Revista Confirmado
16.09.1965 |
Cuando se sienta, con el bandoneón sobre las rodillas, un silencio
absoluto recorre el local. Después, sus dedos delicados y finos,
sorprendentes en un hombre tan voluminoso, comienzan a moverse: se
inicia así un ritual al que Buenos Aires asiste devotamente desde
hace treinta años. En esa época, Aníbal Troilo comenzaba a tocar
tangos.
Buenos Aires cambió desde entonces, y también su música. Pero Troilo
no ha dejado de ser su representante fundamental, acaso porque el
cambio nunca lo asustó, porque casi invariablemente él mismo
encabezó ese cambio. Desde hace cuatro meses, Troilo toca su
bandoneón todas las noches en el Caño 14, un local nocturno de la
calle Uruguay, en Buenos Aires, con un cuarteto que completan
Roberto Grela, Rafael del Bagno y Ernesto Báez. Actualmente, sus
interpretaciones sólo respetan la línea melódica original de los
tangos que ejecuta: sobre esa línea, una improvisación libre se
despliega en sonoridades cada vez más puras, más esenciales,
cargadas de lo que los seguidores del jazz llaman feeling.
Pero Troilo es mucho más que un músico de tango: es un arquetipo del
hombre de Buenos Aires, un mito viviente. Muchas anécdotas circulan
sobre su bondad, su generosidad, su nobleza. Como en el caso de
Gardel, resulta difícil saber cuáles son ciertas y cuáles apócrifas.
Antes de comenzar a tocar, el viernes pasado, Troilo pidió a
Confirmado que también mencionara a los artistas que trabajan junto
con él en el Caño 14: Atilio Stampone, Héctor Stamponi, el Quinteto
Real, Ruth Durante, Marcelo Paz, Carlos Acuña. Después, ya
tranquilo, accedió al interrogatorio.
Confirmado. — Usted siempre besa y abraza a sus amigos, los toma de
la mano, los acaricia mientras les habla.
Aníbal Troilo. — Nos damos un beso como machos, porque nos tenemos
cariño de hombres.
C. — Ese cariño parece muy importante para usted.
A. T. — Mi vida se ha deslizado vertiginosamente hacia un montón de
cosas que prefiero no nombrar. Pero sólo dos cosas me han salvado;
el cariño por la gente y el tango. De otro modo hubiera sido un
perdido cualquiera.
C. — ¿Qué sentido tiene la amistad para usted?
A. T. — ¿La amistad? Al final ya no sé si la doy o la recibo.
C. — ¿Qué quiere decir?
A. T. — No sé si la doy porque me gusta darla. A veces pienso que
soy un gran egoísta.
C. — ¿Por qué?
A. T. — Se me ocurre que tal vez la dé porque lo que quiero es que
me den amistad a mí.
C. — Hoy se cumple un aniversario de la muerte de Francisco
Florentino, uno de sus primeros cantores...
A. T. — Y un gran amigo. Sentí una gran pena. Yo soy un hombre muy
olvidadizo, sobre todo de mis propias cosas. Si no, sería
millonario. De lo que nunca me olvido es de mis obligaciones
profesionales. Y esta noche, cuando alguien se acercó y me dijo que
era el día de la muerte de Fiore..., no sé, sentí tantas cosas.
Quise decírselas a la gente, me puse a pensar en toda mi vida.
Después, cuando me di cuenta del silencio con que me escuchaba la
gente, creo que no me equivoqué. Pero no me hagas hablar más de
esto, pibe, por favor.
C. — Cuando murió Homero Manzi, usted le escribió un tango,
Responso, en una sola noche...
A. T. — No me hablés de eso, por favor.
C. — Perdón. Podemos hablar de cualquier otra cosa.
A. T. — No, no, perdóname vos. Vamos a seguir; lo que duele vale.
C. — Como usted quiera.
A. T. — Pero de ese tango no hablemos, es una historia conocida. Ya
no lo puedo tocar más. Me emociona demasiado. Hace un año que no lo
puedo tocar más.
Pero yo no puedo hablar de estas cosas. Me vas a matar. Homero era
mi hermano.
C. — ¿Quiso a mucha gente?
A. T. — A casi toda la gente que pasó por mi vida.
C. — ¿Cómo es ese cariño?
A. T. — No sé, son muchas cosas. A veces quiero a alguien por
lástima, a veces por admiración. Y otras veces por la cosa más
linda, por ese sentimiento recíproco y maravilloso...
C. — ¿Cómo fue su vida?
A. T. — Fue una mezcla de tristeza y alegría. Estoy agradecido por
mi vida. El hombre desagradecido es el peor hombre de la Tierra.
C. — Si tuviera treinta años menos, ¿volvería a vivir como vivió?
A. T. — No. Me pondría a estudiar.
C. — ¿A estudiar qué?
A. T. — Un poco de todo lo que no sé. Leería más de lo que he leído,
estudiaría más música.
C. — ¿Alguna vez le pegó a alguien?
A. T. — Sí, una vez le pegué a alguien. Primero le dije que
levantara la mano, que se defendiera. Pero le pegué con la mano
abierta, ¿sabés? Con la mano abierta. Yo pienso que un ser humano
tiene que haber caído muy bajo para pegarle a otro hombre con la
mano cerrada. Yo le pegué, pero con la mano abierta.
C. — Cuando usted toca tiene los ojos abiertos, muy grandes, y mira
hacia adelante, muy lejos, sin ver las cosas que tiene enfrente. O
después los cierra. ¿Qué siente en ese momento?
A. T. — Yo qué sé. Creo que cuando abro los ojos, o cuando los
cierro, me estoy buscando a mí mismo. Yo no sé dónde estoy; hay
tantos pedazos míos en tantas partes...
C. — ¿Piensa en la muerte?
A. T. — A la muerte la espero de frente, como a todas las cosas de
mi vida. Sólo quisiera un poco más de changüí, como decimos los
reos, para no dejar en banda a tanta gente que me necesita, a mi
madre, mi mujer, mis hermanos... Pero de nuevo me estás haciendo
llorar... ¿Cómo tengo los ojos?
C. — Los tiene mojados, pero no se preocupe por eso...
A. T. — No, tenés razón. No me da vergüenza llorar. Llorar no está
mal. En realidad, pobre del que no puede llorar.
(reportaje realizado por Horacio Verbitsky)
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