POLÍTICA
El complot de los liberales

El 13 de noviembre de 1955, Eduardo Lonardi era obligado a ceder la Presidencia a su colega Pedro Eugenio Aramburu: los liberales reconquistaban, así, el poder que durante una década disputaran en las urnas, sin éxito —hasta forzar una asonada militar—, y que se les escapaba de las manos, gracias a la moderación de Lonardi, a su instinto nacional. Ese día, una vez más, las Fuerzas Armadas secundaron los intereses de un grupo, no los de la Argentina.
Se trataba de una repetición de la historia: en las elecciones de noviembre 8, 1931, los liberales aplastaron al régimen de Uriburu, cuyo farsesco cuartelazo contra Yrigoyen habían alentado un año antes. Acusado de fascista —él se vanagloriaba de su admiración por Mussolini—, rodeado por un elenco de improvisados, Uriburu debió rendirse al Ejército, esto es, a su líder, el general Agustín Justo. Ambos conspiraban en el invierno del 30, pero Justo fue más sutil y resolvió esperar: los disparates de Uriburu iban a aterrorizar al país entero, y a convertirlo a él en el domador del caos. La ceguera del radicalismo —congelado por Alvear—, los remilgos de Lisandro de la Torre, facilitaron el operativo.
El 8 de octubre de 1945, un planteo del general Eduardo Ávalos, jefe de Campo de Mayo, lograba la dimisión del Vicepresidente y su arresto: el hombre fuerte de la Marina, contraalmirante Héctor Vernengo Lima, aprovechó esa fractura del Ejército para exigir la entrega del poder a la Corte Suprema, una tesis que amparaban los radicales y los socialistas, los conservadores y el comunismo, y a la que Ávalos se resistía: su objetivo era frenar la veloz carrera del coronel Juan Domingo Perón.
Pero el desliz de Ávalos casi echa a pique el movimiento de 1943: fue la única vez, sin embarco, en que el Ejército obró con frialdad: al enhebrar a Perón en el juego comicial, extendió el predominio castrense diez años más. Paradójicamente, la victoria de Perón en la consulta de febrero de 1946, se debió, en gran parte, a los esfuerzos liberales por evitarla, entre los que se cuentan el putsch de Ávalos y el de Spruille Braden.
Por eso, la máxima hazaña liberal es acaso la que desplazó a Lonardi, aunque sea desde el punto de vista, académico: apoyados en la discordia interna del Ejército y eh el derechismo de la Marina, los políticos impusieron a la llamada Revolución Libertadora un mandato provisional y un contenido restaurador. Si Ricardo Balbín hubiese triunfado en las elecciones de 1958, la hazaña habría sido perfecta.
El ciclo se cierra en abril de 1963, cuando un escuálido motín de los militares colorados pretendió recuperar el control obtenido por los liberales, doce meses atrás, al encender el derrocamiento de Frondizi. Pero los vencedores de entonces desarrollaron un curioso viraje: en los comicios de junio, al excluir al peronismo —que tanto ayudó a la caída de Frondizi—, no trabajaron sino en favor de los partidos "democráticos", instigadores desembozados de la ofensiva colorada. El alzamiento de 1966 aparece, en esta perspectiva al menos como una revancha de los altos mandos, como la purificación de un fatídico error.
Según se observa, este juego de golpes y contra-golpes militares —que sólo buscan, en verdad, la preservación de un sistema— terminó por transformarse en una ley de la política argentina. El liberalismo, que acude a los cuarteles para voltear al Gobierno de tumo —incluso cuando esos Gobiernos son, como el de Castillo o el de Illia, liberales— vuelve al poco tiempo a reclamar el botín: el miedo a que el interinato se prolongue demasiado o se desnaturalicen sus objetivos lo lanza a la guerra psicológica y al tironeo de las presiones.
Es lo que sucede hoy, a dos años de instalado el Gobierno Onganía.

Comienza la ofensiva
"Acá hay que pinchar globos, porque son producto de imaginaciones de algunos enfermos [... ] No hay ningún desacuerdo entre el Presidente y el general Alsogaray." Desde su inmensa altura, el miércoles pasado, el Ministro de Defensa —tal vez el funcionario oficial menos enterado de la intimidad militar— copiaba la delicada metáfora del general Alejandro Lanusse acerca de los globos. Una semana antes, el propio Lanusse, al preguntarle los periodistas qué había de cierto en su supuesto acceso al Comando, se mostró convencido de la estabilidad de Julio Alsogaray.
Locura o realidad, los hechos objetivos tienden a desmentir al ingeniero Emilio van Peborgh y a Lanusse. Los hechos: 1) En el Ejército campea ya, sin tapujos, un líder liberal, defensor del regreso a la normalidad por medio de las elecciones y la partidocracia, aunque sin intervención del peronismo y la extrema izquierda; es, desde luego, el teniente general Julio Alsogaray. 2) Un clima de atonía asfixia cualquier manifestación popular sobre el tipo de solución deseada. 3) Desde dentro y fuera del país, una campaña proselitista exige el "retorno a las instituciones republicanas".
Si la arremetida se frustra, si el Gobierno prosigue su camino, todo el éxito deberá ser adjudicado al caudillazgo que Onganía parece ejercer sobre las Fuerzas Armadas, hartas de cambios. Pero es un soporte demasiado frágil: también Perón dominaba al Ejército en 1945 y 1955, también, Lonardi era el numen indiscutido de la Revolución cuando tuvo la pésima idea de nombrar Ministro del Interior al nacionalista Luis María de Pablo Pardo: si hasta su fiel jefe de Granaderos, el entonces teniente coronel Lanusse, formó en la partida de quienes le pidieron la renuncia.
Como siempre, la fisura interna del Gobierno, que permite a los liberales centrar sus ataques, es fabricada por el nacionalismo y sus adherentes, o por quienes sugieren alguna reforma al sistema tradicional. Así lo demuestra la actual controversia:
• A fines de abril, por enésima vez, el Gobierno —ahora a través del Ministro del Interior— desdeñaba la filosofía liberal y los esquemas corporativos, al mismo tiempo que insistía en la necesidad de representar a los grupos intermedios de la comunidad, junto a los partidos. El vago discurso de Guillermo Borda fue el arma que necesitaban los opositores, desilusionados ya de las dos últimas conjuras que amenazaban con derribar a Onganía (la de los generales retirados López y Caro). Los liberales exageraron la trascendencia del mensaje, al que vieron como un Plan político, cuando era apenas un balbuceo seudo- ideológico, y descubrieron que atentaba contra los documentos liminares del régimen. Durante quince días, Borda fue sometido al azote de las declaraciones, las solicitadas y los editoriales; pero el destinatario era Onganía.
• El Comandante del Ejército, cuyas relaciones con el Presidente se deterioraban rápidamente, propuso a los mandos un re-examen de la conducción del Estado. Onganía —que se entrevistó a solas con Alsogaray, el 5 de mayo— desbarataba el intento dos semanas después, en Olivos: se adelantó a las críticas militares y llegó a una especie de acuerdo circunstancial con los generales de división por encima de la influencia del Comandante, quien evitó exponer sus objeciones al Gobierno,
• Sin embargo, el 22 de mayo, abruptamente, luego de haber negado sus diferencias con Onganía, el general Alsogaray se vengaba reivindicando el antitotalitarismo y los fundamentos democráticos de los textos revolucionarios. Quien los interprete de otra manera —amenazó— "lo hace con fines inconfesables". Así, el Comandante —y Lanusse, quien compartió tales opiniones— convertía sus embates contra los errores oficiales de rutina en una cuestión ideológica. Al estigmatizar a Borda, él también atacaba los sueños comunitarios que el Presidente había insuflado, en abril, a los Gobernadores, en Alta Gracia.
• El 29 de mayo, en Comodoro Rivadavia, Onganía se equivocaba: para quitarse de encima la velada denuncia de fascismo destilada en los ataques a Borda, dijo a un grupo de militares; "No vamos hacia ningún totalitarismo. Somos claramente antitotalitarios. Se va hacia una salida, hacia una democracia representativa". Era como legalizar la denuncia.
Como siempre, la confusión semántica oscurecía todo el panorama. Para Alsogaray, y para los civiles que han encontrado en él al guardián de la libertad, Borda es poco menos que un nazi; sin embargo, nadie tan liberal como el Ministro del Interior, que acepta los desaires de la Corte Suprema o convalida la clausura de un periódico nacionalista. "Nosotros queremos la revolución y Borda no habla más que del estado de Derecho. Es un contrarrevolucionario", comentaba un general cuyo capote lleva un forro color rojo.
En cuanto a los documentos básicos del régimen, tan grandilocuentes, preconizan la representación sectorial (Anexo I, tercer párrafo) y nada dicen sobre la vuelta a la partidocracia (Anexo III, II B). Naturalmente, tampoco alientan la supresión de las garantías individuales ni sientan las bases de un futuro régimen totalitario. Por lo tanto, el anatema de Alsogaray y las declaraciones de Onganía en Comodoro Rivadavia no se justifican, fue un intercambio de explosivos.
Que el retiro de Alsogaray no se haya producido de inmediato quizá obedezca a un cálculo presidencial sobre la distribución de fuerzas dentro del Ejército: es probable que responda al hecho de que el jefe llamado a terciar en la disputa, Lanusse, tenga convicciones tanto o más liberales que el Comandante. Por otra parte, no se concibe el alejamiento de Alsogaray sin la destitución simultánea de Borda y otros funcionarios menores cuestionados por el Ejército. Así, el cónclave del 20-21 de mayo debe verse como la concertación de una tregua.
Una tregua, si este vocablo se adapta a las características mutables de la vida política. Es que. hoy por hoy. nadie duda acerca de la hegemonía presidencial en las Fuerzas Armadas, como tampoco nadie desecha las sólidas simpatías colectadas por el general Alsogaray entre los liberales, quienes —es previsible— extremarán sus movimientos para consagrarlo adalid de la "salida electoral restringida". Sintéticamente: Onganía cuenta con la iniciativa militar; Alsogaray, con la gracia de los políticos, aunque los militares suelen ser tornadizos en sus apoyos, y los políticos, impotentes.

Hierve la partidocracia
Entre tanto, los liberales redoblan su actividad. "El Ejército delibera", se exalta Américo Ghioldi en La Vanguardia. "Sólo una coalición de obreros, estudiantes y partidos democráticos, amén de la oficialidad consciente de las Fuerzas Armadas, será capaz de terminar con la dictadura", aboga Nuestra Palabra, órgano clandestino del comunismo.
Si hasta Perón confía, en Madrid, a sus visitantes, que "cualquier solución tendiente a demostrar la incapacidad de los militares para gobernar conviene al peronismo, así esa solución se llame Julio y Álvaro Alsogaray". Es que, según el ex Presidente, a la caída de Onganía sucederá un período de luchas intestinas en el Ejército, capaces de depositar el poder —o una franja de él— en manos de sus seguidores.
Por su parte, Arturo Illia, en tren de anudar alianzas, murmuraba a un capitoste conservador de Córdoba, que sus contactos con el peronismo fueron una mera anécdota. Como es lógico, los aficionados a la conspiración no suponen que el futuro Presidente se llame Alsogaray; un sector reducido acaricia el nombre de Pascual Pistarini; la mayoría vocea el de Aramburu, el hombre que trató de retornar al poder, infructuosamente, mediante un empujón de los liberales (marzo de 1962) y una consulta electoral (junio de 1963). Algunos íntimos de Aramburu sugieren que se ha entrevistado con Alsogaray —como lo hizo con varios líderes partidarios— y obtenido la promesa del sillón rivadaviano. El almirante , Rojas ha ofrecido —informan— su apoyo a la gesta.
Por inadvertencia, quizá, en esta campaña colaboran facciones y personas tan difíciles de concebir en ella como los estudiantes rebeldes (página 13) o los sindicalistas de Paseo Colon. Al lanzarse contra la Casa Rosada, una actitud sin duda justificable, echan leña al fuego de la partidocracia y a los grupos liberales del Ejército.
Enfrascados en este rush, los políticos esperaban, la semana pasada, dejar montado un Frente de la Resistencia Civil para fines de junio o comienzos de julio, una fecha que los aramburistas citan a menudo como la del ingreso de su profeta a la Casa Rosada. Al parecer, los acicateó una frase de Borda: Al reiterar que el Gobierno dispone del consenso, sostuvo —el 8 de junio, en la Rioja— que ello "se advierte en la total falta de aptitud de los movimientos de oposición para estructurar realmente una oposición firme". El Ministro añadió lo que hasta los liberales saben: "El Gobierno todavía no afronta el problema de la reforma de la Constitución".
Los políticos vieron en los conceptos de Borda un desafío y cierta complicidad. El martes 11, en los cuarteles de Jerónimo Remorino, el Delegado de Perón, se decantaban conjeturas; la más perdurable: el Gobierno alentará un Frente Opositor, que no podrá eludir su contenido liberal (en la práctica, el mosaico de fuerzas que ocupó el Congreso hasta 1966); en tales condiciones, sólo le restará organizar un Anti-Frente que dé popularidad a Onganía o, en todo caso, que señale pautas para resolver el intríngulis actual.
Atribuir al Ministro del Interior o a su lugarteniente, el Secretario Díaz Colodrero, especulaciones tan temerarias sería excesivo. Sin embargo, un a látere de Borda, al relatar los entretelones de una tertulia en el Ateneo de la República, dijo que el Ministro deslizó esta creencia: para integrar un Frente Oficialista es preciso que se junten los opositores; implacablemente, coincidirán en Pedro E. Aramburu.
De cualquier manera, si el Gobierno no suscita una trama frentista tendrá que hacerlo la oposición, sobre todo si reciba aliento desde las filas del Ejército. En dos años, sólo cosechó fracasos, pero tal vez ahora vaya más lejos; al menos, el viernes 14, estaba adelantado un documento que, encabezado por los radicales, el peronismo, los estudiantes reformistas y los sindicatos de Paseo Colón, constituiría "la partida de nacimiento del Frente de la Resistencia", como definió uno de sus padres. Que la derecha suba a ésta arca es utópico; pero, ante un desenlace militar que favorezca a los liberales, la UCRP será la primera en abandonar sus coqueteos con el peronismo, y la Unión Democrática quedará reconstituida.

La culpa del Gobierno
Pero la culpa es del Gobierno: es él quién ha desatado el complot liberal, sin ningún motivo valedero. Salvo que haya procedido aviesamente, para sondear las expectativas generales sobre el porvenir de la Argentina. Si ése fue el origen del discurso de Borda, no se entienden las manifestaciones de Onganía sobre la democracia representativa, a menos que el Presidente tenga por tal el juego parlamentario de las comunidades y no el de los partidos.
O a menos que responda a las vacilaciones del Poder Ejecutivo respecto de las experiencias; nadie se explica por qué, si realmente cree en los beneficios de un Consejo Económico Social, no lo pone en marcha; nadie se explica por qué saca a relucir cuestiones políticas en un momento en que el país da la espalda a ésos temas. En el pecado, la Casa Rosada lleva la penitencia: los argentinos, que hoy no piden elecciones, si sigue el diálogo de sordos entre el Gobierno y los liberales, acabarán por exigirlas.
Y es del hombre de la calle de quien depende la continuidad del Gobierno. Marcelo Sánchez Sorondo otea la alternativa en Azul y Blanco: "Onganía parece creer, sin fundamento, que el tiempo transcurre en su favor y, mientras tanto, oscila entre dos preocupaciones contradictorias que lo han descolocado ante el país: el temor al 13 de noviembre y el temor al 17 de octubre". Si no recurre al pueblo —es-
tima el pensador— será barrido por la reacción de los liberales.
Si el Gobierno ha decidido encarar el futuro institucional de la Argentina debe entonces oficializar el debate y llevarlo a sus últimas consecuencias: una o diez comisiones que elaboren una nueva Constitución, y un plebiscito para que el pueblo elija, entre esos despachos, si desea un sistema pluripartidista, corporativo, o socialista. Porque la Argentina reclama una nueva Constitución, y no una serie de remiendos a la de 1853; el error consiste en escuchar el canto de sirena de los liberales, quienes aseveran que esa nueva Constitución acabará con los derechos del ciudadano: un referéndum es el único medio democrático para evitar semejante atentado.
Lo contrario, esto es, la charla de dirigentes partidarios disfrazados de "convencionales", para cambiar algunos artículos de la vieja Carta (como ocurrió en 1949 y 1957); o su reemplazo por otro texto —liberal, totalitario— a instancias de unos militares, una capilla ideológica o un puñado de intereses, consiste en un fraude, equivale a someter al Gobierno al delito de opinión, a desprestigiar aún más el golpe de Estado de junio de 1966, que prometió modernizar y transformar la Nación; a mantener la voluntad de 2.000 personas sobre 20 millones.
El Ateneo de la República, sacristía política de dos Ministros (Borda y Costa Méndez) y media docena de Secretarios de Estado, predicaba, el 7 de junio, la extensión del debate inaugurado a fines de abril. "Cualquier tentativa de mitificar una fórmula determinada —expresaba— importa limitar la libertad intelectual y cívica de los ciudadanos para indagar en el plano empírico en que se da la experiencia política, la posibilidad de nuevas estructuras institucionales", asestar "un agravio al buen nombre de los argentinos, cuya imaginación creadora se pretendería irremisiblemente agotada".
El Presidente debe recordar estas definiciones suyas, vertidas el 6 de julio del año pasado, ante las Fuerzas Armadas: "Sabemos en qué consisten los planes políticos; en un Estatuto de los partidos y en un calendario electoral, cumplido el cual todo seguirá como antes, y la República volverá a vivir con la mentira de una democracia que hace tiempo no practica. Hemos ensayado este camino tres veces en el pasado inmediato [1946, 1958, 1963] y no cometeremos el mismo error por cuarta vez [...]. La democracia no se confunde con el acto mecánico y obligado de votar ni con los partidos políticos hoy disueltos".
18 de junio de 1968
PRIMERA PLANA

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Complot liberal
Generales Alsogaray y Aramburu, Ministro Borda


Onganía


Lanusse. Lonardi, Justo y Ávalos

 

 

 

 

 

 

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