Revista Periscopio
30.06.1970 |
Dos rematadores sin estirpe, Natalio Scalise, de Buenos Aires, y
Osvaldo Scardino, del partido de Rojas, a 250 kilómetros de la
Capital Federal, bajaban el martillo, el sábado 20, sobre el casco
de la estancia San Jacinto, que a principios de este siglo acumulaba
nada menos que unas 7.000 hectáreas; un feudo legendario que
perteneció a Ángel Torcuato de Alvear y su esposa, María Unzué, y
que se ha ido parcelando como tantas heredades.
De ese legado quedó en pie un suntuoso castillo, una capilla
dedicada a la Inmaculada Concepción, estatuas, mármoles, vitraux,
arañas, una boiserie, montureros, herrajes, fuentes y una que otra
silla polvorienta; las construcciones se demolerán, pero los objetos
abonaron una invasión de cazadores de chucherías para los que
Scalise hizo tender un asado con 500 kilos de carne.
El edificio, que los pobladores llaman El Castillo —y lo es, al
estilo suizo, con sus 40 habitaciones, 20 baños ornados con
mayólicas, sótanos, corredores y una infinidad de estresijos—, se ve
desde el camino de Carabelas a Ferré, a 13 kilómetros de la Ruta 31;
asoma entre arboledas, con sus techos abovedados y en forma de
embudo, con una avanzada escultórica, barroca, de ángeles y una
Diana Cazadora; en el hall central cuelga una araña ornamentada,
dorada; al costado se divisa una gran chimenea de mármol. La capilla
se erigió en homenaje a Saturnino Unzué; ella ostenta una placa
dedicada, también de mármol, que los amanuenses de Scalise
descolgaron para sacrificarla en la subasta.
El Castillo se construyó en 1920 y empezó a habitarse cuatro años
después; la estancia, en cambio, data de 1860. Antes, la familia
Unzué de Alvear vivía en una casa modesta, que todavía se conserva,
como una reliquia, a unos 300 metros. En su época gloriosa el
palacete, dividido en un par de alas por la entrada principal, debía
impresionar, seguramente, por su lujo bizantino, aunque para la
subasta tenía un aspecto devastado. Los compradores se arropaban y
tiritaban sin más calidez, entre los Carrara y los vitrales, que los
600 metros cuadrados de roble de Eslavonia, horadados por el tiempo.
Al morir María Unzué. que no tenía hijos, la San Jacinto fue
heredada por los siete hijos de Ángela María González Alzaga de
Parret, seis mujeres (Ángeles, Lucía, María, María Inés, Teresa y
Amalia) y el varón Carlos José; a cada uno de ellos le tocaron mil
hectáreas, pero el conjunto fue administrado por la madre durante
casi dos décadas, aunque al abrirse el testamento ella quedó fuera
del legado. Los sobrinos herederos eran hijos de Doña Ángela (hoy,
circa 70) y de su esposo Carlos Ledesma, de quien se separó cuando
Perón dictó la Ley del Divorcio, para casarse con Jean Parret, un
francés que llegaría a tener 3.000 hectáreas en la zona.
Tampoco Saturnino, un hermano de María Unzué, tuvo hijos; había
adoptado una muchacha, Juanita Díaz, que sacó de un orfelinato, a la
que la familia no reconoció; nadie quería casarse con la huérfana,
heredera de la San Jacinto, de Mercedes (Buenos Aires), otro feudo,
pero su padre la llevó a París y allí desposó con el Duque de
Luynes, un aristócrata colmado de títulos pero con las propiedades
hipotecadas. De dos hermanas, Ángela Unzué de Alzaga fue la única
con descendencia; la restante. Concepción Unzué de Casares, dejó en
herencia a sus sobrinos —los Sánchez Elía— una de las estancias más
fabulosas de Buenos Aires, la Huetel; su casa, en la Capital
Federal, pasaría a ser la sede actual del Jockey Club.
Ángela de Parret, en una "solicitada" que publicaron los diarios del
jueves 18, se condolía por la demolición del Castillo y el loteo del
campo: "Mi mayor deseo —afirmaba— hubiese sido que esta reliquia
nacional quede como patrimonio de todos los argentinos y no ver con
indignación y profundo dolor una obra tan excepcional, reducida a
ruinas".
Era imposible que los siete hijos y la madre lograran llegar a un
acuerdo; así, la semana anterior al remate se congregaban para ver
qué se podía hacer frente a una oferta de inversores norteamericanos
de Ecuador Sociedad Anónima, que primero hablaron de pagar 35
millones moneda nacional por el casco, pero luego redujeron el
ofrecimiento a veinticinco. La intención de la compañía era
transformar el Castillo en Casino; no contaban, sin duda, con dos
dificultades: una ley que prohíbe en la provincia salas de juego a
menos de 400 kilómetros del área capitalina y el temor de la gente
al Mal de los Rastrojos, una enfermedad que mina a los pobladores de
la zona de Rojas.
"El testamento debe ser único en el mundo, porque siete heredan los
muebles pero sólo las cuatro hijas menores, el edificio; eso para
impedir la división de los bienes. Aun cuando quisiéramos conservar
la propiedad, entre los ocho no la podríamos mantener, ya que para
ello no alcanza lo que produce cada parcela del campo. Nos dolió
porque estamos agarrados a la tierra. Si supiera cómo envidio a los
puesteros, que hacen una vida saludable, al aire libre, siempre tan
felices... Yo realmente los
envidio, con sus casitas", confesó a Periscopio Ángela Parret.
La gente del pago también lo lamenta. El taxista Pablo Cuaglia (64,
viudo) dijo: "Es una lástima, porque Doña María de Alvear era muy
querida en la zona. El Gobierno lo podía haber comprado para una
escuela o para hotel, yo no lo entiendo. Claro que ellos ya no lo
podían sobrellevar porque son todos ricos venidos a menos".
ADIOS AL PASADO
Marcelo Alurralde (31), casado con Teresa Ledesma —administra la
estancia La Teresa—, comentó que tuvo que interrumpir la luna de
miel para llegar hasta el remate. "A nivel del país, el fin de la
San Jacinto no interesa, pero sí en la zona. Además, representa a
toda una clase argentina. Todo esto es muy triste y la prueba de
ello es que no hay aquí ningún Ledesma", sostuvo Alurralde, que iba
a añadir, todavía: "Ni siquiera el Intendente de Rojas dio señales
de vida... Qué sé yo, esto duele ... que no te quede ni siquiera una
mayólica".
Hasta el diario La Voz de Rojas, en su entrega del jueves 18, se
lamentaba: "No vamos a intentar siquiera hacer la historia de la San
Jacinto, gran estancia que constituyó uno de los orgullos de nuestro
pueblo. Además de su influencia en nuestra vida económica,
representó siempre la presencia de uno de los campos más
caracterizados del país y vinculó el nombre de Rojas con altas
personalidades del gran mundo argentino, la Iglesia, las artes y las
letras", estampaba en su primera página.
Pero los rematadores estaban eufóricos ; es que, al caer la noche
del sábado, casi todas las cosas prácticamente habían sido vendidas.
Uno de los compradores, William Reynal, pagó 400.000 pesos (los
viejos) por los faroles de la sala de billar; resultó uno de los
precios más altos. Cuando Doña Ángela Parret fue enterada, sólo
atinó a hacer un comentario, sorprendida: "Fíjense que las bolas de
cristal, es decir, los faroles legítimos que estaban en la sala de
billares; se habían roto; para reemplazarlos encargué un par, muy
parecidos, a la fábrica Rigolleau, que me costaron 4.000 pesos".
La boiserie mereció 870.000; el metro cuadrado de roble se vendió en
3.600; el brocal de mármol tallado, en 860.000 y la famosa fuente de
los angelotes, en 410.000. Entre los compradores ambulaban Elio
Cohen (HISISA), Alejandro Carbó, Juan y Enrique González Alzaga y
Jorge Tabares; también estuvieron presentes dos casas de anticuarios
(Más Viejo que mi Abuela y Mercado de las Pulgas); entre ellos,
solemne, giraba un tal Tobo, seudónimo de un comprador que oficiaba
de comisionado de Max Bardin, dueño de la estancia lindera e
interesado en las hectáreas del casco.
Después del ritual del asado y de una caminata por el parque y la
extensión que solía dedicarse a campos de golf, de cuyo cuidado se
encargaban en los buenos tiempos un centenar de peones, le tocó el
turno a la capilla.
El martillo bajaría, implacable, sobre los vitrales, por los que se
pagaron entre 9.000 y 50.000 pesos, y sobre la placa de Unzué. Los
compradores salían provistos con sus mármoles, faroles, arañas,
trozos de parquets, pero las dificultades surgieron cuando se trató
de transportar el aristocrático despojo. "Todo esto se debió haber
vendido sin desarmar", opinó Raúl Bouvier (38), trabajador de la
estancia. Eso sí, no explicó cómo. Es que los castillos de hoy son
una hipoteca.
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El Castillo, puro estilo suizo |
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