Revista Periscopio
09-12-1969 |
El Comandante en Jefe es desarrollista.
Lo dice y lo repite Rogelio Frigerio, que poco tiempo atrás lo
abrumaba con el mote de liberal. Desde su punto de vista, los hechos
más auspiciosos de 1969 son la llegada de José Rafael Cáceres Monié
al Ministerio de Defensa, sus excelentes relaciones con el teniente
general Alejandro Agustín Lanusse y unas palabras mágicas, que
pronunció el jefe del Ejército.
El 7 de noviembre, en el acto de clausura de un ciclo de
conferencias para oficiales de Estado Mayor, Lanusse predicó "la
integración nacional como paso previo a la integración regional" y
"la subordinación de ciertos criterios de eficiencia y
compatibilidad a la política nacional de desarrollo y seguridad".
En términos vulgares, se trata de esto: el progreso de las
provincias es más urgente que el intercambio de mercaderías, la
complementación industrial y la colaboración fronteriza con otros
países; y, en segundo lugar, las empresas argentinas deben ser
protegidas por un sólido parapeto de aranceles.
Con este modesto arsenal teórico, un opositor puede socavar a
cualquier Gobierno; lo peor que puede ocurrirle es llegar al
Gobierno: entonces tendrá que virar en redondo, y confiar el
Ministerio de Economía al ingeniero Alsogaray, como hizo Frondizi en
1959, sacrificando la confusa mitología política que le permitiera,
un año antes, introducirse en la Casa Rosada.
Es obvio que la América latina que la Argentina tiene adentro debe
preocuparnos más que la de afuera; lo es también, para cualquier
político responsable, que la protección industrial no debería durar
eternamente a costa de los consumidores ni del equilibrio del
presupuesto. Pero el frondicismo, que acuñó estos dardos polémicos,
los dispara con singular puntería contra los sectores del Gobierno
que no le son afectos. Hace un mes, Clarín atacaba con saña a
Eduardo Zalduendo, Secretario del CONADE y, por elevación; al
Ministro de Economía; por fin, José María Dagnino Pastore se dio por
aludido. "Es un falso dilema —dijo el 14 de noviembre— oponer el
desarrollo de una industria eficiente al desarrollo de la industria
pesada." En ese momento, Lanusse adoptaba la tesis frondizista,
quizá sin percatarse de que ésta no es sino un valor entendido, un
lenguaje esotérico que permite reconocer a los adeptos de la secta.
Acaso, la frase de Frigerio confunde sus deseos con la realidad;
Lanusse no profesa la menor simpatía al hombre que tramitó el pacto
Perón-Frondizi; en cambio, ese pronunciamiento reflejaría su
paulatina coincidencia con Cáceres Monié, a quien frecuenta por
razones de su cargo y que se ha convertido en autorizado intérprete
del sentir de las Fuerzas Armadas.
Este abogado correntino de 51 años, de linaje radical, supo ganarse
la amistad de Juan Carlos Onganía en 1956, cuando el actual
Presidente comandaba la Agrupación Curuzú-Cuatiá.
Bien visto en esferas militares —fue Subsecretario de Fuerzas
Armadas en tiempos de Frondizi y su hermano, general, es Director de
la Gendarmería—, goza tanto la confianza del Presidente como la del
Comandante.
Frondizi no quiere elecciones: "Es que no tiene votos", suponen sus
enemigos. En cambio, se declara "revolucionario"; es una táctica que
no supo emplear en 1931 Lisandro de la Torre —a quien él venera por
aquel renunciamiento—, pero que le permite, a pesar de sus
frecuentes ataques al Gobierno, "galoparle al costado", hasta que se
produzca una constelación favorable: según algunos, el eventual
traslado de Cáceres Monié al Ministerio del Interior. Entonces sí,
para el frondicismo, las elecciones tendrían un sentido.
A los ojos de la opinión pública, el MID (Movimiento de Integración
y Desarrollo) no es un verdadero partido político, sin duda por la
brevedad de su vida: tenía apenas dos años cuando fue disuelto, y
aún no había terminado de organizarse. Su actitud "revolucionaria"
le permitió acatar el decreto de disolución sin que el plantel
dirigente se empeñara en preservar sus posiciones partidarias.
De este modo, el MID aparece más bien como un grupo de influyentes
que derraman intrigas entre obispos y militares, empresarios y
sindicalistas, cuenta con la oblicuamente prensa "amiga" e influye
en alguna medida sobre el actual Gobierno.
A los frondicistas, esa imagen no les molesta, por la sencilla razón
de que les reconoce vigencia en un país donde el resto de los
políticos deambula por zonas de extramuros, aferrados a la frágil
esperanza de un plan electoral. Ellos, en cambio —por lo menos, así
lo repite Frondizi hasta el cansancio—, no creen ni desean una
convocatoria a comicios: primero, la Revolución debería alcanzar sus
objetivos.
¿Qué Revolución y qué objetivos? No exactamente los del 28 de junio
de 1966: "La Revolución Argentina es parte de la Revolución
Nacional", declara Arturo Frondizi a periscopio. Lo que equivale a
decir que se reserva la última palabra.
El ex Presidente fue toda su vida un hombre de partido, que conoce
por lo menudo la ardua mecánica del comité. Sin embargo, cuando
ascendió al Gobierno, después de las elecciones del 23 de febrero de
1958 —y aunque en el acto de proclamación de su candidatura prometió
emocionado a la Convención de la UCRI volver a ella, "junto con este
viejo maestro, Alejandro Gómez"—, ya había montado una estructura
extrapartidaria que se distribuiría por los círculos áulicos. Su
vieja congregación no le sirvió sino para remedar una actividad
parlamentaria normal. "Nosotros recibimos las bofetadas y ellos [los
frigeristas] están en el banquete", refunfuñaban los radicales.
Vino después una sistemática demolición del Programa de Avellaneda,
plataforma socialdemocrática y nacionalista que recogía las
inspiraciones de Leónidas Anastasi y Moisés Lebensohn, con
apostillas del propio Frondizi. La primera rectificación consistió
en privatizar las empresas DINIE (ex alemanas, estatizadas durante
la guerra); siguieron los convenios petroleros (que debían situar a
la Embajada norteamericana en el sector oficialista, con vistas a
previsibles planteos militares) y la enseñanza privada (compromiso
con los nacionalistas y católicos).
La confusión de la UCRI se volvió angustiosa; para calmarla, se le
explicaba discretamente que el Gobierno había tomado por un atajo
"realista" para llegar a los mismos fines programáticos. Un
correligionario patético exclamó un día en el Comité Nacional
(Riobamba y Sarmiento): "Hemos tirado la honra a los perros".
Inconsecuente con su partido, Frondizi fue misteriosamente leal a su
amigo Rogelio Frigerio, autodidacto que se había improvisado una
ecléctica ideología transitando a la vez por el marxismo y por las
actividades mercantiles. A pesar de la desconfianza de las Fuerzas
Armadas, el Presidente defendió su derecho a elegir consejero y
llegó a compararlo, en un discurso, a Myriam Hopkins, la eminencia
gris de Franklin D. Roosevelt La influencia de Frigerio se mantuvo
durante los cuatro años de Gobierno y creció después de la caída.
Oscar Alende, que ha vuelto a ser amigo de Fondizi, lo acusó,
durante el proceso electoral de 1963, de practicar un doble juego:
el Frente Nacional y Popular (fórmula Solano Lima-Begnis), sólo
serviría para abrir el camino a un triunfo de Pedro Eugenio
Aramburu. El ex Gobernador bonaerense se quedó con la sigla, la
estructura y los fondos; pero ambos grupos sufrieron una hecatombe
en los comicios legislativos de 1965: en la provincia de Buenos
Aires, la UCRI (100.000 votos), aventajó al MID (60.000); en la
Capital, el MID (65.000) superó levemente a la UCRI (40.000).
Actualmente, el frondi-frigerismo en sentido estricto no es sino un
staff de intelectuales (integrado, entre otros, por Jacinto Odena,
Ramón Prieto, Marcos Merchensky, Juan Ovidio Zavala, Oscar
Camilión), que actúa con una cohesión no igualada sino por los
minúsculos partidos de izquierda. Pero es también una especie de
logia, con elementos infiltrados en todas partes. No sólo multiplica
sus conciliábulos con vastos sectores políticos y sociales; tiene
simpatizantes en el nacionalismo (Juan José Güiraldes), en el
conservatismo (Miguel Angel Cárcano), en la UCRI (Horacio
Domingorena) y hasta en el marxismo (Juan José Real). Recluta sus
adherentes y simpatizantes en la alta clase media —profesionales,
técnicos, burocracia, Universidad— y, en una determinada
perspectiva, puede ocupar en el futuro el lugar de un moderno
partido de centro-derecha, con más éxito que el de Aramburu, el de
Alsogaray o el de Cueto Rúa.
A veces, y con frecuencia creciente, la vasta trama que va tejiendo
se introduce en los despachos oficiales; sus adversarios le
atribuyen intenciones de copamiento y mencionan, con ira, los
nombramientos oficiales que recaen en personajes sospechados de
frondicismo, filofrondicistas, semifrondicistas y aun frondicistas
netos.
En el Gobierno nacional, además de Cáceres Monié, señalan a un
Secretario de Estado (San Sebastián); en las provincias, a varios
Gobernadores —Vázquez (Santa Fe), Huerta (Córdoba), Navajas Artaza
(Corrientes), Iribarren (La Rioja), Brizuela (Catamarca), Requeijo
(Río Negro)— y Ministros como Carlos Correa Avila (Santa Fe),
Rogelio Galarce (Chubut) ; abundan los Intendentes, algunos tan
notorios como Pablo Fermín Oreja (General Roca), y no faltan los
diplomáticos, como Mario Díaz Colodrero y Héctor Blas González.
Una controversia jocosa con los frondicistas:
—La Revolución Nacional es un hecho.
—¿No son marxistas quienes creen en la inevitabilidad de los hechos
históricos?
—Quizá sea necesario que cambie de jefe.
—Lo quieren las fuerzas liberales.
—Se hará con el concurso activo del Ejército ...
—Como siempre han pensado los nacionalistas.
—... Y de los gremios.
—Gremios estatizados por la Ley de Asociaciones Profesionales, un
rezago del pacto Perón-Frondizi.
Estas coincidencias parecen demostrar que el ex Presidente y su
consejero no sólo son eximios jugadores de ajedrez, sino que
descuellan en una especialidad: las simultáneas.
¿Qué debe entenderse, en fin de cuentas, por esa Revolución que
anuncian y preparan los frondicistas, sin asustar a nadie? Sólo Dios
lo sabe. Al parecer, se trata de ejecutar grandes obras de
infraestructura y construir una industria pesada a cualquier costo.
—¿A la manera stalinista?
—Claro que no. Por medio de inversiones extranjeras.
Esas inversiones son leoninas y, además, imaginarias. Una tesis que
Frondizi comparte con Alsogaray.
Galopando al costado
A los 61 años, Arturo Frondizi es un político full-time: toda la
mañana lee diarios, dicta cartas y recibe en su departamento de
Beruti al 2500 a personajes que no conviene exhibir demasiado;
después de un almuerzo frugal, sin vino, duerme una siesta de hora y
media; por la tarde recala en el CEN (Cangallo al 2300), donde
recibe a ex legisladores y contumaces punteros. Los fines de semana
se enclaustra en una hectárea de terreno en Navarro, a 50 kilómetros
de la Capital; es un regalo de su yerno, un funcionario de Olivetti,
donde satisface su hobby de la carpintería. No hay noticia de que
haya desechado una jubilación de 100.000 pesos que el Gobierno
Onganía ofrendó a los ex Presidentes; sobre este punto, sus amigos
tienden un silencio cómplice.
—Se dice que usted antepone el problema económico al político.
—No hay sino un problema nacional, que comprende lo político, lo
económico, lo social y lo cultural. Si por política hemos de
entender la acción partidaria clásica, no creo que ése sea el
camino.
—Otros desconocen tal vez la urgencia de soluciones económicas; pero
eliminar los aspectos políticos no es la mejor manera de ver la
realidad en su conjunto.
—Justamente iba a referirme a ese aspecto de la cuestión. El acuerdo
nacional debe formalizarse en todas las áreas que he mencionado;
pero la coincidencia no se ha ido formalizando en hechos
revolucionarios: antes bien, tiende a disolverse; por eso, lo
político reaparece en primer término. Se trata de vencer a la
contrarrevolución instalada dentro y fuera del Gobierno.
—¿Cuál es la situación de su partido? ¿Conserva sus cuadros? ¿Piensa
en una reorganización? ¿Insistirá en acuerdos como el de 1957?
—Los requerimientos del proceso revolucionario exceden el marco de
los partidos. El país necesita un Movimiento Nacional lo más
orgánico posible. Su presencia es una constante histórica, pero
siempre asume formas distintas. La experiencia de 1957 es
irrepetible en cuanto a la formalidad de sus términos; también lo
son otras experiencias anteriores, como el yrigoyenismo y el
peronismo.
—¿Qué alcance tienen ciertas reuniones de hombres del MID con otros)
la de Bell Ville, por ejemplo?
—Esas reuniones expresan la inquietud de los cuadros del Movimiento
Nacional. Aunque no estuve presente, sé qué allí se propuso —por
gente que no proviene del MID— la opción de avanzar desde las
provincias con una solución política. Me parece que el planteo es
digno de ser analizado, porque evidencia hasta qué punto puede
resultar desintegradora una política económico-social como la que
lleva adelante el actual Gobierno. La agresión económica a las
provincias —y el caso de Córdoba, a la que se intenta despojar de su
actividad industrial básica, es extremo— genera este tipo de
reacciones.
Sin embargo, la solución nacional no puede alcanzarse por la lucha
de las provincias contra el puerto. Antes bien, son los intereses
comunes a todas las regiones y de todos los sectores sociales, los
que permiten concertar una acción revolucionaria. Lo contrario abre
el camino de la desintegración, que a su vez facilita la penetración
mopopólica a la que asistimos. El país necesita reproducir en el
interior polos de desarrollo semejantes al del eje San Nicolás -
Buenos Aires - La Plata; para ello, hay que dotarlo de industria de
base y de una infraestructura de energía, transportes y
comunicaciones que unifique al país.
—Muchos creen, sin embargo, en la inevitabilidad de una "salida"
electoral.
—Sería una manera de postergar los objetivos revolucionarios. El
país no está en condiciones de distraer fuerzas en una confrontación
electoral mientras persistan las falsas antinomias que tienen
dividido al pueblo por la acción de quienes están interesados en esa
división.
—Un radical del Pueblo, Arturo Mor Roig, propicia cambios
institucionales que incorporarían al Parlamento representantes
gremiales, universitarios y otros. ¿Cómo juzga la iniciativa?
—El proyecto me parece saludable, pero no resulta positivo
considerarlo ahora. De la misma manera, son falsas opciones todas
aquellas que tratan de institucionalizar la participación, como una
manera de legalizar la situación actual en su curso
contrarrevolucionario.
—Los disueltos partidos tienen alas opositoras y alas
colaboracionistas. ¿Qué esperan conseguir con ese doble juego?
—No es el caso de quienes integraron en su hora el MID y
anteriormente la UCRI. Somos revolucionarios: al producirse la
Revolución Argentina, acordamos —sin que hicieran falta consultas—
que nuestro deber era apoyar el proceso. Eso puede lograrse desde la
calle o colaborando con el Gobierno, cuando el cargo y la
oportunidad lo permiten. Por eso, no consideramos colaboracionistas
a quienes actúan revolucionariamente dentro de los cuadros del
Gobierno. No hemos hecho el cómputo de cuántos son. Ciertos partidos
de posición adversa a la Revolución, agresivamente proclamada,
toleran sin inmutarse que sus hombres ocupen cargos: todavía hay
Intendentes que no fueron removidos en junio de 1966. Y, sin
embargo, esos mismos partidos deducen de la presencia de algunos
midistas en puestos oficiales una relación que realmente no existe.
—La palabra Revolución sirve para todo. ¿Lo fue la de 1969? ¿Es
revolucionario Onganía?
—Ese movimiento fue revolucionario en la medida en que abrió un
nuevo período histórico y puso de relieve la irrepresentatividad de
los partidos tradicionales, que debieron consentir el hecho
revolucionario. Mostró también la voluntad nacional de proceder a un
cambio de estructuras. El jefe de esa Revolución fue,
necesariamente, un revolucionario, aunque la política
económico-social aplicada hasta ahora sea contrarrevolucionaria.
—¿Qué porvenir le asigna a la CGT, unida (o no) y negociando con el
Gobierno?
—El Movimiento obrero marcha hacia la unidad; es un requerimiento
histórico de ese sector, como de la Nación en su conjunto.
Cualquiera sea el medio por el que esa unidad se lleve adelante,
tendrá que orientarse hacia la defensa de los derechos concretos de
los trabajadores; ellos van a presionar sobre la conducción. La
unidad, para ser tal, tiene que ser representativa.
—¿Estima usted que el Gobierno podrá, en el futuro, evitar
explosiones sociales como las de mayo-junio?
—Esas explosiones constituyen un elemento más en la toma de
conciencia, por parte del país, de la situación creada. El Gobierno
no puede sino interpretarlos, mostrar que procura resolverlos por el
camino de la Revolución Nacional, o bien optar por la represión; no
creo que sea posible ni que el Gobierno lo desee.
—¿Ha fracasado la Revolución?
—La Revolución Argentina es parte de la Revolución Nacional y, como
tal, una etapa de un proceso. Lo que ocurre, en las actuales
circunstancias, es que dentro y fuera del Gobierno luchan las
fuerzas revolucionarias con las de la contrarrevolución. Eso no
puede prolongarse indefinidamente. Quienes creían que la Revolución
consiste en poner la casa en orden, comprobaron este año que el
desorden deriva de la frustración del país y de sus sectores
sociales. Si se hace de la estabilidad monetaria una ciudadela
inexpugnable, a costa del desarrollo acelerado y de un mínimo de
bienestar social, se acortan los planes de una crisis que sólo puede
evitarse asumiendo la Revolución en todos sus términos.
La semana pasada, AF salía para Francia, invitado a dictar una
conferencia; para evitar suspicacias, canceló una escala en Madrid.
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