Revista Periscopio
18 de noviembre de 1969
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Los tres hombres
llegaron con enorme sigilo a una casa del barrio Once; uno de ellos
dio tres golpes en la puerta. Era la señal convenida, la hora
fijada; si llamaban cinco minutos antes o después, nadie les
abriría. Soplaban vientos de conspiración en esa aldeana Buenos
Aires de 1902, y más valía precaverse, sobre todo a tres oficiales
del Ejército.
Los tenientes Carlos Muzio y Julio Figueroa y el alférez Francisco
Reynolds pasaron a una salita; a los veinte minutos, Reynolds fue
introducido en otro cuarto. Allí, Hipólito Yrigoyen se paseaba a lo
largo de la habitación; de pronto se detuvo, tendió la mano al
visitante, y dijo:
—Nos sentamos, mi amigo.
Reynolds tenía entonces 20 años. Hijo de un general conservador, que
defendió al Gobierno en la asonada de 1890, había egresado del
Colegio Militar el 17 de diciembre de 1898, con el grado de alférez
(subteniente) de artillería y prestaba servicios en el Regimiento 2.
Debió esperar por su entrevista con Yrigoyen, el jefe del movimiento
que intentaba derrocar a las autoridades nacionales: la Policía y
sus agentes de información vigilaban a los enemigos del régimen.
—Amigos comunes me han transmitido su deseo de conversar conmigo. Es
un placer para mí hacerlo en esta oportunidad —añadió Yrigoyen, sólo
para caer en profundo silencio. Reynolds explicó sus ansias:
participar en cualquier actividad destinada a mejorar las
condiciones de vida del pueblo, los derechos ciudadanos, la
administración de Justicia.
—Todo ello y, mucho más está conculcado —musitó Yrigoyen.
—Acepte, doctor, mi espontánea colaboración, que yo sabré cumplir
mis compromisos. Espero de usted directamente, o por intermedio de
nuestros amigos, las instrucciones u órdenes que correspondan.
—No dude que sabremos proceder sin precipitación, y que cuando a su
hijo se incorpore a una unidad del Ejército francés, durante dos
años, previa licencia de seis meses para viajar a Europa.
La oposición de Reynolds se estrella contra la rigidez del Alto
Mando: deberá embarcarse el 11 de octubre.
El 9, llamado por Yrigoyen, lo visita en una oficina situada en la
estación Constitución del Ferrocarril Sud. Reynolds supone que si el
doctor está enterado de su partida sabrá, también, de sus intentos
por resistir; piensa que quizás Yrigoyen quiere hacerle algún
encargo o desearle buen viaje. Se equivoca de parte a parte:
—Le pido, mi teniente, que no se aleje de Buenos Aires, pues
considero conveniente su presencia en el movimiento próximo a
estallar.
Ese es el saludo del caudillo. Reynolds se explaya acerca de las
dificultades que correría por no salir del país. Yrigoyen escucha
como si oyera llover; se levanta y lo le pide con unas pocas
palabras;
—Recuerde siempre, mi amiguito, que usted me ha dado su palabra de
honor, y que se encontrará en Buenos Aires cuando estalle la
Revolución.
—Doctor, si le he dado mi palabra de honor, tenga la absoluta
seguridad de que la sabré cumplir.
LO QUE NO FUE
El 11 de octubre, Reynolds se dirige al puerto. Media hora antes de
zarpar, un joven secretario de Yrigoyen, de apellido Núñez, sube a
bordo. "De parte del doctor, que tenga usted feliz viaje": es todo
cuanto dice. Pero Reynolds ha fabricado un plan que le permitirá
quedarse en Buenos Aires sin desobedecer a sus superiores; en el
trayecto a Montevideo se hiere en una pierna con su revólver y el
servicio sanitario del buque decide que es necesario internarlo en
el Hospital Militar de la capital uruguaya.
"Apuré mi convalecencia y pude, así, trasladarme clandestinamente en
una barcaza a Buenos Aires, y ocupar el 4 de febrero de 1905 el
puesto de combate que se me había designado y dar cumplimiento a la
palabra de honor que el doctor Yrigoyen me había exigido que nunca
olvidara", evoca Reynolds. El alzamiento, "triunfante en toda la
República y con los dos tercios de su Ejército sublevados, fracasó
en Buenos Aires a causa de un hecho insignificante, y así el cambio
político y social que con ese movimiento se esperaba alcanzar, debió
postergarse hasta el año 12, completado el 16, cuando asumió la
presidencia, por primera vez, el doctor Yrigoyen".
Acaso el momento fue mal elegido: acababa de tomar el Gobierno, en
octubre, Manuel Quintana, y la Argentina vivía aún esa bondadosa
expectativa que sucede a la pose de los mandatarios. Yrigoyen se
ocultó durante tres meses; Reynolds, como tantos implicados, dio con
sus huesos en Ushuaia. El joven teniente, sin embargo, acreció su
entusiasmo por ese "personaje envuelto en misterio, en medias luces,
sereno y valiente, de figura y rasgos distinguidos, pulcro en su
clásica vestimenta. Él se creía —y la historia ha demostrado que lo
fue— un apóstol en prédica y lucha por las reivindicaciones sociales
y políticas de su pueblo". Aun en 1928, cuando era coronel, Reynolds
mantenía su fervor yrigoyenista, su adhesión al caudillo.
¿Por qué, entonces, la única fuerza organizada que se amotinó contra
Yrigoyen fue el Colegio Militar, que Reynolds conducía desde enero
de 1929? Los enemigos del Peludo lo consideraban un radical
encendido; no hay más que hojear La Fronda de aquellos tiempos. Al
comentar la reincorporación de 105 cadetes dados de baja en épocas
de Alvear, señalaba el diario de Francisco Uriburu: "Hemos debido
rendirnos ante la evidencia de los hechos y reconocer que el
director del Colegio Militar ha comprometido gravemente, por
debilidad, su bien ganado prestigio, accediendo a poner en práctica
una medida que significa un gravísimo ultraje a los oficiales
argentinos" (editorial del 10/IV/1929).
Reynolds, al menos en público, no brindó explicaciones sobre su
actitud; salvo en mayo de 1964, al responder por carta al Diputado
Juan Carlos Cornejo Linares, quien sostuvo en la Cámara: "Los que
derrocaron a Yrigoyen tenían las manos sucias de petróleo". Según
Reynolds, una sola causa había motivado la intervención del Colegio
Militar: "El mal estado de salud del Sr. Yrigoyen, que lo impulsaba
casi diariamente a no hacer ni dejar hacer nada [. . .]. Este
tremendo caos fue el que evitó el Ejército". Tres años más tarde, el
1º de julio de 1967, moría Reynolds, figura clave del alzamiento;
sin su presencia y la de sus tropas, quizás hubiera fracasado.
Pero a mediados de 1966, Reynolds entregó sus notas sobre aquellos
episodios al coronel Raúl Aguirre Molina, su ayudante en el Colegio
Militar. "Por tales motivos y como una deferencia amistosa, me pidió
el general que leyera el manuscrito, le hiciera observaciones y, si
me era posible, lo ordenara como para ser editado —advierte Aguirre
Molina—. Me agregó también que antes de su publicación le pediría al
doctor Horacio Rivarola, su cuñado, que leyera el escrito." Tras el
deceso, añade Aguirre Molina, "en su nombre y demás familiares del
general, [Rivarola] me expresó su acuerdo para proceder a editar
este escrito póstumo de carácter histórico".
El libro circula desde la semana pasada con el título: La revolución
del 6 de setiembre de 1930 (Ismael B. Colombo, 72 páginas, 300
pesos). Se trata, como el mismo autor lo manifiesta, de un relato
sobre "la fase militar del movimiento [...]. No mencionaré la
conspiración porque no participé en ella, ni tampoco sobre los
planes políticos y económicos, que desconocí". Reynolds arguye, con
fundamento, que casi todo cuanto se ha impreso acerca del golpe de
Uriburu sólo observa las entretelas de la conjura, y no "la acción
militar que determinó el triunfo de la revolución". Es cierto: así
sucede, por ejemplo, con los 'Recuerdos de un nacionalista', "que
hace poco divulgara Manuel de Lezica y donde apenas se nombra al
decisivo coronel de 1930.
En todo caso, el texto de Reynolds —quien, desde luego, no era un
literato— vale por la frescura y la hidalguía que lo nutren. Junto
con el informe que Juan Domingo Perón redactó para el estudio de
José María Sarobe (Memorias de 1930), cuyo tono es el de la tan
necesaria 'petite histoire', las notas de Reynolds son desde hoy
fundamentales para acercarse a un pasado todavía en discusión. Tal
vez exagera el papel representado por su unidad, tal vez sigan
siendo oscuras las razones que lo llevaron a insurgirse contra el
Presidente a quien admiraba. No obstante, el suyo es un testimonio
imprescindible, honesto.
¡TOQUE DIANA TRIUNFAL!
Yrigoyen vuelve a ceñir la banda el 12 de
octubre de 1928. "Desde los primeros días —enuncia Reynolds—
empezamos a observar en su conversación y en sus actos, una completa
transformación. Actuaba con frecuencia como inconscientemente [...].
Tuvimos que convencernos, y con verdadera pena, que padecía una
avanzada decrepitud senil."
El panorama se agrava: "A mediados de 1930, el gobierno radical
mantenía una popularidad ficticia" para ocultar su "marcha
desastrosa, la enervante paralización administrativa, el desaliento
de empresarios, industriales y campesinos, el atraso en el pago de
sueldos, etc.". La prensa demuele al Ejecutivo, la subversión
penetra en los cuarteles, Yrigoyen ata las manos a su Ministro de
Guerra, Dellepiane.
"Los jefes superiores amigos que concurríamos a la Presidencia para
hacer llegar nuestras inquietudes, o no éramos recibidos, o no
éramos escuchados. No se atendían las palabras de alarma, ni los
consejos razonados, ni las reclamaciones angustiosas. En agosto hubo
reuniones continuadas de numerosos jefes adictos al Gobierno, que
buscábamos soluciones hasta en el golpe de estado, para tratar de
mantener la legalidad institucional, alejando al Presidente de su
cargo, para proceder con el vice a reorganizar el gabinete."
El 5 de setiembre, Yrigoyen "comprendió su error de mantenerse,
enfermo e inactivo en su cargo" y delega el mando en Martínez, su
Vice. "Desgraciadamente ya era demasiado tarde. La revolución estaba
en las calles, como se comprobaría en pocas horas más. Los diarios
vespertinos la anunciaban a grandes titulares." De la Casa de
Gobierno, Reynolds se traslada al Colegio Militar: no ignoraba la
complicidad de varios oficiales en el movimiento, pero se había
abstenido de intervenir ante la falta de "algún acto ostensible".
Las once de la noche, el 5 de setiembre. El mayor Enrique Padilla y
el teniente Roberto Dalton aguardan a Reynolds en la puerta de su
despacho; esa tarde entrevistaron al general José Félix Uriburu: el
pronunciamiento será a la madrugada y Uriburu desea conversar con
Reynolds para solicitar su apoyo. El director del Colegio se
encierra, solo, en su oficina y analiza una alternativa de hierro:
"Permanecer leal al Presidente amigo, que ya se había alejado del
gobierno", o "plegarme con todo el Colegio a la revolución. Eliminé
decididamente la primera opción".
Motivos: Yrigoyen "había defraudado al país, a las fuerzas vivas y
armadas, a sus correligionarios y amigos políticos. Los errores e
inoperancia, no constituían fallas imputables a su personalidad,
interesante y respetable: se trataba de un problema de incapacidad
física, con pérdida evidente y manifiesta de la aptitud requerida en
el desempeño de las altas funciones".
A las doce, Reynolds comunica a Uriburu —a través de Figueroa, el
camarada que en 1902 lo llevara ante Yrigoyen— su resolución: está a
sus órdenes, incondicionalmente, y sacará a los cadetes. Los dos
militares, bueno es aclararlo, hacía años que no tenían relaciones
cordiales.
De inmediato, Reynolds convoca a los 11 miembros de su plana mayor
(el subdirector, teniente coronel Alberto Linch, se encontraba
ausente) y los invita a sumarse al movimiento: sólo dos asienten
(Padilla, Campero); el resto queda detenido (mayor Suárez, capitanes
Vago, Gutiérrez, Vieyra Spangenberg, Lascalea, Rodríguez, Tesaire,
Weinstein). Aguirre Molina, entonces capitán, se define así:
—Mi coronel, opino igual que mis camaradas capitanes, pero soy su
ayudante, y considero que mi deber me impone correr su suerte en
esta grave situación. Lo acompañaré.
Más tarde reúne a la treintena de oficiales: salvo el teniente
Canclini, los demás aceptan sublevarse.
Pero al despuntar el alba la situación de los revolucionarios es
azarosa: los jefes de las unidades de Campo de Mayo, San Martín,
Liniers y El Palomar (aviación) no adhieren al golpe. Si las cosas
mejoran, un aparato sobrevolará el Colegio: a las siete de la mañana
ronronean sus motores. El director ordena que los cadetes vistan
uniforme de campaña y gorra blanca de gala, "Con gorra blanca
aumentaba el peligro —dice Reynolds— pero también aumentaba la
demostración de valor con que lo afrontaban."
SABADO DE GLORIA
Uriburu y su segundo, el coronel Juan Bautista
Molina, llegan a las siete y media; las deserciones obligan a
cambiar el esquema operativo y a centrar todas las esperanzas en las
fuerzas de Reynolds y los civiles. El nuevo plan se llama "Colegio
Militar y Apoyo Popular". Dos horas después, Reynolds arenga a sus
cadetes:
—No puedo permitir que muchos padres que actúan en las filas del
Gobierno sean enfrentados por sus propios hijos. Ordeno a los que se
encuentren en tal condición que den un paso al frente.
Nadie se mueve. La orden es reiterada otras dos veces; el cadete
Federico Toranzo Montero insiste en marchar y es autorizado.
Reynolds, conmovido, mira hacia la Banda de música:
—En honor de los cadetes, ¡toque larga y vibrante la Diana triunfal!
Hacia las diez, salen los efectivos: 65 oficiales, 609 cadetes,
medio centenar de civiles, y una dotación de la Escuela de
Comunicaciones de El Palomar. Reynolds cabalga junto a sus hombres;
Uriburu y Molina van en un automóvil. Al 3300 de la avenida
Olazábal, 'Pepe' recibe el saludo del general Agustín Justo; los dos
celebran una junta en la plazoleta cercana a Crámer y Mauré:
resuelven desviar las formaciones y hacerlas avanzar por
Córdoba-Callao-Rivadavia-Avenida de Mayo.
Nadie se opone, nadie resiste a la "pequeña columna", como la
designa Sarobe; hasta que, a las cinco y media, hay una escaramuza
en la plaza del Congreso. Desde la Caja de Ahorro, un edificio
lindero, la confitería del Molino y el Parlamento, se dispara contra
los amotinados; mueren dos cadetes (Larguía, Güemes) y otros 25
sufren heridas y contusiones, entre ellos, Bernardino Labayrú. Poco
después, Uriburu se adueña del poder.
"AI siguiente día —concluye Reynolds— fui autorizado por el jefe del
gobierno para retornar con los cadetes, al viejo y ya histórico
caserón de San Martín." Algunos nombres: Desiderio Fernández Suárez,
Julio Teglia, Angel Peluffo (de cuarto año); Emilio Bonnecarrère
(tercero), Alvaro Alsogaray, Rosendo Fraga, Manuel Reimundes,
Cecilio Labayrú, Federico Gentiluomo, Pedro Martí Garro (segundo),
Enrique Rauch (primero). Algunos oficiales: tenientes Juan José
Valle, Francisco Imaz, Héctor y Oscar Ladvocat, Darío Saráchaga,
José Uranga, José M. Sosa Molina, Arturo Ossorio Arana, Julio A.
Lagos.
En cuanto a Reynolds, no buscó dividendos políticos: director del
Colegio hasta 1933, es luego jefe de Arsenales y Comandante del II
Ejército; en retiro activo desde 1945, le toca juzgar a los
sublevados de 1951 como presidente que es del Consejo Supremo de
Guerra (el 13 de octubre de ese año una bomba estallaba en su casa).
Por fin, pasa a retiro efectivo el 22 de diciembre de 1958.
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Reynolds en 1930: Extraño vuelco |
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La pequeña columna, el 6 de setiembre,
rumbo a la Casa de Gobierno
Yrigoyen: la senil decrepitud
Uriburu: Un cambio de Planes |
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