Notas Sueltas
Política
marzo 1965


Illia - Hasta ahora voy ganando por una nariz ¡Dios me la conserve hasta el 14!

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USTED, CIUDADANO DE CLASE MEDIA, ¡UNASE A NOSOTROS PARA RECONSTRUIR EL PROSPERO PAÍS QUE FUIMOS!
Usted ciudadano de esa clase media argentina fustigada y desamparada en su desarrollo, debe unir su esfuerzo al de sus iguales.
Esta es la forma de reconstruir el país, porque únicamente con una clase media poderosa podrán materializarse las aspiraciones de elevación social que todos sustentamos.
PEDRO E. ARAMBURU, PRESIDENTE DE UDELPA
Fuimos el primer país de América Hispana con poderosa clase media. Por eso fuimos el más próspero, evolucionado y respetado. Y deberemos luchar unidos para recuperar ese bienestar y esa primacía.
UDELPA, Unión del Pueblo Argentino, está integrado por hombres y mujeres como usted, capaces, honestos y, además, preparados muy eficientemente para la función de gobierno, que lucharán por concretar las aspiraciones de toda la clase media argentina.
Y usted, como componente de nuestro más poderoso factor de progreso, debe defenderse apoyando los candidatos de Aramburu, que son los de UDELPA. Que deberán ser también sus candidatos.
Estos son los nombres de la Lista 17 que usted debe votar:
EN CAPITAL:
Diputados: MANRIQUE, DECURGEZ, PINEDO. 
Concejal: CAVALLARO, CARCAVALLO, ETCHEVES.
EN PROVINCIA:
Diputados Nacionales: ONDARTS, RITACCO, LIMA QUINTANA.
Y los diputados y senadores provinciales y concejales que integran la Lista 17.
UNION DEL PUEBLO ARGENTINO
lista 17

 

Signos de la campaña
Por Mariano Grondona 
Como cualquier otro sistema político, la democracia es el gobierno de una minoría. Su signo distintivo es que esta minoría debe, dentro de plazos prefijados, aceptar la competencia de otras minorías con pretensiones de poder y someterse al juicio de la mayoría. El papel de la mayoría en la democracia no consiste, pues, en "gobernar", sino en decir quiénes deben gobernar.
La intervención de la mayoría no es solamente limitada en cuanto a su objeto: elegir a los que mandan. Lo es también en cuanto a su forma de expresarse. El día de los comicios, millones de personas depositan una boleta en una urna. Ese conjunto heterogéneo y anónimo de ciudadanos no puede en ese día tomar ningún tipo de "iniciativa": su actitud está condicionada, es mera "respuesta" a una serie de posibilidades que las minorías en el poder y la oposición le han fijado. En su único día de poder, el pueblo no puede "crear" ni dar rienda suelta a su imaginación. Si sus respuestas posibles no estuvieran perfectamente determinadas con anterioridad, de la elección saldría un caos de opiniones, deseos y manifestaciones totalmente ininteligible e inoperante. Y el pueblo no sólo se limita a "responder" a los políticos sino que, además, la estructura partidaria les debe formular cuestiones clarísimas y concretas, que se puedan evacuar por sí o por no. Sólo reuniendo todas estas virtudes, una consulta electoral puede tener sentido. En un país ordenado, una elección significa que los políticos preguntan al pueblo, por sí o por no, si acepta o rechaza una vía, si aplaude o condena una gestión. Toda complicación, toda confusión que vaya más allá de esta problemática simple y elemental, convierte a la elección en un acertijo para técnicos y anula la intervención de la mayoría en la democracia.
Pensemos, por ejemplo, en la elección chilena. Allí, la minoría política planteó al pueblo una cuestión concretísima y rotunda: la renovación del país —que la derecha, con su abstención, había reconocido previamente como inevitable—, ¿debía realizarse bajo signo democristiano o bajo signo marxista? El pueblo respondió, y la democracia chilena siguió su curso.
Democracia y perplejidad:
Y bien, ¿cuál es la cuestión que nuestros políticos proponen al pueblo argentino para marzo? ¿Cuál es esa pregunta clara, concreta, visible, que se evacuará por sí o por no? El hecho de que debamos inquirirlo posee a la luz nuestra dificultad y nos indica una peligrosa conclusión: nuestra vida política se ha desarrollado de tal modo que marzo no lleva consigo, en definitiva, ninguna pregunta y ninguna alternativa.
Hay, en lugar de una, varias cuestiones. Se discutirá sobre la política económica del gobierno. Se votará según el esquema peronismo-antiperonismo. Se decidirá entre varios tipos diferentes de oposición. Se buscará la paz, la renovación o la conmoción. Pero la naturaleza de la consulta multitudinaria es tal que, si hay más de una cuestión en juego, la intelección de la respuesta resulta imposible. Imaginemos a los argentinos concentrados en un gran estadio y sometidos a varias preguntas simultáneas por un mismo locutor. ¿Qué sentidos tendrán los "sí" y los "no"? Expresarán palabras concordantes sobre objetos diferentes. Este será el efecto que producirá la consulta de marzo. El pueblo no podrá ejercer allí, con plenitud, su soberanía. Porque no se le habrá formulado la pregunta única que la soberanía está en condiciones de contestar.
En esta confusión gravita, en primer lugar, la multiplicidad de nuestros partidos. La proporcionalidad admite, a la inversa que la lista incompleta, cuatro o cinco partidos —un partido conservador, otro progresista, un tercero popular, alguna otra expresión bien clara y representativa de un sector—, pero no la veintena que aturde el aire con sus voces y constituye nuestra Babel. Pero esta multiplicidad es, además, una multitud de soledades: nadie se agrupa, nadie acorta distancias. Cada uno va por sí. Las alternativas, así, son infinitas. Y la confusión del votante, inevitable. Queda por fin, como elemento de la confusión, la falta de un "tema nacional". ¿Qué discutimos? ¿La economía? ¿El peronismo? ¿La democracia? Muchos partidos aislados entre sí hablan sobre infinidad de cosas. En esas condiciones, ¿qué querrán decir las cifras de sus votantes? ¿Cómo interpretar los centenares de motivaciones diferentes que se expresarán en las urnas el 14 de marzo? Si nuestros partidos, mediante sus alianzas y sus fobias, no formulan al pueblo una alternativa neta y simple, ¿cómo esperar que el pueblo responda con coherencia y claridad?
Un fraude sutil: Esta incomunicación entre las minorías y la mayoría es grave. Porque, con el caos de su multiplicidad y de sus variaciones, los partidos argentinos están cometiendo la falta de quitarle al hombre común la posibilidad cierta y real de decir su palabra en el día de la elección. Para saber qué quieren decir nuestras veinte siglas partidarias, hace falta ser periodista especializado o profesor. ¿Quién conoce las vías del socialismo, los matices del espectro radical, las líneas divergentes de los partidos moderados o del peronismo? La extrema subdivisión de nuestra vida política es la forma más sutil del fraude electoral: el fraude de la sectarización. Para saber de qué se trata, hay que ser experto. Los ciudadanos comunes meterán en marzo una boleta en la urna. Pero no por eso decidirán.
Copyright by PRIMERA PLANA
9 de febrero de 1965

Oscar Alende
Junto al pretil de Buenos Aires, al sudoeste, más allá de los apeñuscados rascacielos y los barrios solitarios; aún más allá de la Avenida General Paz, el arrabal de Villa Madero ofrece sus llagas: testimonios de una sociedad que sólo acaricia a los triunfadores.
En Villa Madero —partido de La Matanza— no existen redes cloacales y el sistema de aguas comentes es defectuoso; así, las enfermedades filtran lentamente hacia los seres humanos. Bajo el humo de las chimeneas industriales, entre los desperdicios que arrojan las curtidurías, ellos construyeron allí sus moradas: casitas grises o blancas, que se miran sin orgullo por sobre las esquinas de tierra.
Una de estas esquinas, la de Pinto y Talcahuano, esbozó su mejor sonrisa el sábado 6 de febrero; en el crepúsculo, los luces del club Madero Central y la música de sus altavoces derramaron alegría en el vecindario: es que las autoridades regalarían una medalla a los primeros pobladores que, cincuenta años atrás, fundaron sus hogares en el baldío.
Esa noche, junto a los ancianos y a sus mujeres, remando con el afecto curioso de los jóvenes, estuvo también Oscar Alende, un robusto cirujano de 56 años.
Estrechó manos, abrazó a los viejitos, distribuye cien sonrisas entre la concurrencia ávida por hablarlo, por tocarlo. Los más afortunados consiguieron desligarle algunas confidencias ("Doctor: el pavimento que usted trajo quedó paralizado..."), a las que respondía con señales invariables de estupor, o bien invitándose a confraternizar: "A ver cuándo comemos un asadito, y me lo cuenta..." Luego, abrazó al intendente Isidro Bakirdjián, de la UCRI ("Alende para mí es un padre, créamelo, y yo soy su hijo"), al salesiano Alberto Gratto, al presidente del club, Carlos A. Marchisotti, vinculado al peronismo, y al concejal socialista argentino Smolinitzky; finalmente habló e hizo descender la voz grave y modulada para halagar, románticamente, el recuerdo de los viejos pobladores. Evocó los sudores que elevaron cada muro, y hasta recordó al "tranvía de Balestra": un timo que cierta empresa de urbanización dio a los compradores prometiendo instalar allí la cabecera de una línea de tranvías. Algunas mujeres lloraban.
Al fin, el perfil estatuario de Alende navegó sobre la concurrencia para retirarse; lo rodeaban Elena Vicario, su esposa, e Hilmar Vásquez, su secretario. En la puerta, el líder tuvo un acceso de sinceridad; se volvió a PRIMERA PLANA —que lo seguía esa noche— y advirtió: "No se engañe, la mayoría de los presentes es peronista. Pero me invitan por que me guardan simpatía."
Quizá porque su profesión sanitaria lo arrima a los grupos vecinales o porque ya en 1960 tuvo serios inconvenientes con los jefes de la UCRI, es que Alende eligió proteger a las sociedades de fomento cuando ocupaba, la gobernación de Buenos Aires. Todas ellas se han convertido ahora en su mejor y más fácil vía de comunicación con las masas: por eso él las visita incansablemente, como un vecino más y no como político.
No fue casualidad, entonces, que su primer escalón público fuese una candidatura a concejal por la Unión Cívica Radical, en Lomas de Zamora, en 1938. Cuatro años antes había instalado en Banfield su consultorio médico, donde PRIMERA PLANA lo visitó dos veces la semana pasada. "Fueron los años más duros; mi esposo atendía de treinta a cuarenta enfermos por día, planificando escrupulosamente el uso de su tiempo", explicó Elena Vicario, cuya presencia se advierte en los menores actos de Alende: él la mira siempre a los ojos antes de arremeter una respuesta definitiva.
"Así compramos esta casa —recordó Alende, palpando sus muros; es un edificio de dos pisos, poblado con muebles de estilo francés y pródigo en habitaciones y salitas—. Fue mi mejor negocio y el único de mi vida: compré el terreno por siete mil pesos y edifiqué la casa con un crédito del Banco de la Provincia por cuarenta y cinco mil", explicó.
Su ámbito profesional se extiende, sin embargo, por la Clínica Banfield, donde tiene algunas acciones junto con el radical del pueblo Anastasio Pérez Vélez, y hasta la Escuela Quirúrgica Municipal para Graduados, del Hospital Rawson. "Debo de ser el cirujano que más ha operado en Lomas", se jacta.
Mucho más se jacta, disimuladamente, de sus hijos Jorge Oscar (28 años, gerente de una compañía inmobiliaria, casado con Elena O'Connell y padre de dos hijos) y Carlos Eduardo (25 años, médico, próximo a casarse con Margarita Catani, sobrina del vicegobernador de San Juan). Como cuando finge montar en cólera con Jorge porque "no me has traído hoy a mi nieta María Elena", de un mes y medio.
Alende es famoso por sus cóleras: muchas veces ganó en política apabullando a los adversarios con su vozarrón y sus grandes manotadas que se elevan al cielo partiendo hacia adelante, desde los flancos; en cambio, sus íntimos confiesan que éste no es sino un recurso escénico y que, básicamente, Alende es un fuerte razonador. A PRIMERA PLANA le entregó respuestas que parecía conocer de memoria; entre ellas, un resumen de las teorías ya expuestas por Aldo Ferrer, su economista amigo. Cuando las preguntas rozan lo peligroso, remite a su interlocutor a sus dos libros, Entretelones de la trampa y Puntos de Partida, que publicó para esbozar sus experiencias políticas; si el caso no lo permite, abandona su compuesta y casi displicente apostura: su tórax se lanza hacia adelante y sus dos ojos de ave inquieren halagadores: "Dígame a quién le contesto, ¿al periodista o al amigo?" Así trata de granjearse la voluntad de quienes lo rodean.
Sumido en estas cortesías pasó por el Movimiento Revisionista (1940), un núcleo precursor de la intransigencia radical, donde militaron también Alejandro Leloir y Francisco Anglada (peronistas), y luego por la misma intransigencia (1943). "Yo nunca fui caudillo de barrio", señaló Alende. Pero los caudillos de Lomas de Zamora se escudaron tras él cuando hubo que dar la batalla contra Alberto Garona, viejo líder unionista. "Nunca me apoyé en la trenza de Avellaneda"; pero Crisólogo Larralde —el jefe de esa trenza— lo dejó pasar hacia la diputación provincial, que ocupó entre 1948 y 1952, a pesar de que Alende blandía siempre ideas extremas: ultraintransigente en 1946, se opuso a la Unión Democrática; filounionista,en 1953 promovió el abandono de las bancas y la lucha total contra Perón.
Más tarde, desde la Cámara de Diputados advertiría a Perón sobre la presencia de una flota extraña en Golfo Nuevo, en los preludios de la Revolución Libertadora. Los peronistas no le creyeron.
"Desde, la Junta Consultiva senté posiciones populares —truena Alende y el diapasón oculta el disgusto con que archiva este recuerdo—. Entré allí a regañadientes", agrega. Pero su rostro se ilumina —enciende uno de sus seis cigarrillos diarios, se sirve un whisky, prueba con delectación un bizcocho— cuando tiene que hablar de su actuación en la Convención de 1957: ("Yo decidí el retiro de los convencionales de la UCRI, que luego fue prenda de paz con el peronismo. Frondizi no quería"), o al mencionar su administración ("Hicimos una escuela cada tres días"), o al citar las jornadas del Frente Nacional y Popular.
Se pone de pie y recorre el lugar a grandes zancadas. "Sabe usted —se vanagloria para explicar la constante movilidad que lo llevó a recorrer tres veces la Argentina en 1964—, mi madre es vasca nativa, se llama María Ibargurengoitía y nació en Munguia, cerquita de Bilbao, hace muchos, muchos años..."
18 de lebrero de 1965
Página 13 - PRIMERA PLANA

Horacio Sueldo
De mí no deben fiarse cuando me saco los anteojos, se inculpa el cordobés Horacio Sueldo, sin dejar de quitárselos y acomodarlos de nuevo, acompasadamente, sobre su nariz filosa. Es inesperado que un político anuncie en qué momento debe retaceársele la confianza; es más inesperado todavía que él, Sueldo, ni siquiera necesite demasiado la gruesa armazón de carey que le sirve de escudo: el astigmatismo lo incomoda desde 1943, pero ahora sigue siendo capaz de ver claramente sin esas muletas; inclusive hasta lee, desvalido de ellas, a riesgo de que le duelan los ojos.
En esa peripecia menor cabe entero el jefe de la democracia cristiana: los anteojos, poco útiles, delatan su timidez; la lectura a cara limpia descubre su vocación por el desafío, su amor por el deporte. Más allá de eso, el de mí no deben fiarse es una prueba de que confía casi ilimitadamente en sí mismo, tanto como para contagiar esa confianza a los demás.
Pero Sueldo prefiere erigir otra imagen de sí, la de un personaje de égloga. Lo benefician el lugar donde nació — Villa del Rosario, en Río Segundo, Córdoba—, el 13 de julio de 1923; la tonada provincial que él cultiva prolijamente, demorándose en las erres asordinadas y en la melaza de su cantito cordobés; la piel morena y los brazos musculosos, que fueron forjados por el aire libre y por la pelota a paleta, pero también por una infancia donde gobernaron los barriletes, el balero y el juego de la payana.
"Tengo poco tiempo para pensar en mi historia particular", dijo Sueldo la semana pasada, acomodándose dentro de su camisa blanca, de mangas cortas, y de su pantalón demasiado amplio para un cuerpo demasiado magro. No le importó desmentirse enseguida, contar que su vocación política se le despertó antes de los diez años, cuando jugaba a las bolitas, en una casa donde nadie dejaba de apasionarse por las luchas electorales.
Manuel de Reyes, su padre, y Amelia de María Luque, la madre, eran dueños entonces de 300 hectáreas junto al río Segundo y, al lado de ellos, la tensión política era una costumbre tan cotidiana como nadar ("Aprendí a hacerlo sólo, a los 9 años, un día en que me tiraron vestido y con zapatos a una pileta") o cómo sorber el mate que después, a los 33 años, "llevaba a la cama de mi mujer", Carolina María Scienza. Ahora, la gastritis le impide a Sueldo repetir ese, viaje de la pava al dormitorio, y eso no lo irrita; cuanto más, lo adentra en una cadenciosa melancolía: "Mi mujer ya sólo toma mate cuando caen visitas a casa. No le gusta hacerlo sola."
La soledad se le hizo siempre una cuesta arriba porque, desde chico, su oficio es la vida gregaria, y su herencia, la pelea: el abuelo paterno, don Sixto Sueldo, "estuvo en todas con Alem e, Yrigoyen, durante las revoluciones del 90, del 93 y de 1905"; la tradición familiar no admitía otra salida ,que el radicalismo, aunque después del 90, "la rama materna se me volvió conservadora".
También él, Sueldo, conoció muchas idas y venidas: esperó con avidez los 18 años para afiliarse a la Unión Cívica Radical, aunque en el 45 —no explica por qué— desistió de todo compromiso. Esa ruptura coincidió con su entrada en el Ejército, como aspirante a oficial de reserva, y con su custodia de las urnas el día en que Perón derrotó a los candidatos de la Unión Democrática. Esperó seis años más para reincorporarse al radicalismo, después de la derrota de la fórmula Balbín-Frondizi, pero ese apego al partido de sus abuelos no le duró seis meses: renunció a él, para siempre, a fines de 1951.
A medida que crecía, que se fatigaba componiendo poemas ("Uno que escribí a los 18 años, Elegía del Mundo y de la Patria, resultó profético"), el compito familiar se iba desgastando: de las 300 hectáreas de antes sólo quedan ahora 130, casi un páramo. "Soy como un gaucho despilchado —se lamenta Sueldo—. La política me lo ha tragado todo, hasta los versos."
Pero no su caudalosa memoria bucólica: todavía se enternece al evocar que fue alumno de la señorita Caramelo, en la Villa del Rosario, y allí también, de los padres lasallanos; hasta que se quita los anteojos y cuenta que atravesó los últimos años del secundario en el Colegio Monserrat, de Córdoba, antes de irrumpir en la Facultad de Derecho e incorporarse —radical y todo— al primer grupo cívico cultural de la Unión Democrática Cristiana.
Seguramente está conforme con haberse educado religiosamente, porque repitió en sus hijos esa experiencia: el mayor, de diez años, va al Colegio Emaús, de Haedo Norte, regenteado por los padres del Sagrado Corazón; la única mujer, Mónica, de ocho años y medio, es instruida por monjas. Quedan tres varones más, de 7 años, 5 y un año y medio.
La vasta cifra de su prole quizá indique una potente vocación por la vida familiar; pero Sueldo ha deslizado esa vocación en otras cosas, en "ir al cine sólo con mi mujer, muy de tarde en tarde", en "tratar desesperadamente de reservarme el almuerzo para casa, un almuerzo magro, compuesto de asadito y papas hervidas, con un vaso donde un tercio es vino y los otros dos tercios, agua". La educación de los hijos le quema el tiempo libre: "Mi mujer y yo nos hemos distribuido, según el sexo de los chicos, la responsabilidad de impartirles, con la mayor prudencia cristiana, la educación que va exigiendo su propio crecimiento —cuenta—. Consideramos el tema sexual con la mayor naturalidad, sin ningún rigorismo negativo." Con cuatro varones, sus espaldas musculosas soportan en ese terreno el mayor peso de la casa.
Pero ahí está el sueño para darle fortaleza: con ocho horas por día, "me siento magnífico", aunque "a veces las reparto entre la noche y la siesta". Y no sólo el sueño sino también el deporte, los partidos de fútbol en los baldíos de El Palomar, donde vive, el juego de las bochas, la esgrima, el recuerdo de la pelota a paleta: de ahí ha de arrancar el ímpetu que le flota en la voz cuando habla, el golpeteo de los nudillos sobre la mesa que tiene delante.
Ese turbión de ocupaciones explica que lea poca literatura y que oiga poca música, apenas "los textos clásicos que debí enseñar en los colegios secundarios", y unas páginas de Kafka, de Graham Greene, de Lanza del Vasto, de Knut Hamsun, nada que parezca bien elegido, que revele amor por la lectura. Sin embargo, sigue aferrándose a la necesidad de escribir: a veces acumula notas para un libro sobre sus experiencias políticas, sin saber "qué" saldrá de ahí, tal vez algo de literatura"; otras, las menos, insiste con la poesía: el año pasado consumó sus últimos versos, en homenaje al teólogo Teilhard de Chardin.
Y detrás de todo, por supuesto, está Dios, "el Dios que siento con un enorme fervor, con la pequeñez del pecador que desearía ser realmente humilde. Hace veinte años —memora— escribí en una libretita esta frase: Mi vida, al servicio de la Verdad. La Verdad está en Dios. Dios es Amor, Justicia y Libertad." Sigue aspirando a cumplir ese precepto personal, mientras busca en los sacramentos de la Iglesia "mi necesidad de adoración y de gracia; esto es, de fuerza espiritual".
Este verano volvió a su campito del río Segundo, y sintió que la infancia se le atropellaba en el cuerpo, con su olor a caballos, a molinos y a frutales: allí "fabriqué hondas para los chicos, busqué horquetas entre las arboledas y conversé con mi amigo, el talabartero, convenciéndolo para que me diera algunos cueritos. Después, salí con los chicos a matar pájaros". Hace seis años... en la Convención Nacional de su partido, Sueldo blandió otra honda, al afirmar que "la democracia cristiana necesita más carreros que intelectuales?". Pero entonces, como la semana pasada —cuando lo entrevistó PRIMERA PLANA—, evitó decir de quiénes se sentía más cerca. Porque tal vez para él también, como para su partido, ser intelectual o carrero no es una opción sino una síntesis: la única que puede perpetuarlo políticamente.
revista Primera Plana
23.02.1965

Arturo Frondizi
Cuatro siglos atrás, hacia 1532 aproximadamente, los della Rovere —hijos de un aristocrático solar genovés— confiaron al tempestuoso Miguel Ángel la edificación de un monumento funerario para recoger las cenizas del familiar más ilustre: Giuliano della Rovere, el Papa Julio II.
Él túmulo no llegó a existir, y Julio reposa hoy en el Vaticano: sea porque los duques fueron demasiado impertinentes o porque, como buenos genoveses, no desataban las riendas de su bolsa con la debida frecuencia, lo cierto es que Michelangelo sólo alcanzó a iniciar su obra. Un buen día arrojó el cincel y, malhumorado, se marchó.
Dejó, eso sí, un grupo de cuatro magníficos esclavos a medio tallar que Arturo Frondizi se detiene a bosquejar con una mezcla de entusiasmo pagano y de unción religiosa. "Por momentos —dirá Frondizi—parece que Miguel Ángel ha querido hacer una broma, que el resto de las formas ha quedado oculto tras el velo de la roca, que con sólo pasar la mano ellas aparecerán en todo su vigor... Pero no, allí están los esclavos eternamente ligados a la piedra, tal como los dejó el capricho del genio."
Quizá porque él no se ha permitido una insolencia semejante, o porque su fantasía lo impulsa a liberar otros esclavos de la tosca envoltura de pobreza que los tiene sometidos, es que Arturo Frondizi estalla en una de sus pocas manifestaciones calurosas cuando habla de Buonarrotti, a quien llama "mi grande amigo Miguel Ángel".
También vibra de emoción al hablar de su matrimonio con Elena Faggionato ("Son treinta años de casados sin una nube"), o cuando mira hacia el confín de la tarde, nostálgico, a la vez que recuerda la victoria del 23 de febrero de 1958. O cuando estalla en una carcajada seca porque se le preguntó si estuvo de acuerdo can el matrimonio de su hija Elena.
"Claro, ¿por qué habría de oponerme a la felicidad de mi hija?"
Pero, fundamentalmente, una conversación con Arturo Frondizi es una conferencia política que él anuncia con el hincar de sus codos en los brazos del sillón mientras las manos se unen en lo alto, en una actitud casi mística. Los temas son expuestos por él, luego discutidos, analizados y, finalmente, arrojados por la borda para cambiar en seguida de rumbo hacia otros asuntos con la rapidez que acostumbran usar los matemáticos y los buenos ajedrecistas.
"Recién me doy cuenta que hace cuarenta años comencé a estudiar y trabajar", confidencia Arturo Frondizi a uno de sus colaboradores, unos meses atrás. El tiene ahora 56 años, y tocará la ribera de los 57 el próximo 28 de octubre; su recuerdo lo trasladaba hacia atrás en el tiempo hasta 1925, cuando consiguió su primer empleo de vacaciones en una droguería cercana a Corrientes y Maipú, en la Capital Federal. Su familia —los padres Julio Frondizi e Isabel Ercoli— provenía de Gubbio, una antigua ciudad de Umbría, desde donde llegaron Julio e Isabel en 1890, recién casados. Luego vinieron los catorce hijos.
Aquellos comienzos fueron difíciles; más tarde, el jefe de la familia aposentó en Paso de los Libres, provincia de Corrientes, donde creó una pequeña empresa de construcción de caminos.
Fue precisamente entre 1920 y 1925 cuando Arturo Frondizi forjó sus mis fuertes lazos amistosos paseando los antiguos corredores del Colegio Nacional Mariano Moreno: de allí parte su amistad con Vicente Pataro y con el detonante Raúl Colombo, ex titular de la AFA. Hacia 1930 terminaron sus estudios de abogado y comenzó, inopinadamente, su carrera política: en los tumultos posteriores al 6 de septiembre, la policía lo apresó por radical y revoltoso.
Así, el romance con su esposa nació de una vieja amistad entre ambas familias, que se incrementó cuando Frondizi, detenido, comenzó a recibir de Elena Faggionato una cariñosa ayuda espiritual. Se casaron en 1933. Fueron también los primeros años del ascenso político: afiliado en la sección 7ª de la UCR, no tuvo éxito en su lucha contra el caudillo Ortiz, de Zarate; en cambio, se trasladó a la vecina circunscripción 6ª, donde trabó una fructífera alianza con Miguel Ángel Sabattino que acaudillaba las huestes yrigoyenistas. Hay quien lo recuerda llegando al Comité, más allá de las siete de la tarde, entre las auras de un prestigio intelectual que lo elevaba al rol de ideólogo.
La UCR constituía entonces una oposición complaciente del régimen conservador; quizá por eso Frondizi se convirtió en un opositor mesurado del oficialismo partidario que encabezaba Marcelo de Alvear. El idilio se rompió bruscamente en 1936 cuando el mismo Frondizi fue expulsado a tiros de la convención metropolitana por criticar la prórroga de la concesión cedida a la CADE. De allí en más, Frondizi participó en todos los movimientos que buscaban restar a la UCR de las redes filoconservadoras del comando alvearista.
"Como dirigente del partido radical sostuve una posición de diferenciación con el peronismo, sin perjuicio de dar respaldo a todos los planteos fundamentales de esa orientación que consideraba coherentes con el desarrollo nacional", explicó Frondizi a PRIMERA PLANA. Se refería a la Ley Savio, de promoción siderúrgica, que apoyó con su voto como diputado (1946-1950), a la nacionalización del Banco Central y a la creación del Banco Industrial.
Su actuación parlamentaria le entregó el respeto del oficialismo y la consideración nacional de sus correligionarios. En 1952 fue llamado a integrar la fórmula presidencial porque —según se dice— Amadeo Sabattini quería equilibrar con el nombre de Frondizi la creciente influencia de Ricardo Balbín en la intransigencia del Litoral. Con todo, el binomio Balbín-Frondizi marchó de la mano hasta 1955; aún en 1952 los hombres de Balbín votaron a Frondizi para encumbrarlo por el escaso margen de dos votos a la presidencia del Comité Nacional. Fue durante la actuación de Frondizi en la cabeza del radicalismo cuando el antiguo alvearismo quedó reducido a su mínima expresión.
El martes pasado, Arturo Frondizi confesó a PRIMERA PLANA que desde su matrimonio lleva él mismo tipo de vida: se levanta a las siete, desayuna y lee los diarios. Luego despacha su trabajo y estudia. Más tarde almuerza. Simultáneamente ha leído en los últimos tiempos las ficciones de Julio Cortázar (Final del Juego, Bestiario), 'la nueva historia argentina' de Vicente Sierra, y se apresta a sumergirse en 'El incendio y las vísperas', de Beatriz Guido. Hace varios meses que viene preparando una historia de la contrarrevolución chilena de 1891: se la hicieron al presidente Balmaceda, que promovió el desarrollo del país hermano.
"También preparo un trabajo sobre el exilio de Rosas", agrega con serenidad. Desde 1955, sus costumbres no han variado un ápice; sí su actitud hacia el peronismo y su forma de ganar la vida: ahora sirve de asesor jurídico respondiendo a las consultas de empresas y particulares, y calcula que este menester le acarrea una suma mensual que oscila en los cien mil pesos. En la tarde duerme siestas de una hora, y luego atiende a sus correligionarios o clientes hasta las 21; a esa hora suele cenar "algo frugal, generalmente carne asada y ensaladas". En seguida continua su trabajo hasta cerca de la medianoche. "Cuando no tengo giras, como ahora, que me obligan a desarreglar mis horarios."
primera plana 
02.03.1965