Revista Siete Días Ilustrados
22.09.1969 |
en Córdoba la agitación fue orquestada por los estudiantes
la ausencia del sector obrero facilitó la labor de la policía
la dispersión de los estudiantes
Mientras en Rosario obreros y estudiantes protagonizaban una
rebelión hasta ahora inédita en esa ciudad, en Córdoba un intento
similar se diluía en negociaciones con el gobierno.
"Primero: en tiempos de lucha, no vivas en tu casa; segundo: no
frecuentes lugares donde puedan detectarte; tercero: manéjate con
claves, los espías te acosan; cuarto: cuando lleguen las
instrucciones, confírmalas en forma directa, evitando los
intermediarios; quinto: agrúpate organizado." El domingo 14,
mientras el calor sofocaba a los rosarinos que se animaban a
pasearse por la costa del Paraná, un estudiante secundario confió al
enviado de SIETE DIAS las reglas de combate que obreros y
universitarios de la ciudad iban a observar —con minuciosidad
monacal— 48 horas después. Pero lo notable no fueron las máximas de
ese código secreto sino el lugar y las circunstancias en que fueron
susurradas: una exposición oficial de los trabajos realizados
durante el año por los alumnos de las escuelas secundarias,
orquestada en el coqueto paquebote Ciudad de Rosario, una nave
atestada de funcionarios gubernamentales y adustos profesores.
De todos modos, esas reglas eran sólo una parte del catálogo
insurreccional elaborado por el activismo obrero-estudiantil. Lo
confirmaron los hechos: durante la explosión de desenfrenada
violencia que azotó a la ciudad a partir del martes 16, se pudo
evidenciar claramente que los manifestantes acataban una serie de
consignas que desconcertaron a la policía. Algunas de ellas:
dividirse en varios frentes ante las cargas represivas; elegir
racionalmente las zonas de operaciones (lugares donde las obras en
construcción facilitaban el encuentro de maderas y piedras); evitar
los choques frontales y utilizar instrumentos de combate que no
provoquen daños que merezcan la repulsa de la población.
Con todo, el desarrollo de los hechos obligó a modificar esa
técnica: las fuerzas policiales —que se habían preparado para no
reeditar la derrota que hablan sufrido en las jornadas de mayo—
impidieron el ingreso de la mayoría de las columnas al centro de la
ciudad, estrategia que decidió a los manifestantes a exponer su
descontento mediante la piromanía: Incendiaron 27 ómnibus y
trolebuses, dañaron otros 10, y quemaron un tren completo y dos
estaciones ferroviarias (empalme Granero y Rosario Oeste).
Era, sin duda, la mayor hecatombe producida jamás en Rosario, aunque
no había logrado alcanzar los ribetes del cordobazo, hace cuatro
meses, cuando durante varias horas el centro de Córdoba estuvo en
poder de los insurgentes. Faltó poco, sin embargo, para que los
rosan-nos se aproximaran a la gran revuelta cordobesa; el miércoles
17 los revoltosos intentaron prender fuego a una fábrica de vagones,
hacer lo mismo con una metalúrgica y arrojar a las llamas 10
automóviles particulares. A esa altura ya se podían contabilizar
tres muertos: un niño de 12 años, Rubén Ángel Barrios; un ama de
casa, Paula N. de García, baleada mientras estaba en el patio de su
domicilio en barrio San Martin, y un estudiante de 20 años.
LA RAZON DE LA SINRAZON
Fueron tres nombres más que se agregaron a la crecida lista de
víctimas que ensombrece el panorama argentino. El estallido rosa
riño, si bien se diferencia, por su origen sindical, de la explosión
de mayo (engendrada en el ámbito estudiantil), reconoce factor
desencadenante tan aparentemente baladí como el que provocó el
cordobazo: si entonces fue el aumento de precios en un comedor
universitario correntino, ahora la suspensión aplicada a un
representante gremial tornó a ubicar al país en una región de
zozobras. Todo empezó cuando Mauricio Horat, un delegado clandestino
de la Unión Ferroviaria de Rosario, desconoció la suspensión que le
había aplicado la empresa por haberse negado a firmar un
apercibimiento, y se presentó a su lugar de trabajo antes de que
finalizara la vigencia de esa sanción. "Hubiera sido reconocer una
falta no cometida —se justificó Horat ante SIETE DIAS— porque en mi
sección trabajan 101 empleados, de los cuales sólo 9 firmaron el
apercibimiento; está claro que me sancionaron solamente a mí por ser
delegado gremial".
Lo cierto es que, al negarle la empresa el ingreso de Horat al
trabajo, la consigna de realizar un paro de brazos caídos se
extendió como un reguero en todo el ferrocarril Mitre. La empresa
reaccionó generalizando la sanción a todo el personal y éste no
trepidó, entonces, en desencadenar un paro de 72 horas —iniciado el
viernes 12— que pronto se trasformó en una huelga por tiempo
indeterminado. El pleito alcanzó nivel nacional cuando EFA, en
Buenos Aires, decidió sancionar con 30 días de suspensión a todos
los huelguistas. Simultáneamente, varias seccionales ferroviarias de
la Capital Federal y Córdoba se plegaban al paro.
De nada valió que la comisión directiva de la Fraternidad
desautorizara la protesta desde Buenos Aires, y que otro tanto
hiciera el interventor militar en la Unión Ferroviaria. A juicio de
analistas políticos, los sucesos de la semana pasada probaron —entre
otras cosas— que la verticalidad del movimiento obrero está
destrozada y que la mesura de algunos dirigentes es implacablemente
desbordada por un grueso sector de afiliados. Ante esa circunstancia
el gobierno, a través del Consejo Nacional de Seguridad —CONASE—,
advirtió el lunes 15 que los huelguistas, si no deponían su actitud,
serían movilizados de acuerdo con las disposiciones del Servicio
Civil de Defensa.
LAS COORDINADORAS
Pero todo fue inútil. Según explicó a SIETE DIAS Alfonso Valento,
presidente de la seccional rosarina de La Fraternidad, el "caso
Horat fue sólo la gota de agua que desbordó el vaso". Los dirigentes
sostienen que el ánimo de los obreros ferroviarios estaba caldeado
por las sanciones reiteradamente aplicadas por la empresa. "Hay
casos de maquinistas presos por haberse quitado la gorra durante un
momento o por haber llegado medio minuto tarde después de un viaje
de más de 300 kilómetros", explicó Luis Pío, otro líder gremial
rosarino. Lo cierto es que la rigidez de la empresa posibilitó la
labor de las "comisiones coordinadoras", cuerpos sindicales
clandestinos surgidos en la Unión Ferroviaria después de la
intervención a esa entidad. Estas comisiones fueron las que
repetidamente intentaban movilizar al gremio sin mayor éxito; el
estallido rosarino las encontró a la cabeza de la insurgencia,
convertidas en verdaderas animadoras del conflicto e, incluso, de la
pulida organización que revelaron los manifestantes. Porque el alud
no sólo se desplomó sobre el gobierno, sino que también estalló
contra las estructuras sindicales tradicionales. La unificada CGT de
Rosario fue prácticamente presionada a decretar el paro del martes
16, contra la callada oposición de algunos miembros de su
secretariado. Sin embargo, la presión de las circunstancias
fortificó la posición del dirigente Mario Aguirre, quien hizo suyas
las posturas de las "coordinadoras", salvando de ese modo el
prestigio cegetista. Es que si la central obrera no abandonaba sus
proclividades negociadoras, corría el riesgo de ser arrasada por los
huelguistas. Por eso, Rafael Coronel, de la Comisión de los 20,
viajó apresuradamente a Rosario para "tomar la conducción del
movimiento", según él mismo declaró; el intento fue inútil: la
acción de los afiliados, canalizada por las coordinadoras, ya había
desbordado todo marco institucional.
Porque si bien las jornadas rosarinas no alcanzaron la lamentable
espectacularidad del cordobazo, mostraron una faceta mucho más
inquietante: la perfecta organización de los grupos rebeldes,
característica nada parecida a la espontaneidad que privó en el
estallido de la capital mediterránea. Otra diferencia: el grueso de
los insurgentes provenía de la juventud obrera, principalmente
ferroviaria.
Una prueba de esa matemática organización fue la maniobra utilizada
por los organizadores para concentrar, el martes, a parte de los
obreros del riel: publicaron en La Capital una supuesta convocatoria
a asamblea; de esa manera consiguieron agrupar a los huelguistas y
encolumnarlos en las manifestaciones que ronronearon por toda la
periferia. El resto de los obreros ya se había agrupado en las
fábricas, desde donde salieron también en manifestaciones, mientras
grupos estudiantiles, en una típica maniobra diversionista,
levantaban barricadas en el centro de la ciudad. Al caer la tarde
del miércoles 17, todas las acciones se habían trasladado a las
afueras; el centro y sus alrededores estaban totalmente desiertos:
en sincronizadas operaciones de guerrilla urbana, los manifestantes
aparecían y reaparecían en los barrios periféricos, principalmente
en la concentración ferroviaria de Empalme Granero. A esa hora, las
radios difundieron un comunicado advirtiendo que las fuerzas
policiales tenían orden de hacer fuego: Rosario era tierra de nadie.
CORDOBA: ¿AQUI NO HA PASADO NADA?
"No importa —vociferó entonces, ante SIETE DIAS, un joven de menos
de 25 años, fogonero de tercera del ferrocarril Mitre—: a esta hora
ya se debe haber levantado todo el pueblo cordobés." Es probable que
al día siguiente, al leer los diarios, haya sufrido una mortífera
desilusión. Sólo algunos coletazos desvaídos señorearon en el centro
cordobés y en algunas zonas ferroviarias, hasta que la
imprevistamente suave policía mediterránea copó la situación. Es que
la CGT cordobesa, creadora de la modalidad de los paros activos
(iniciación de la huelga una vez comenzada la jornada de trabajo,
para sacar a los obreros desde las mismas fábricas, en
manifestación) impidió esta vez —deliberadamente— la formación de
columnas, desarticulando así el plan que había elaborado junto a los
estudiantes: en la mayoría de los casos, las esperadas
manifestaciones de obreros no llegaron a las citas donde debían
reunirse con los universitarios.
El corresponsal de SIETE DIAS observó cómo los habitualmente
irascibles obreros de Luz y Fuerza abandonaban el miércoles 17 el
edificio ubicado en Santa Rosa y General Paz (donde trabaja más de
la mitad del gremio) en forma tranquila y silenciosa, y se retiraban
a sus casas. Otro tanto ocurrió con los mecánicos, quienes dejaron
al local del sindicato, en donde estaban reunidos en asamblea, sin
hacer la menor demostración de desacato, y después de parlamentar
con la policía.
A esa altura, lo que estaba ocurriendo orillaba el absurdo:
precisamente habían sido los mecánicos, quienes, contra la opinión
de los tranviarios, presionaron en la CGT para que el paro se
postergara del martes al miércoles, esquivando así la maniobra de la
gobernación, que había decretado feriado el primero de esos días.
Pero pocas horas después, en la noche del martes, un conciliábulo
secreto reunió al ministro de Gobierno, Edmundo Oviedo Jocou, con
los dirigentes mecánicos; en la reunión se habría acordado que el
paro del miércoles trascurriera sin mayores incidencias, a cambio de
lo cual el gobernador Roberto Huerta se comprometía a laudar en
favor de la parte gremial en el conflicto que mantiene con la
fábrica Grandes Motores Diesel. Por supuesto, Huerta negó a SIETE
DIAS la existencia de ese acuerdo y otros voceros oficiales
deslizaron que la prudencia obrera había sido decidida cuando los
dirigentes se enteraron de que el SIE (Servicio de Informaciones del
Ejército) había detectado la inminencia de un golpe de Estado de
tendencia decididamente antisindical. De cualquier manera, el
comodoro Huerta, quien antes de la declaración del paro general
habría presionado a la parte empresaria para que revisara su actitud
frente al gremio de mecánicos, no ocultó su entusiasmo la noche del
miércoles 17, cuando la ciudad, si bien totalmente paralizada,
mostraba un aspecto de absoluta tranquilidad: "Felicito
fervorosamente a todo el pueblo cordobés", prorrumpió ante SIETE
DIAS.
Es que lo de Córdoba fue un neto triunfo político, no sólo de Huerta
sino también de todos aquellos que prefirieron el diálogo antes que
la represión o la violencia destructora.
ómnibus y trolebuses incendiados en Rosario
fuerzas policiales enfrentando a manifestantes
CIPOLLETTI: UN POLVORIN EN EL VALLE
Cuando el miércoles 17 el ministro de Economía de Río Negro,
teniente coronel Faustino Gómez, anunció por la emisora LU19 que el
Ejército se había hecho cargo de la situación creada en la localidad
de Cipolletti, de esa provincia, pareció que el aquelarre de fuego y
balas, motines, barricadas y heridos comenzaba a ser una pesadilla
ya superada.
La misma radio local —La Voz del Comahue— se encargó ese día de
comunicar que algunos comercios se atrevían a reabrir sus puertas, y
no pocos voceros oficiales anticipaban que la situación en el Alto
Valle del Río Negro comenzaba a retomar su curso, tras cinco días
cruciales. Sin embargo, opiniones recogidas entre los vecinos de la
convulsionada ciudad por el corresponsal de SIETE DIAS en Río Negro,
permiten evaluar que —por lo menos hasta el jueves 18— el affaire
ingresaba en una etapa de trámite aún imprevisible.
Todo comenzó cuando Julio Dante Salto, intendente de Cipolletti
desde 1963, fue notificado (el sábado 12 a las 12.45, exactamente)
que cesaban sus funciones como jefe de la comuna. Sin previo aviso
arribaron al palacio municipal el secretario de Gobierno de la
provincia, Jorge Antonio Murad, escoltado por quienes serían actores
principalísimos de una insólita incidencia ocurrida poco después: el
jefe de policía, comandante mayor retirado de Gendarmería Antonio
Aller (a quien el gobierno provincial nombró interventor en ese
municipio) y el escribano nacional Domingo Daruis. Bastaron escasos
minutos para que la noticia circulara por todo Cipolletti y buena
parte de sus 35 mil habitantes se lanzara, sin consignas
preestablecidas, a protagonizar una desmañada protesta. A las 2 de
la tarde, un grupo de enfurecidos cípollettinos ingresaron
sorpresivamente al palacio municipal y, en espectacular maniobra,
arrojaron literalmente desde una ventana que da a la calle al jefe
Aller y al escribano Daruis. Mientras los rebeldes desarrollaban la
escaramuza, intendentes de localidades vecinas, encabezando columnas
de automóviles que atronaban el aire con sus cláxones, ingresaban a
Cipolletti para traer la adhesión de Allén, Fernández Oro y Cinco
Saltos, que se encuentran en el área de influencia del llameante
municipio. "Por fin la República se entera que el Alto Valle es una
potencia económica y que exige ser escuchado", proclamaron
amargamente los integrantes de una comisión que arribó a Buenos
Aires, el lunes 15, para realizar infructuosas gestiones ante el
ministro del Interior, general Francisco Imaz. La ciudad rionegrina
protagonizaba, de ese modo, una suerte de reedición corregida de la
historia de Fuenteovejuna, donde todo el pueblo —en la ficción
imaginada por Lope de Vega— cerró filas en defensa de lo que
consideraba su derecho.
EL BUEN INTENDENTE
Más de 100 detenidos, que superaban la módica capacidad de la
prisión local, cinco heridos (uno de ellos un niño mordido por un
perro adiestrado), apretadas columnas de policías con armas largas,
vecinos dedicados a orquestar impecables barricadas, era el panorama
que a principios de la semana pasada ofrecía Cipolletti: una
situación que tenía como epicentro al médico Julio Salto, de 54
años. El ex intendente —que había prestado servicios en el Ejército,
donde alcanzó el grado de mayor— parecía reunir, a juicio de los
vecinos, todas las virtudes para permanecer en el cargo. "Es difícil
encontrar una gestión similar desde la fundación de la ciudad, en
1905", reveló Mauricio Nuin, presidente de la Cámara de Industria y
Comercio de la ciudad. No se equivocaba, ya que Salto podía
contabilizar un envidiable record de obras: un impecable y moderno
Cine Club, la construcción de 25 monobloques de 750 departamentos,
redes cloacales, instalación de gas natural, guarderías infantiles y
puentes y hasta un museo y un coro polifónico.
El martes 16, la situación adquiría visos de tragicomedia cuando el
comandante Aller cerró "las fronteras" de la ciudad, intervino el
hospital, estableció el toque de queda y —según zumbones vecinos—
produjo el inesperado exilio del Dr. Salto a la provincia de
Neuquén. Pero si la actitud del interventor-comandante (destituido
el miércoles 17) aparecía como desmedida, no fue menor (a del
subcomisario Antonio González, jefe de la unidad XII con asiento en
la cercana ciudad de General Roca; defensor del doctor Salto, emitió
un comunicado en el que calificaba de inoperante al actual gobierno
provincial y exigía su renuncia.
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Rosario, un transeúnte es revisado por fuerzas policiales
fuerzas policiales
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