La Nueva Iglesia
La universidad de las monjas con tacos

 

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pie de fotos
-Carla, Loreley, Beatriz: ¡Alegría!
-Juan Ignacio Pearson: ¡Bendita!
-UCOYCA: Historia del año pasado
-Capilla: Renovación sin herejía

 

 

Eran treinta y seis. Jóvenes, misteriosas, movedizas. Llegaron una mañana para instalarse en medio de una ciudadela de ojos desconfiados.
—Tienen quince cocineros negros...
—Acaban de venir de Norteamérica.
—¿Serán pastoras protestantes?
—A lo mejor, ¿Saben? ¡Las vieron usando pantalones colorados!
La Plata entera se había dado cita y las escudriñaba. Alguien —audaz o bien informado— sugirió que eran católicas. Otro fue más allá: "Son monjas."
Hubo gritos de horror y protesta. ¡Monjas! ¿Luciendo vestidos sin mangas, sweaters de colores, tacos altos, rouge? ¿Adonde vamos a parar? Pero sí. En cierto modo, la escandalosa verdad es que eran monjas católicas. De la congregación más avanzada e insólita que existe en el país.

Mujeres para los curas
La historia se desencadena mucho antes, a fines de la década del 40. Pululaban en los centros de Acción Católica, paseando su desencanto blando y convencidas de que todo estaba por hacerse en una tierra donde nadie mostraba ganas de hacer nada. Se encontraron, se reconocieron. Pertenecían a una generación de místicas prácticas. Deseaban servir a Dios, pero quedándose en el mundo, como la levadura. Las órdenes religiosas tradicionales no eran para ellas. Fue cuando apareció el sacerdote.
Modesto, apacible, con un cierto aire de académico venido a menos y arrastrando los acentos aristocráticamente negligés de su voz forense, el presbítero (hoy monseñor, después que lo designaron prelado doméstico del Papa) Juan Ignacio Pearson parece todo menos un revolucionario. Los elementos más reposados de la Iglesia, empero, siempre lo han cubierto de estremecidas miradas oblicuas. Que suelen crepitar en estallidos de pánico cuando el afable monseñor defiende alguna de sus ideas.
"Si entorna los ojos así —observó un compañero de promoción—, significa que está pensando. Entonces hay que hamacarse."
El día que se le acercaron las aspirantes a monjas laicas, Juan Ignacio Pearson entornaba los ojos.
"Me parece muy bien —dijo—. Manténganse unidas, no se dispersen. En eso va a residir muestra fuerza." E inmediatamente fue a ver a su amigo, el Arzobispo de La Plata, para pedirle la inclusión del grupo en un status intermedio al monástico y al de los meros laicos.
Desde afuera, la cosa no sonaba muy nueva. Al fin y al cabo —adujo— los oblatos diocesanos y los miembros de la Orden Tercera de San Francisco también hacen votos y se someten a disciplina estricta sin abandonar su estado laica!. El sueño de Pearson, no obstante, era mucho más atrevido: aspiraba a fundar una especie de clerecía femenina.
El enfoque de la mujer complementa la visión del mundo que tiene el varón. De ahí que —sostiene Pearson— las órdenes religiosas tradicionales con ramas para ambos sexos (al lado de los carmelitas, las carmelitas; junto a los benedictinos, las benedictinas) son más equilibradas que aquellas reservadas sólo a los hombres, como la Compañía de Jesús.
Desgraciadamente, el presbiterio de la Iglesia, el clero secular diocesano, carece de contraparte femenina. Nadie ejerce el papel que cumplieron las "vírgenes y viudas" del cristianismo primitivo, consagradas a Dios, pero sin alejarse de la vida común de todos los fieles.
El inquieto prelado comprendió que se le blindaba la gran oportunidad para suministrarle esa presencia compensatoria del otro sexo a los sacerdotes seculares. Como ellos, sus 'lay sisters' no formarían una asociación: pronunciarían votos individuales y dependerían directamente del obispo.
Monseñor Plaza aceptó la aventura. Tomándose sus recaudos, claro. Por de pronto, empiezan metiendo a las muchachas en una escuela de San Andrés, para que den instrucción primaria a doscientos chicos de una barriada obrera. En 1952, un ambiguo decreto arzobispal les otorga su primer estatuto, bajo el nombre de Colegio Superior Universitario.
Lo definían como "un convictorio de estudios generales y religiosos", qua además de formar a sus adscriptas y de perfeccionar los conocimientos que ellas adquieran afuera, "las mantiene unidas entre sí". Lo bastante claro para dejarlas existir, y no tan comprometido como para que un fracaso envolviese a la jerarquía.
Fue un éxito. Especialmente cuando se les ordenó que cerraran el establecimiento de San Andrés y se instalasen en Beccar, con menos obligaciones. El grupo se mantenía regenteando un pequeño jardín de infantes o emprendiendo tareas absurdas (producción de pincelitos para los frascos de esmaltes de uñas: un peso cada uno; costura de bolsas de plástico, etc.), mientras asistían a clase en distintas facultades.
"Antes de enseñar, hay que aprender", repetía admonitoriamente Pearson.
Entretanto, el sacerdote se enteraba, emocionadísimo, de que en otros cien obispados de todo el mundo iban materializándose comunidades parecidas a la suya. Los expertos en eclesiología comenzaron a llamarlos "movimientos de Total Dedicación", anticipos del reclamo de un diaconado para los laicos que acaba de aflorar en el Concilio. Las barreras entre lo sagrado y lo profano se adelgazaron, el clero se aproximaba al pueblo. Y aquellas monjas inauditas con medias de nylon y lápiz de labios se convertían en el símbolo mismo de la 'nouvelle sensibiliti'.

Las casas elásticas
La prueba de fuego se precipitó en 1955. Apenas las chicas lograban pagar sus abonos a Buenos Aires. Sin embargo, repiqueteando su entusiasmo irlandés, una de ellas —la impagable Biddy— insinuó una propuesta absolutamente descabellada: ¿Por qué no vamos a completar estudios en los Estados Unidos?
No era posible. Y por lo mismo, fueron. Con los ahorros de todas (y la subasta de la biblioteca íntegra de Monseñor Pearson) le financiaron el viaje a la directora del grupo, Loreley Grünwaldt, a fin de tantear el terreno. La amistosa complicidad de las damas de San Isidro, que les sostuvieron una kermesse, facilitó hasta la venta de los objetos personales más insignificantes, incluyendo cabos de lápices y la ropa que habrían debido llevarse.
Cuando arribaron a Washington, en medio de inquietantes recepciones (¿Seguro que no hay negras entre ustedes?) y equipadas prácticamente con lo puesto, supieron que la infatigable Loreley les había conseguido una casa..., ¡nada menos que en el aristocrático barrio de North West, frente a las embajadas de Portugal y de Francia! Lástima que faltaban los muebles, que debían sentarse sobre alfombras, a la oriental, y que el buen nombre del edificio exigía que nunca entraran más de cuatro personas a la vez... Si se difundía la verdad de que estaban viviendo tantas, nadie puede adivinar qué hubiese sucedido.
El problema del sustento lo resolvieron como acá: trabajando, sobre todo como enfermeras y empleadas del Providence Hospital. Hasta que el rector de la Universidad de Puerto Rico les envía un S.O.S. angustiado, ¡Un montón de jóvenes, bilingües y preparadísimas, con las que no vamos a tener dificultades de ninguna clase! ¡Pronto, vengan, ayúdennos! Y van. Trópico, playas, la vida en unas barracas increíbles prestadas por el ejército (contaban con duchas de agua caliente y pileta de natación), pero la nostalgia colándose a través de los resquicios. Naturalmente, les parecía un crimen abandonar los Estados Unidos sin hundirse en la vorágine de Nueva York.
Conseguir plata para los pasajes fue también una aventura, aunque culinaria. Decidieron subastar tortas y postres entre sus amistades portorriqueñas. Desgraciadamente, desde estas latitudes rioplatenses, doña Petrona no calculó el efecto del calor centroamericano. Fue precisa toda la fraternidad hispánica para que sus clientes les perdonasen el desmoronamiento de las coberturas merengadas y para que —todavía— les elogiasen el raro sabor austral de los bizcochos.
Entretanto, un monseñor viejito que les había vendido el edificio de Washington —y a quien faltaba pagarle una gruesa suma— se muere condonándoles la deuda. Rematan la propiedad, y de pronto se ven dueñas de cierta fortuna. Pueden darse el lujo de alquilar dos casonas de madera en el suburbio neoyorquino de Flushing. Primero le dicen al administrador que son cinco. Después confiesan que son quince, y finalmente admiten ser treinta y cinco: "Pero en una sociedad tan clerical como la norteamericana, estar acompañadas por un sacerdote les pareció suficiente garantía y nos dejaron", recordó a PRIMERA PLANA la profesora Carla Carolo.
Al cabo de unos meses, con una experiencia riquísima, varios miles de dólares y treinta cajones de libros regalados por las bibliotecas y editoriales de Nueva York, la comunidad de Total Dedicación desembarcaba en Buenos Aires. Además de sus horizontes geográficos, habían ampliado pavorosamente sus enfoques espirituales y estaban en condiciones de asumir su puesto a la vanguardia del naciente aggiornamento de la Iglesia argentina.

Teología de la libertad
¡Alegría, alegría, alegría! ¡ ¡Alegría, alegría y placer! / Que la Virgen va de paso / con su esposo hacía Belén. ., Villancicos crepitantes, rezos en castellano, altares circulares, comuniones de pie que se adelantaban a las nuevas normas litúrgicas, venían a sumarse a la desenvoltura internacional de las monjas laicas. Ya contaban con el respaldo soñado por monseñor Pearson: podían iniciar la etapa de las realizaciones.
Ellas querían inaugurarla en Ranelagh, con un colegio para chicas, pero una vez que hubieron adquirido el terreno, el Arzobispo las mandó llamar. "No —les anunció—, tengo otros destinos para ustedes." Y de la noche a la mañana se hallaron al frente del enorme Instituto Terrero: un decrépito establecimiento de profesorado, con anexos primario y secundario, que languidecía sobre la platense calle 11, entre 45 y 46.
Cambiaron todo, desde los uniformes (¿por qué ese azul marino sombrío de siempre? ¡Polleras escocesas, coloradas y verdes!) hasta la capilla, embargando las aulas, los corredores, los salones, de un espíritu amable y estético. Y como era previsible, llovieron los alumnos. En tal número, que al inquieto monseñor Pearson le inspiró otra ambición: la universidad propia. No meramente para repetir los planes de estudio corrientes en la Argentina y hacerles una absurda competencia a los organismos universitarios clásicos. También aquí se trataba de marcar rumbos.
De los Estados Unidos, Pearson y sus clérigas habían traído un punto de vista sociológico de la enseñanza, que deseaban ensayar al nivel superior. A monseñor Plaza le encantó la iniciativa, y apareció UCOYCA, Universidad Comunitaria y Católica de La Plata, con sus dos facultades: Ciencias Sociales (escuelas de Sociología, Economía y Derecho) y de Artes Sociales (escuela de Arquitectura). "Con los ochocientos alumnos del primario y del secundario, unidos a los 450 del Terrero, esto ya era una locura de trabajo —reveló la encargada de prensa de Total Dedicación, profesora Beatriz Donadío—. El año pasado, la universidad nos reportó entre 500 y 600 más..."
La cantidad probablemente crezca en 1965, al dar comienzo a una excitante carrera de licenciado en Relaciones Públicas y Humanas. "Hay una demanda evidente de buenos relacionistas en nuestro país —explicó Pearson a PRIMERA PLANA—. Nosotros concebimos su formación como un justo medio entre el punto de vista excesivamente humanístico y el demasiado empresarial: al relacionista, por ejemplo, no le interesa la historia de la Edad Media, pero en cambio es imprescindible que conozca la historia del año anterior, a fin de que conozca lo que ocurrirá en éste. Metimos materias como Teoría y Sociología de la Novela; le ofrecemos al estudiante verdaderos panoramas del pensamiento europeo, del anglonorteamericano y del que se está forjando en el Tercer Mundo..."
La implacable actualidad de la carrera exige que el futuro experto en RR. PP. distinga el público que tiene La Razón del que reúne La Nación; que reconozca el estilo de PRIMERA PLANA y el de Claudia; no que sepa escribir como un periodista, pero sí que sepa juzgar las notas con ojo profesional. Por lo menos, ésa es la meta de otra asignatura: Prensa Periódica.
"Y también les enseñamos Libertad de Opinión, una materia muy importante en nuestra universidad, para hacer que vean que la mente católica no tiene la menor oposición a la libertad de opinar —puntualizó Pearson—. La Iglesia posee un diez por ciento de dogmas y un noventa por ciento de ideas. Los dogmas son los únicos que obligan, pero están envueltos en las ideas discutibles; tanto, que a veces se confunden. Galileo era tan católico como los inquisidores, pero confundieron la idea de que la Tierra era plana con un dogma, y lo condenaron."
El teólogo Pearson detecta, además, a las esencias del cristianismo, que son principios descubiertos por Occidente bajo el impacto del Evangelio (el respeto por la persona humana, la dignidad mayor de la propiedad colectiva sobre la propiedad individual, la condena de la esclavitud) y que los cristianos paradójicamente han olvidado, dejándolos en manos de sus enemigos. Ahora, por suerte —dice—, hay un gran movimiento, un enorme despertar en la Iglesia que tiende a reivindicarlos.
"El riesgo de la renovación consiste en salirse de la ortodoxia. Por ejemplo, en el mundo moderno se han atenuado las fórmulas de sumisión a los príncipes y gobernantes. Igual pasa en la liturgia: disminuye el culto a Nuestra Señora y a los santos. Algunos se regocijan, porque eso nos acercaría a la negación protestante de la Virgen. ¡Es terrible! Nuestra religión no se funda en el culto, sino en el amor. El culto a María puede reducirse, sí, pero en cuanto a quererla... ¡Bendita! ¡Yo la quiero muchísimo!"
PRIMERA PLANA
27 de abril de 1965