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crónicas del siglo pasado

REVISTERO
DE ACÁ


La gloria perdida del primer pueblo argentino
por Raúl Jassen
Fotos por Mirto
Jose de Mori
Revista Vea y Lea
1962
En lo que fue Sancti Spiritus, allí donde se juntan el Paraná y el Carcarañá, Puerto Gaboto acaba de cumplir 435 años sin que le vaya quedando otra cosa que recuerdos de un pasado mejor.
Vea y Lea
1962


las redes


la "estación" de Puerto Gaboto y el coche motor que la une con Maciel

 

 

 

EN REALIDAD no puede esperarse nada extraordinario de esos criollos. Están allí, como sujetados a la tierra gredosa y húmeda, prendidos a los barrancos, convertidos ellos mismos en espinillos que se asoman al río, sus raigones a la intemperie, siempre batidos por el viento que se encajona en ese recodo donde confluyen las aguas del Paraná y el Carcarañá, antes de enfilar por la aleonada garganta que más allá, torciendo a la derecha de "la isla" se abre hasta configurar solamente una línea: el horizonte.
¿Qué hacen allí, sino vivir? Vivir como pueden, su rutina de siempre, ajenos a cuanto ocurre más allá de la pequeña aldea, que configura un mundo singular, confinado por el paisaje físico y la quietud del tiempo, que se ha detenido en hombres y mujeres como queriendo fijar la página
de lo inasible: ese hondo misterio que nos encaja en la tierra, en un lugar determinado por otra voluntad que la nuestra y nos manda vivir allí y parecemos a ese paisaje, hasta hacernos a su imagen y semejanza.
Y esto hacen esos criollos: mimetizarse, transformarse, quizás, en el alma del paraje. Pero ser el alma exacta de esa porción de Argentina. Porque en otro lugar, seguramente sus vidas carecerían de todo sentido.

HACE 435 AÑOS
Hoy por hoy, Puerto Gaboto es un nombre que no dice mucho a la imaginación de los argentinos. Con sólo estar a 60 kilómetros al sur de Rosario(*), vive marginada y desconocida. Apenas si en las reparticiones públicas vinculadas con el catastro o el registro de las personas, algún empleado, encargado de manejar la manoseada ficha del archivo donde se condensan el número de casas y la cantidad de habitantes, sabrá decir a ciencia cierta qué es Puerto Gaboto. Aunque es natural que así sea. Después de todo, un empleado público no está obligado a ser un erudito en historia ni a conocer la geografía del país en el cual ha nacido.
Hace 435 años, Rosario no existía. Ni había oficinas de catastro ni registro de las personas. Solamente estaban el Paraná y el Carcarañá. Y la intrepidez de unos hombres que se habían echado a la mar en Sanlúcar de Barrameda, sobre la orilla oriental del Atlántico. Unas capitulaciones, firmadas con el rey de España, los obligaba a llegar a las Molucas atravesando el estrecho que Magallanes había descubierto.
Pero el sueño de la plata los alejó de sus obligaciones y los puso sobre la quimera y la ensoñación de un mundo maravilloso, repujado de plateados reflejos, donde hasta los pájaros del cielo tenían sus alas nimbadas del suave y dulce metal.
¿Qué poder de convicción tenían aquellos náufragos de Solís que Gaboto recogió en las islas de Santa Catalina? ¿Cómo le hablarían hasta hacerlo desistir del solemne compromiso, arriesgando hasta el honor y la vida en pos de la nueva aventura? No era fácil desobedecer a Carlos V, que entonces forjaba el imperio para que el sol siempre alumbrase un trozo de España.
La leyenda y ese río ignoto, que tenía por delante, descubierto por Solís, pudieron más sobre el navegante que los compromisos con la potestad más grande de la tierra. Así se fue gestando lo que sería la primera población española en nuestro territorio:. Sancti Spíritus.
Era el 9 de junio de 1527 cuando las naves españolas anclaron junto a la confluencia de los dos ríos: dulce uno, salado el otro. A la vera del Paraná y del Carcarañá se alzó el madero fundacional y el fuerte y su pequeña población civil quedó erigido como sostén de la vanguardia, que se internó aguas arribas, en procura del país de las maravillas.
Aún ahora pueden verse, cuando las aguas bajan lo bastante, los restos de la plataforma sobre la que se había erigido el fuerte. No pudieron los arcabuses ni el fuego de la artillería, emplazada en las naves, aplacar la rebelión de los timbóes. La sangre de dos razas llamadas a confundirse corrió en aquellas jornadas sobre el lomo fluctuante del Paraná.
El capitán Francisco César, que partió desde Sancti Spíritus en busca de la riqueza, se llevó tras él la aureola de una nueva leyenda: la de la Ciudad de los Césares. Pero en aquel lugar quedó la simiente de la nueva raza: la criolla...

HISTORIA DE NUESTROS DÍAS
La historia no nos cuenta nada más de Sancti Spíritus. Nunca se la vuelve a mencionar. De pronto es como si su fundación hubiese sido totalmente inútil y que el incendio desatado por los timbóes fuese el lógico corolario de aquella aventura de Gaboto y de sus hombres.
Mas, algo debe tener esa tierra lamida por los dos ríos, que se amansan entre sus altos barrancos y "la isla" innominada, la isla por antonomasia, que se yergue frente a ella, poderosa y cautivante, poblada de misterios y de ancestrales llamadas a la aventura que, sin embargo, no alcanza a vencerla en la puja que las dos mantienen para quedarse con la voluntad, con el trabajo, con la vida y con la muerte de esos criollos.
Algo debe tener, puesto que allí volvieron los descendientes de aquellos españoles y de aquellos timbúes. Otros paisanos bajaron, también, desde las misiones guaraníticas del Paraguay, otros llegaron de más cerca, de San Lorenzo, de Santa Fe. Y fueron amontonando apellidos que son parte de la historia del país: Mendoza, Irala, Hernandarias, Leguizamón, Albornoz ...
El caso es que hasta 1942, y aproximadamente desde 1916 (no hay quién recuerde la fecha exacta), Puerto Gaboto fue un floreciente puerto a cuyos muelles atracaban barcos de ultramar que después se marchaban con sus cargas completas. Allí se levantaron grúas, depósitos y silos donde se guardaba la producción de todo el noroeste de Santa Fe.
Puerto Gaboto —que es el nombre de la población sucesora de Sancti Spíritus— conoció una época de properidad, casi de gloria, si se hace caso a sus pobladores, de la cual solamente le resta el gusto casi agrio de la nostalgia. Lo cierto es que casi todos los hombres de allí vivían del trabajo que el puerto les proporcionaba. Mantenían sus hogares y podían aspirar a mejorar.
Claro que los sueños de estos hombres no suelen entrar en el cálculo contable de las empresas ni de los gobiernos.
¿Cómo podía, pues, importar las opiniones de los Hernandarias, de los Irala, de los Mendoza? Así fue cómo el puerto, un día cualquiera de 1942 en realidad no tiene importancia alguna determinar la fecha exacta— dejó de trabajar. Otro día cualquiera aparecieron unos obreros que procedieron a desmontar, con notable esmero y rapidez, los tinglados y los silos. A los muelles los dejaron y se fueron pudriendo solos. Ahora solamente queda uno; a los demás los devoraron las aguas.

NADA EXTRAORDINARIO
Y como las desgracias nunca vienen solas, según el popular y sabio decir, al poco tiempo también se marchó la arrocera de la población. Y los campos cercanos, que antes producían trigos y otros granos, también sufrieron igual hechizo. Muy pronto, nada quedó allí. Nada, salvo los hijos de Puerto Gaboto y los que han ido allí desde otros pagos, hace muchos años, para no marcharse nunca más. Como don Gregorio Leguizamón, un "viejo criollo", como gusta presentarse él mismo, afincado en el lugar desde más de cincuenta años. Ha sido don Leguizamón quien, conversando junto a las barrancas y más tarde en el boliche del pueblo, nos contó, a grandes rasgos, la vida de sus paisanos gabotenses:
—Aquí debemos hacer de todo para sobrevivir. Se debe agachar el lomo, pegarlo junto al suelo y darle duro, para ir tirando sin salirse de la huella. Yo mismo, supe hacer de todo. Mucho tiempo anduve en el monte hacha en las manos, bajando árboles. También fui jangadero. Me pasaba semanas enteras, dejándome traer desde el Alto Paraná por la corriente, conduciendo la jangada, cuidando que los camalotes no me trajeran lampalaguas ni yacarés. Otras veces sabía seguir el rastro de las nutrias, por entre los pajonales y el agua. No pagaban mucho por el cuero, pero peor es nada...
Ahora, don Leguizamón se dedica a pescar. Como casi todos los hombres de Puerto Gaboto —dos mil almas—, sabe salir por la noche, o durante el amanecer, río arriba. En los ranchitos, mientras tanto, detrás de las puertas entornadas, quedan unas mujeres que alumbran a la Virgen de Itatí con la vacilante luz de las velas y rezan por los pescadores: algunas veces el Paraná suele cobrarse el tributo de la vida. Y un nuevo paño negro aparece muy pronto sobre la cabeza de alguna mujer.
Nada extraordinario, como se ve. Todo se limita a obedecer la ley del juego: hay que vivir. Y vivir, en cierto modo, es una rutina. Aunque el hombre deba afrontar mil peligros y convertirse en jangadero, cazador de nutrias, hachero, pescador. Al fin de los días estos se transforma en costumbre, en una simple cuestión de rutina. ¿Hay algo más simple, más sencillo que esto? Ni tan siquiera esas crecidas del Paraná, que todo lo arrastran al paso del agua, que todo se llevan para arrojarlo contra las barrancas, kilómetros adelante o para sepultarlo por siempre en el fondo cenagoso, consiguen quebrar este simple principio: porque los gabotenses vuelven, al fin de cada desastre, y rehacen sus vidas en ese recodo del río.

EL RIO Y EL HOMBRE
Hablamos, al principio, de la consustanciación del hombre con el paisaje, del hombre transformado en alma de la tierra. Creemos no haber sido del todo exactos en esa definición. Porque en Puerto Gaboto hay algo realmente notable. Y esto es la lucha que mantienen los dos actores que configuran la vida: el Paraná —fuerte, majestuoso, hecho de ímpetu— y el hombre del lugar, silencioso, sobrio de gestos y de palabra, austero, acostumbrado a los rigores de la existencia.
Río y hombre se han enfrentado innumerables veces. Lo hacen todos los días. Hay una especie de tácito desafío entre los dos. Este río es, seguramente, el único que aquí pueda compartir la gloria de grandes hermanos del mundo: el Eufrates, el Amazonas, el Nilo. Este río, lanzado contra las paredes de tierra y espinillos que lo contienen y que ha sepultado, una y otra vez, a las islas, da siempre una opción al gabotense: le advierte que está próximo a combatirlo. Crece de a poco, como si le diera una oportunidad para defenderse. Pero finalmente se abalanza y lo golpea, lo arrastra y trata de llevárselo consigo.
Hasta ahora han pasado 435 años de esa lucha sin cuartel. Y el Paraná no ha vencido. Unos ranchitos casi circulares, de techo de paja brava, de piso de tierra apisonada y de blanqueadas paredes, unos ranchitos precedidos por la pequeña coquetería de los jardincillos, demuestra la tozudez humana y el signo del vencedor.
Unos botes toman sol, en las tibias tardecitas gabotenses y unas redes de pescadores, tendidas sobre los horcones, dan a ese signo su propia personalidad. Después de todo, quizás haya existido en Puerto Gaboto —en el entrañable Sancti Spiritus— un Pedro capaz de haber tendido los sayos para detener en ellas el espíritu de la tierra.

(*)Mensaje recibido en Mágicas Ruinas: Hola Hay un error en este texto de Gaboto.
Gaboto no esta al sur de Rosario, está al norte.Saludos
http://www.magicasruinas.com.ar/revistero/argentina/primer-pueblo-argentino-gaboto.htm
Desconocido 7/15