TRAGEDIAS
Los mártires de la Puerta 12

Ya en 1944, muy cerca de allí, en la Puerta 11 del estadio de River Plate (al Norte de Buenos Aires), una avalancha dejó 6 muertos y un centenar de heridos. Pero el 23 de junio, la catástrofe superó toda marca; 70 cadáveres se amontonaron frente a la Puerta 12 y erigieron una de las mayores tragedias suscitadas por el fútbol en el mundo, sólo comparable a dos siniestros: en el Perú (1964) y en Turquía (1967).
Pero la demagogia subsiguiente también superó toda marca: las plañideras se colaron, incluso, en los círculos del Gobierno. Los medios informativos explotaron el caso hasta el hartazgo (sólo La Razón le brindó diez páginas, el lunes 24; el Poder Ejecutivo, inexplicablemente, decretó un día de duelo nacional; los ataúdes de algunos hinchas de Boca Juniors partieron al cementerio cubiertos con la bandera de ese club; "el destino artero", fue acusado, en discursos y en artículos, de haber destruido una "sana fiesta deportiva".
El Juez Oscar Hermelo no puede conformarse con esa fácil metáfora, y hasta que no publique su fallo continuará la discusión abierta la misma noche de la tragedia: ¿estaba expedita la Puerta 12 o la bloqueaban los molinetes y la reja corrediza? Decenas de testimonios difieren en este aspecto; para otros, fue todo culpa de los espectadores, en su apuro por dejar la cancha, o por halagarse esparciendo papeles incendiados. Uno de los heridos, Jorge Alberto Assad, de 17 años, sostiene que la Policía colocó los molinetes, ya retirados por el personal del estadio, para atrapar en la Puerta 12 a un grupo de revoltosos.
A su vez, el presidente de San Lorenzo de Almagro, Ángel Colacino, observó que la mayoría de los accidentados eran menores de edad y concluyó: "Son problemas de la juventud de hoy". Daba así la razón al cariacontecido relator del Canal 7, Horacio Aiello, quien aseveró que estas cosas no ocurrirían si los padres de ahora obrasen como el suyo: "Nos reunía a comer a las 9 y enseguida nos mandaba a la cama". En ambos casos, la misma posición diversionista, ridícula.
En igual error cayeron los diarios, al poner el ejemplo de los países con un gigantesco estadio nacional donde se juegan los partidos importantes (el Centenario en Uruguay, el Maracaná en Brasil). Olvidaban que, en la Argentina, el de River es virtualmente el estadio nacional, y allí se disputan los grandes encuentros. El aprovechamiento de las canchas es una cuestión de carácter económico y nada tiene que ver con acontecimientos como los de junio 23.
La única solución es, desde luego, evitar que se congreguen muchedumbres tan vastas (según La Nación, el domingo fatídico había 90.000 personas en River). Si a Núñez hubiese concurrido un tercio menos de espectadores, no se habría desencadenado esa presión en las escaleras, con o sin puertas cerradas, con o sin molinetes instalados en la salida.
Pero sucede que hay una convención alentada por todos los Gobiernos argentinos: el fútbol es la fiesta popular por excelencia y cuanto más gente se agolpe en los estadios, mejor. Esa actitud tal vez especula con la perspectiva de que la catarsis dominical (pan y circo) disminuya las quejas que, de otra manera, podrían llover sobre las autoridades, y aleje el desencanto y la preocupación por los numerosos problemas y conflictos sociales sin salida.
¿Cómo evitar la concentración en las canchas? Muy sencillo: facilitando la televisación directa de los partidos. Si se establecieran prioridades para que los cinco canales del Gran Buenos Aires televisaran los cinco encuentros principales, la afluencia a los estadios sería menor. ¿Quedaría privado el pueblo de su fiesta? Según lo que se entienda por tal. Las docenas de vecinos que se juntan frente a un receptor para ver un partido, tienen la necesaria comunicación como para constituir un acontecimiento vivido y trascendental. En todo caso, siempre es preferible favorecer estas reuniones y no las de millares de personas que, apretujadas en un reducto de cemento, al que deben llegar horas antes del comienzo del espectáculo, se animalizan necesariamente.
¿Por qué insistir, entonces, en la masificación? Entre otras cosas, porque los amos del fútbol temen que la televisación directa pueda matar la gallina de los huevos de oro. Bastaría con sacar cuentas para descubrir que no es así. En los Estados Unidos, el béisbol, el fútbol norteamericano y el similar del argentino (soccer), hallan su primer cliente en la tv. Los estadios nunca están repletos, pero ofrecen comodidades; pagar algo más el precio de una entrada vale sin duda, la pena.
En la Argentina, sin embargo, el miedo de los dirigentes es cerval. Por eso recurren al engaño y ocultan hasta el último minuto qué partido de los disputados el domingo a la tarde proyectarán ese mismo día —filmado— por la noche (doble precaución). Estúpido juego de niños, del que no se saldrá a menos que intervengan las autoridades de la Nación. Basta con que algún contador del Gobierno (los hay en cargos en los que no demuestran mayor idoneidad) haga números y encuentre la repartición adecuada de los ingresos por televisación y por entradas, para que se salve el negocio y, además, se ayude a la convivencia y la educación del pueblo.
Es fácil, y da dividendos lacrimógenos, pretender, como Alberto J. Armando, el boss de Boca Juniors, que los 70 muertos "han caído víctimas de un entusiasmo sano, de un ansia de vivir en plenitud". Más amargo, pero más certero, es advertir que los dirigentes del fútbol enferman ese entusiasmo, corrompen aquella ansia.
2 de Julio de 1968
PRIMERA PLANA

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Puerta 12 -  Puerta 12

 

 

 

 

 

 

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