, como Tutmosis, esposo de Hatshepsut. En comparación sostenía con gracia las proezas de Isabel". Creemos que esta traducción es algo primaria —así apareció en un diario de Buenos Aires—, pero cumple con los fines de la oradora. Doris Stevens finalizó su vibrante disertación con un exaltado llamamiento a la unión de hombres y mujeres en una misma lucha, hermanados por ideales del mismo tenor, ligados por. una misma actitud vital. Así lo decía al término de su alocución: " ¡Cuánto más hermosa será la vida cuando hayamos aprendido a vivir juntos, a trabajar juntos —In Loving Kindness—, gozando juntos los altos honores y los triunfos; sufriendo juntos los reveses y las decepciones que nublan nuestros sueños!".
Antes de este discurso, cuyas incursiones históricas bien que algo pintorescas no por ello menos efectivas, Celina Lauth de Morgan dictaría en nuestro país una serie de conferencias sobre "La situación legal de la mujer de acuerdo con nuestro Código Civil".
Al mismo tiempo el movimiento feminista cobraba cuerpo y trascendía hasta corporizar una acción común en la Liga Latinoamericana Para la Defensa de los Derechos de la Mujer, creada en 1924.
Todo esto no fué totalmente en vano. Las Cámaras argentinas sancionan, en 1926, la igualdad de los derechos civiles de la mujer, luego de numerosas discusiones, ideas y venidas —de perfiles más políticos que legales— y amplios debates.
No obstante lo que se buscaba era el voto. Hubo distintos proyectos. En julio de 1938 los diputados radicales antipersonalistas señores Fassi, O'Reilly, Muniagurria, Soldano, Beristani, Ferreira, Lazo y Fazio Rojas suscriben un proyecto de ley que acordaba derechos políticos a la mujer. Finalmente, en fecha no muy lejana, durante el régimen peronista, la mujer consiguió lo que extensos prestigios y un sentido democrático le hablan concedido mucho tiempo atrás, mucho antes, probablemente, que el engranaje parlamentario lo permitiera en forma definitiva y orgánica.
Desde aquella María Angélica Barreda que tímidamente aventuraba sus pasos con el flamante diploma en la mano, hace 50 años —y que aún vive en la plenitud de sus recuerdos—, hasta las actuales que pueblan escalinatas de la moderna Facultad de Derecho, o los claustros de Medicina, o la tribuna política, jovencitas sin inhibiciones sociales absurdas, justicieramente equiparadas a sus compañeros de estudio y de trabajo, han transcurrido años de inolvidable lucha. Jornadas en las que la mujer dio pruebas innegables de su temple y su capacidad creadora, de su sentido de sacrificio y su sentimiento de solidaridad social. A pesar de ello, en ciertos espíritus más románticos de lo que se atreven a admitir, añórase la aparente timidez de las doncellas que aguardaban por el legendario Sir Lancelot y tenían la soñadora languidez de las heroínas de Musset. Para ellos la igualdad significa, en el fondo, una muerte pequeña para la ilusión. Lo que, quizá, sea totalmente cierto. 
Revista Vea y Lea
02/1960