Revista Periscopio
03.02.1970 |
Todo comenzó en Mar del Plata, donde mi viejo se
fue con toda la tribu, allá por el año 1952, a trabajar de ceramista
y mecánico", recuerda Juan Carlos Tata Cedrón, y levanta sus cejas
pobladas, de meridional, como si este gesto lo fuera a ayudar para
que nada se le escape de la memoria.
A los 30 años, los long plays grabados con el trío formado por el
bandoneonista César Strocio y el violinista Miguel Praino, más de
tres docenas de melodías de las cuales es autor y la música de fondo
para el film de Juan José Jusid, Tute cabrero, no sólo lo han
convertido en uno de los cantantes populares que mayores
expectativas despierta entre la gente joven, sino también en uno de
los compositores que con mayor fervor trabaja para llevar la canción
porteña hacia sus últimas consecuencias.
"Tal vez porque mis antepasados son españoles e italianos, llevo la
guitarra en la sangre", aventura. Es el único músico de los seis
hermanos: Alberto se dedicó a la pintura; Jorge, un novel cineísta,
está a punto de estrenar su primer largo metraje; Osvaldo eligió el
tablero de arquitecto, y Rosita, la menor, enseña a leer y a
escribir a treinta párvulos en una escuela fiscal.
A los 14 años no sólo consiguió que su padre le comprara una
guitarra sino que le pusiera un profesor: Cacho Otero, un homónima
del notorio "hombre de negocios", pero con otras habilidades
relacionadas con las cuerdas. "Era un tanguero de los de antes
—evoca el músico con un dejo de melancolía—: por la noche tocaba en
piringundines y de día enseñaba." En menos de un año el futuro autor
ya tenía los dedos blandos y era capaz de arrancarle a la viola los
acordes más secretos, todo de oído, por supuesto, porque el dómine
nunca había escuchado hablar del Solfeo de los Solfeos. Cuando el
alumno dejó a su maestro, sabía todas las "posiciones", pero había
adquirido un vicio nefando: tomar vino tinto mezclado con "bolita",
una gaseosa que todavía circulaba en la provincia de Buenos Aires a
principios de la década del 50.
A los 16, el segundo hijo de la familia Cedrón decidió tomar la
música en serio. Para ello se inscribió en la Escuela de Canto Coral
que comandaban Manuel Rego y Héctor Zeoli y aprendió a leer música
bajo la tutela de don Pedro Petro y otro profesor catalán "cuyo
nombre no puedo acordarme".
Para ese entonces, el núcleo familiar comenzó a emigrar a Buenos
Aires: "Mi hermano Alberto, el pintor —dice, y se pasa la mano por
el pelo renegrido—, hizo la punta; detrás de él nos descolgamos
todos los demás. Al final, el viejo y la vieja no tuvieron más
remedio que venirse".
En el Conservatorio Municipal Manuel de Falla, Jorge Gómez Crespo
pulió las últimas asperezas del intérprete. En cambio, Antonio Opis
y Guillermo Graetzer lo iniciaron en los secretos del contrapunto y
la armonía, "porque en ese entonces las ganas de componer me hacían
unas cosquillas terribles".
Las ganas de componer tenían como punto de partida al tango, o mejor
dicho las melodías de la canción porteña de antes y de entonces.
"Piazzolla ya andaba en circulación, pero su música no me
entusiasmaba —afirma categórico—, porque es un músico que compone
sin tener en cuenta una letra determinada." Y divide a los autores
de tango en dos grandes grupos: aquellos para quienes la poesía es
fundamental, y los otros capaces de llegar a la melodía por mera
abstracción. "Troilo está entre los primeros y es de mi raza
—afirma—; Piazzolla pertenece a la otra fauna."
Cuando Cedrón se encontró con Juan Gelman, aún no había descubierto
esta teoría. La lectura de poetas comunes, y sobre todo las poesías
del propio Gelman, lo llevaron al convencimiento de que todo verso
atesora fragmentos de melodías, que los ritmos y las cadencias de
las palabras son signos detrás de los cuales se esconde la gama más
variada de sonidos, un paralelismo mágico que lo enardeció y le
arrancó sus mejores composiciones. "Troilo y Pugliese decían que era
imposible poner música a las poesías de Raúl González Tuñón: pero yo
he demostrado lo contrario —se
afana—; ahí están las melodías que imaginé para Los ladrones, Con
tarjeta de cartón, Juancito Caminador y otras que están en mi
repertorio."
Si se le pregunta por la decadencia del tango mueve la cabeza y
lanza un "no" rotundo. Pero sobre este tema también tiene su teoría
personal: "Hay que ponerse de acuerdo —enfatiza— cuando se habla del
tango: no creo que se pueda componer ya un tango como el
tradicional; toda reconstrucción arqueológica sería falsa. Mejor
sería hablar de la canción de Buenos Aires por dos razones: el viejo
tango no se puede hacer porque nadie lo baila y porque no existen
los grandes letristas de antaño. Ahora el tango se lo escucha;
entonces los versos tienen mayor importancia que el compás, y como
no hay poetas canyengues, como los grandes de las décadas del
treinta y del cuarenta, hay que extraer las melodías de los poetas
vivos y de los que se fueron, de los jóvenes y de los de
generaciones anteriores." Y cita los liróforos de su preferencia, a
los que ha puesto y quiere poner música para "cantarlos": Nicolás
Olivari, Oliverio Girondo, Raúl González Tuñón, de la vieja guardia;
Paco Urondo, Luis Luchi y Juan Gelman, entre los contemporáneos.
Cree en la simplicidad como un dogma y por eso no le interesan las
grandes estructuras orquestales. Le basta, además de su guitarra y
de su voz, el bandoneón de César Strocio y el violín de Miguel
Praino, a quienes conoció cuando abrió Gotán, el famoso local de
vida efímera. "Fue una necesidad —memora y se encoge de hombros—;
quería juntar todas las noches posibles en torno al tango a mucha
gente que hacía cosas por caminos distintos: poetas, pintores,
escritores, actores y además salvarme de andar yirando por los
piringundines." Pero se cansó de discutir con los inspectores,
celosos del cumplimiento de las vetustas ordenanzas.
Ahora prepara dos espectáculos para la Sala Planeta: en marzo
estrena 'Fábulas' y en abril 'Las tripas generales', ambas con
textos de Gelman. De la segunda no quiere hablar mucho: "Es una
ópera de cámara y su tema gira en torno a un extraño coleccionista
que atesora las más extrañas historias de suicidas".
Mientras ensaya, "para ganarse los garbanzos", toca y canta con su
trío en Bulín Mistongo, en Humberto 1° al 1800. todos los jueves,
viernes y sábado, una hora antes de la medianoche. Durante el día,
como sus maestros, revela los secretos de la guitarra a un grupo
reducido de alumnos. "Es que ya me estoy haciendo viejo" —dice con
un guiño, y al sonreír se le marca aún más el único hoyuelo que
tiene incrustado en el mentón.
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Tata Cedrón |
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