PLÁSTICA
Se acabó la diversión

La bomba explotó a las siete y cuarto de la tarde, el martes de la semana pasada, durante el acto de entrega de los premios Braque 1968, en las rutilantes salas del Museo Nacional de Bellas Artes, al 1400 de la Avenida del Libertador. Pero su onda expansiva siguió escuchándose a lo largo de los días siguientes: el sábado nadie dudaba ya de que su estruendo había puesto a la plástica argentina en pie de guerra.
Todo comenzó con el habitual discurso de agradecimiento al Gobierno francés, por la institución de los premios, que en sus seis ediciones "han permitido a 24 artistas argentinos viajar a París", a cargo del arquitecto Samuel Francisco Oliver, director interino del Museo. "La pintora Margarita Paksa —se equivocó La Razón, al día siguiente— interrumpió al director señalando con vehemencia que se rechazaban los premios por estar en desacuerdo con influencias fascistas y no permitirse participar en los certámenes a artistas de auténtico mérito."
Como si se hubieran puesto de acuerdo en el error, otros periódicos y noticiarios de televisión repitieron parecida teoría: reducían así un complejo proceso a una rencilla doméstica; desvirtuaban la toma de conciencia de la vanguardia argentina, hasta convertirla en un caluroso muestrario de celos artísticos, o en una improvisada provocación adolescente.
Durante veinte agitados minutos, los panfletos arrojados por los disidentes, los forcejeos y corridas por el interior del Museo, y la repentina aparición de numerosos efectivos policiales, probaron que el acto relámpago había sido un éxito. Casi en seguida pudo comprobarse que la represión no lo era menos. Se clausuraron las puertas de la casa, impidiendo la entrada y salida de público; mientras los retrasados —entre los que figuraban algunos expositores, el profesor Jorge Romero Brest y Samuel Paz— se amontonaban en las escaleras del palacio, los revoltosos eran pacientemente identificados y conducidos al hall de entrada, desde donde partieron a la Seccional 19ª, en Charcas al 2800.
Margarita Paksa, Pablo Suárez, Roberto Jacoby, Ricardo Carreira y el rosarino Eduardo Favario figuraron entre los detenidos: la lista se duplicaba casi, incluyendo un error de percepción policial al detener a un médico que oficiaba de comedido mediador para calmar los ánimos.
A medianoche, los pronósticos sobre la suerte de los artistas parecían sombríos. Menos de veinticuatro horas después se supo que eran fundados: el grupo abandonó Charcas rumbo a Villa Devoto, en cuyo pabellón D fue alojado, previo corte riguroso de pelo. A pedido de las autoridades participantes en la detención, se supuso que la pena podía llevar las reclusiones a treinta días, "por infracción al edicto sobre desorden"; también, que el abogado del grupo se disponía a apelar el fallo.
A puertas cerradas, y con una incomodidad de la que sólo el elegante Embajador de Francia, Conde Jean de la Grandville, parecía estar ajeno —una hora más tarde solicitó, gentil pero vanamente, la liberación de los artistas—, pudieron ser entregados los premios. El de Pintura fue obtenido dificultosamente por Rogelio Polesello (5 votos contra 4 de su seguidor, Jorge Carballa), mientras que el de Dibujo se otorgaba por unanimidad a Carmelo Carra, un talentoso calabrés de 23 años, que parecía un candidato indiscutible a esa recompensa. Carra y Polesello se alzaron así con la precaria beca de 750 francos mensuales (150 dólares), que se les asignarán durante el medio año de su permanencia en París. Carballa y Miguel Fresan (ver página 86) recibirán la aún más escuálida asignación de 400 francos, mientras que los mencionados (Hugo Soubielle, Jacques Bedel y Eduardo Giussiano-Jorge Schneider, en pintura; Juan Andino y Mari Orensanz, en dibujo) debieron conformarse con simbólicas medallas.
Dentro del Museo terminaba, así, el proceso del Premio Braque 1968. Había que retroceder un poco para comprender que afuera acababa de iniciarse otro más vasto y significativo.

De donde son los censores
Una hoja suplementaria acompañaba las bases del Braque que se remitieron a los invitados (no así las repartidas a la prensa, tan inofensivas como en años anteriores). En ella se especificaba que los bocetos de los candidatos deberían señalar "la posible existencia de fotos, leyendas o escritos que integren la obra"; más adelante, una nota advertía que el Museo no sólo se reservaba la habitual elección de lugar para cada pieza, sino "los cambios que juzgare necesarios".
Margarita Paksa fue la primera en alzarse ante el velado intento de censura, con una renuncia a la invitación, a la que pronto se sumaron otras, entre ellas la explosiva carta de Roberto Plate, de decidido tono político. Los integrantes del Ciclo de Arte Experimental de Rosario eligieron la misma actitud, aunque no la comunicaron a los organizadores; imprimieron, en cambio, un lúcido manifiesto. Siempre es tiempo de no ser cómplices: en él, el Premio Braque se advierte ya como una anécdota menor, como un pretexto del fenómeno que se ha puesto en movimiento.
Cuando el jurado reaccionó, enviando una carta de aclaración a los dimitentes, ya era tarde: la vanguardia había decidido desentenderse de las instituciones, dejar de colaborar con una maquinaria de prestigio que, según sus teóricos, no sólo se capitalizaba con sus obras, sino que impedía la probable eficacia de ellas, al reducirlas a un sistema de comunicación caduco. Ese sistema no sería otro que el de los salones, galerías, marchands, institutos y demás intermediarios entre la obra y el espectador.
La vanguardia, en definitiva, pretendía cambiar los estatutos previstos para hacer la carrera, desechaba la fama en beneficio de la vida, se disponía a salir a la calle para hacerse cargo de su libertad.
Mal podía, por lo tanto, haberse planteado el boicot del 16 por "no permitirse participar en los certámenes a artistas de auténtico mérito": el grupo de plásticos detenido esa noche no cuestionaba la calidad de los expositores, proponía una actitud. Y parece lógico que el agora elegido para debatirla haya sido ni más ni menos que el respetable Museo Nacional de Bellas Artes, esa catedral.
Las reuniones que poblaron la semana a partir del martes dejaron ver que, en todo caso, ningún acontecimiento de la temporada había conmovido tanto el agitado ambiente de las artes plásticas. El criterio predominante era de apoyo a los arrestados, aunque se cuestionaba la eficacia de su acción y, más aún, su problemático futuro. Olvidaban, probablemente, que todo proceso dinámico se justifica a sí mismo, precisamente, en la acción; que parece prematuro pedir una mayor coherencia a un brote fulminante e indiscutible como una epidemia.
Por lo menos desde los surrealistas se sabe, también, que arte es el sinónimo más representativo de subversión; que las vanguardias que no se alimentan de ese pan incómodo se transforman velozmente en academias.
Peligro que rozó el objetismo y la frialdad de las estructuras primarias, y que los animadores del 16 de julio no parecen dispuestos a transitar.
[Alberto Cousté]
23 de julio de 1968
PRIMERA PLANA


Página 86
...a Happy Funeral
Desde la semana pasada, la galería El Taller, al 400 de la calle Paraguay, cobija bajo su techo una síntesis de la experiencia plástica de Buenos Aires: en el subsuelo, Roberto Plate exhibe la última obra que se permitirá mostrar en galerías; arriba, el novel Miguel Fresán expone su primera muestra, una veintena de dibujos.
El trabajo de Plate :—estrella del último Ver y Estimar y de Experiencias 68— es un prodigio de economía y eficacia. Una cinta de tela roja separa al público de una pizarra fuertemente iluminada, sobre la que brilla un diploma; es el que se le otorgó al propio Píate, al egresar de la Academia de Bellas Artes de Munich. La carga significativa de la obra no podría ser más oportuna: Plate acaba de romper con los salones (ver página 84) y las posibilidades prestigiosas, para ejercer su libertad.
Menos audaz, y sorprendido todavía por el imprevisto Segundo Premio que derramó sobre él el zarandeado Braque, Miguel Fresán (22) parece preocupado por otras motivaciones. Nacido en Viedma (Río Negro) y habitante de esa ciudad hasta ahora. Fresan acababa de lanzarse al asalto de Buenos Aires con esta muestra: ahora, la escueta beca obtenida no le dará tiempo casi a reflexionar sobre su obra.
No parece necesitarlo, sin embargo: les dibujos que expone en esta presentación (algunos coloreados, otros enriquecidos por el collage, "aunque siempre me preocupo de que estén sostenidos por la línea") son de una sorprendente madurez, no delatan provenir de un autodidacto que trabaja "sin maestros, desde los doce años".
El rigor artesanal y una proyectada apertura hacía el cine, son el arma y los planes con que este imprevisto viajero se prepara a instalarse en Europa. No le faltará tampoco el ácido sentido del humor que sobrevuela a sus inquietantes creaciones: para empezar, su primer catálogo fue una melancólica y florida bolsita de caramelos.

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Plástica: se acabó la diversión


 

 

 

 

 

 


Carrá

Fresán

 

 

 

 

 

 

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