Revista Periscopio
9 de diciembre de 1969 |
- Usté debe meditá, repensá el proceso. Ver la
realidá con tranquilidá y después obrá.
Don Mariano López, un anarquista septuagenario, deslizó su consejo
ante la tímida mirada de Raimundo Ongaro, quien lo presenta como "mi
abuelo postizo". Alberto, hijo del ácrata, ácrata él mismo —y
combatiente de la Guerra Civil Española—, asintió.
El líder sindical lo escuchaba complaciente, aceptaba con devoción
la ingenua sugerencia del catalán, su preceptor político. Esa
ideología forma parte de la suya, contraída en el seminario donde
transcurrió su juventud.
—Pero usted es peronista, Ongaro, ¿o ya no?
Me miró como diciendo:
—No me haga estas preguntas, compañero.
Pero fue político:
—El 17 de octubre de 1945 salí a la calle: había empezado la
Revolución Nacional. Todavía lucho por concretarla.
El modesto chalet californiano de Rivadavia 3054, en Los Polvorines,
se ha convertido en la nueva sede de la CGT de los Argentinos. El
sábado 29 de noviembre, a las 2.20 (ver N° 11), Ongaro salió de la
cárcel de Caseros, no sabe por cuánto tiempo.
—Mi posición no ha variado en estos cinco meses; por el contrario,
la meditación ahondó mis convicciones. Los compañeros piensan igual.
Abrió sus brazos en abanico, como un Cristo. La casa resulta chica
en estos días. Sin contar los vecinos, los Ongaro reciben cada día
un contingente de políticos, gremialistas, estudiantes y sacerdotes.
Elvira Isabel, la esposa, soporta estoicamente el desfile. Los tres
hijos —Raimundo Argentino (16), Alfredo Máximo (15) y Miguel Angel
(12)— no se pierden una coma. Ya no podrán permanecer ajenos al
destino de su patria.
Cuando la familia se estableció aquí, en 1957, el barrio estaba
naciendo.
—Linda casita, ¿no? Lo mejor de lo que había en aquellos tiempos, Y
lo mejor de lo que vino.
Era un crédito peronista: a 40 años. Paga 500 pesos por mes al Banco
Hipotecario. Es su única fortuna, además de 32.000 pesos en
depósito. Poca cosa para pasar las fiestas. No importa: aquello de
los lirios del campo y los pájaros del cielo, lo tiene bien grabado
en el corazón.
En el U 16, un pabellón de cemento construido para psicópatas,
Ongaro atravesó 150 días de soledad completa, sin dejarse invadir
por la angustia. No era muy distinto a los ejercicios espirituales
que hacía cuando niño. Pero no se siente un misionero: se sabe un
político. Un político como los otros, sólo que sin compromisos con
el pasado.
Un insano, desde el pabellón vecino, le agradecía maniáticamente el
obsequio de alimentos. Era lo único que podía recibir. Libros, sólo
uno: la Historia de Cristo, de Papini. Diarios y revistas, apenas un
ejemplar del Nº 344 de Primera Plana, con Onganía y Caggiano en la
tapa. En los últimos días, el fallo de un Juez le levantó la
prohibición de leer.
—No puedo decir que me trataron mal, salvo que nunca me cambiaron
las sábanas. Ni bien: simplemente, nadie debía dirigirme la palabra.
Por lo demás, todo el U 16 era para él.
Elvira puso sobre la mesa una botella de cerveza, distribuyó las
copas; Fernando, un vecino de 3 años, reclamó la suya. Como los
mayores, ya conoce a la burocracia carcelera. Cuenta Ongaro que su
esposa lo llevó un día a Caseros. El chico lo llama Rai. Le
preguntaba en su media lengua:
—¿Te quedé, Rai?
—Una lima —bromeó.
A la semana siguiente, Fernando, fiel a su amigo, llevó una lima de
juguete, un limpiauñas. Los guardia-cárceles descubrieron el
contrabando y armaron una batahola, ante las carcajadas del preso y
su consorte.
Buena parte del tiempo lo gastó en contestar una nutrida
correspondencia (Juan Velasco Alvarado, Presidente del Perú; Dom
Helder Camara, Obispo de Olinda y Recife).
—Y Perón, ¿no le escribió?
—Recibí su carta de aliento. Cree en la Revolución universal.
¡Nada menos!
Ongaro se propone agradecer personalmente esos gestos de cortesía:
planea un viaje fugaz por Europa, Africa del Norte, América latina.
Hay mucho que aprender por el mundo.
Golpean a la puerta: una delegación de gráficos lo somete a
interminables abrazos. Elvira procura contenerlos: el sábado, al
salir de la prisión, los amigos lo magullaron, tal era su
entusiasmo.
—Este es el abuelo. ¿Conocen al abuelo? —pregunta Ongaro. Lo muestra
con orgullo, como si fuese su propiedad personal. Siente respeto por
la decisión del viejo, que en 1931 dejó la Argentina en busca de su
República libertaria y volvió unos años más tarde, desconsolado.
Raimundo Ongaro piensa que a países como el nuestro, donde hace
mucho que no se escucha la voz del pueblo, les aguarda un futuro
trágico, a menos que un patriota les abra el camino de la libertad.
Los jóvenes, aquí y en todas partes, están impacientes, no se
dejarán acallar.
—El mundo siempre cambió por la acción de la juventud.
Se disculpó: no quiere predicar. Pero es hombre de discurso. A
medida que afloran las palabras, se afina su coherencia. Tiene los
ojos hundidos, el cutis amarillo por falta de sol.
—Estamos viviendo una Revolución; no la hace una clase determinada,
sino la juventud; ella quiere amor, libertad, igualdad, no importa
cómo se exprese. Algunos políticos —buena gente—, me han traído
planes para hacer la Revolución. Esos planes no me atraen; para mí
se trata, simplemente, de acabar con el sistema, de voltear el muro
que nos oprime a todos. No desprecio a los intelectuales; pero el
saber sin emoción no lleva a ninguna parte.
—Usted es sindicalista. ¿Confía en la clase obrera?
—En ella duerme el sentido revolucionario: duerme, hay que
despertarlo. Pero está traicionada por el dirigentismo —responde.
Elvira inauguró la rueda de mate dulce; Don Mariano y Ongaro
prefirieron té. Caruso, el cuñado, posó sus 110 kilos en una
banqueta y desplazó sigilosamente las alpargatas bajo la mesa. El
primogénito besó a sus padres y se fue a rendir un examen de
contabilidad. Doña Arminda, 64 años, su abuela, sacudía ropa sobre
la batea, junto a la cocina, construida trabajosamente por Caruso.
Una bolsa de arpillera hace las veces de cortina, en la puerta. En
su vaivén, descubría un cielo plomizo, amenazador.
—Va a llover —profetizó Raimundo—. Gordo, hay que cubrir este techo
que hiciste.
En el pasillo que comunica las habitaciones, Eva Perón regalaba una
mirada juvenil, de su época de actriz, cuando aún no sospechaba su
destino.
—Era una revolucionaria intuitiva, sentimental; por eso la conservo
allí, —lagrimeó Ongaro—. Golpeaba donde más Ies dolía a los
oligarcas. Nosotros hemos aprendido de ella a cantar las verdades.
Hay compañeros que temen perder los salarios, el empleo: yo los
comprendo: ¿pero cuándo los obreros hemos sido dueños de algo?
La CGT de los Argentinos no ha muerto, pretende él.
—El congreso de marzo de 1968 fue una etapa; en realidad, no nos
importa la materialidad de las instituciones. Que el Gobierno se
quede con Los 25, el edificio y todo lo demás. Nosotros, en la calle
es donde estamos mejor.
—La izquierda marxista los apoya, ¿no?
—Se ha identificado con nosotros sobre la marcha, pero desconfía de
nuestros fines: se pregunta qué haremos si tomamos el poder. La duda
surge porque parte de la teoría según la cual sólo el marxismo es
revolucionario. Nosotros anteponemos la solidaridad a la justicia, a
la competencia y el lucro.
Raimundo Ongaro, a los 41 años, ha superado los límites del
sindicalismo, que presupone el capitalismo, de cuya entraña nació;
intenta formar un movimiento apartidario y policlasista, nacional,
aunque con ubicuas pretensiones ; la conmoción interna de la Iglesia
parece indicarle el camino. Se lo puede definir como un
social-cristiano de izquierda, acólito de Bruno Bauer, aquel teólogo
que fue maestro de Marx, quien lo desdeñó más tarde. Para Marx, es
preciso "realizar la filosofía"; a él le parece una abstracción.
Prefiere a Bauer: hay que cumplir los Evangelios.
—No queremos matar al explotador sino a la explotación. Cristo nunca
fue propietario.
La noche había llegado y con ella las primeras gotas. Caruso calzó
en chancletas sus alpargatas y, asomándose al patio, respiró hondo.
Elvira se alegraba por la lluvia: después será más fácil, para
Raimundo, trabajar en el jardín. Es la única forma de hacerlo
agachar el lomo.
Jorge Elorza
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Con su preceptor político y
Fernandito, un admirador de 3 años
El chalet de los Polvorines |
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