Teatro
¿Qué es un Bonino?

Algunos opinan que es un peligroso caso de paranoia y otros piensan que es un genio. Pero los mejor informados sostienen que es un mutante, el primer eslabón en una cadena de modificaciones destinadas a crear otro tipo de humanidad, y que hay que esperar. Sea como fuere, la semana pasada el arquitecto cordobés Jorge Alberto Bonino (32, soltero) volvió a descender de su ovni particular en Buenos Aires y, apoderándose nuevamente del tablado del Di Tella, desató uno de esos delirios en los que se especializa. El de ahora se llama, en realidad, Asfixciones (y no como se lo anuncia en programas y afiches, sólo con equis), porque, según su creador, "trata de los dos problemas argentinos fundamentales: la asfixia y la ficción en que vivimos, que ha terminado por ser nuestra realidad".
Bonino ingresó en esa realidad, o esa ficción, un 9 de noviembre, en la ciudad de Villa María, en Córdoba, donde su padre tenía una farmacia ("no seas nunca farmacéutico —le aconsejaba a su hijo—, porque es lo mismo que atender un boliche"). En cada uno de sus dos matrimonios, el boticario tuvo dos hijos varones; Jorge es el mayor de la segunda edición y explica: "Tengo dos hermanastros, grandes, uno toca el violoncelo y el otro está en la aviación; mi hermano menor es médico". La medicina es una de las vocaciones más reincidentes en la familia Bonino: "Casi todos mis primos son médicos, allá en Córdoba, o químicos, y hay hasta pastores protestantes en la parentela; yo soy la oveja negra".

Las cosas terribles
Como suele suceder, desde la infancia andaba Bonino disfrazándose, mirándose al espejo para hacer muecas, imitando a cuanta persona le llamaba la atención, y cantando: "Ya entonces trataba de impostar la voz; mi hermano mayor, el del violoncelo, me hacía cantar la melodía mientras él ejecutaba el bajo, horas de horas, y a eso atribuyo el afinamiento de mi oído: cuando me equivocaba, me pegaba con el arco, y mi padre le decía: Deja en paz a ese pobre chico".
El rostro prodigiosamente móvil del actor (o lo que fuere), donde la nariz ganchuda convive sin esfuerzo con las proximidades del mentón, se pone serio al arriesgar una teoría: "Me siento muy producto de la sociedad en la que vivo, pues si pudiera trabajar en mi profesión, construir algo, quizá canalizaría mis energías en ese solo sentido". Nueve años y medio le llevó a Bonino alcanzar el título de arquitecto, y hasta los 17, en que empezó su carrera, no había salido de Villa María: a esa edad se marchó a la capital de su provincia, se recibió en 1964 y aún permaneció en la Facultad dos años más, como ayudante técnico de Historia de la Arquitectura y de Visión. Estuvo empleado en la Municipalidad de Córdoba, ciudad en la que diseñó la Plaza Alberdi; y en una localidad vecina, Arroyito, hizo otra plaza ("iba a trabajar con traje de baño porque, naturalmente, pasa un arroyo por allí").
La atmósfera universitaria fue decisiva para el surgimiento del mutante que dormía enroscado en el corpachón de Bonino: "Empecé a ver que ocurrían cosas, cosas terribles, que yo necesitaba expresar pero que de ninguna manera podría haber dicho directamente". Brotaron así los célebres shows que alborotaban a Córdoba con su disparatado ingenio y su propuesta de un mundo alucinante, regido por una especie de lógica paralela. Bonino y su troupe, que lo seguía como a un profeta, espolvoreaban la levadura de lo insólito: Carlos Giménez, Eric King, Miguel de Lorenzi, Gerardo Ferradás (el alter ego del maestro) y Lorenzo Lolo Amengual, lo secundaban en sus parodias, no se asombraban cuando, de pronto, en la mitad de cualquier reunión, del carácter que fuere, Bonino correteaba por el salón, agitando los brazos como si volara, o entonaba un aria de ópera o unas bulerías, totalmente inventadas por él, sin la menor inhibición.
Los que se asombraban, claro, eran los invitados, que solían decir, escandalizados en su más íntima burguesía: "¡Qué tremendo que un arquitecto haga semejantes cosas!". La respuesta es tajante: "No quiero llegar a los 50 ó 60 años —dice Bonino—, tener ganas de correr o gritar, y no hacerlo por vergüenza". Y aunque él parece no avergonzarse en absoluto frente al público, a sus íntimos les confiesa que es "un gran tímido, pero a la vez nada tímido, sobre todo cuanta más gente hay: puedo sentirme cortado ante una persona, pero nunca ante dos o más". Porque este histrión nato ("jamás estudié nada, ni vocalización ni expresión corporal") es un formidable devorador de gente, de seres humanos: nada lo fascina homo las personas, a nada se entrega como a los demás, y de ahí deriva su portentosa facultad de comunicación.

Un día perfecto
"Mi día perfecto —describe— es aquel en el cual me encuentro con alguien y puedo acompañarlo, Pero que sea totalmente imprevisto, odio lo previsto, lo limitado." Suspira, y detrás de los anteojos se le vuelve más errática la mirada, el pelo se le encrespa como una humareda: "¡Un día en el que puedo cambiar de papeles! Porque en realidad, yo no sé qué soy". Que Bonino puede ser cualquier cantidad de cosas —hasta tedioso—, es algo que se sabe desde su primer aterrizaje en Buenos Aires, en octubre de 1966, cuando Bonino aclara ciertas dudas —estrenado poco antes en 'El Juglar cordobés', donde lo vio Graciela Martínez y lo recomendó al Di Tella—, programado para dos semanas, estuvo tres meses triunfales en cartel.-En ese momento hablaba un idioma inventado (en el que se detectaban huellas de rumano, español, esperanto y la jerigonza de los bebés) y se presentaba como un patético personaje, una especie de profesor chiflado que se volvía angustioso hasta la obsesión, a fuerza de no poder comunicarse y de frenética espontaneidad. Ahora, en Asfixciones, habla en castellano: sus palabras son inteligibles, pero no el sentido de lo que dice.
Tal vez por eso, porque no es su propio idioma ("lo inventé hace cuatro o cinco años, como la única forma de poder expresar símbolos y, a través de ellos, una realidad atroz"), el Bonino de 1968 resulta menos eficaz que el anterior. A través de una hora y cuarenta minutos, un perverso planificador que no planifica nada, se transforma en modista, en cocinero, en romano togado o en bruja de los cuentos, y hasta le ponen una inyección en escena. "No hago ensayos nunca, me es imposible: no sé cuándo puedo entregarme por completo", afirma Bonino; y se nota. Esta vez, se ha fiado en exceso a su capacidad de improvisación, al manantial de su demencia, a su formidable temperatura humana, y entre un estallido y otro de genialidad se instalan incómodos baches. Pero él insiste: "Si no hubiera estado previsto después otro espectáculo, habría seguido hasta la una o hasta las tres de la mañana, hasta derrengar al público".
En realidad, varios espectadores se fueren cuando pareció insinuarse un intervalo: existía un plan previo, apenas esbozado, pero el taumaturgo hizo lo que se le dio la gana y el resultado fue que las luces funcionaron como pudieron, porque "tenía ganas de gritarles que las apagaran y encendieran a su gusto, y que no las prendieran si no querían; mi ideal es no tener luces ni sonido ni nada". Estos datos no son válidos para las siguientes funciones, porque en cada una de ellas varían los gags y los elementos, aunque sería una lastima que desapareciera la descripción de cómo se logró cubrir el país con una red de hospitales: el personaje dibuja en el pizarrón un enorme rectángulo y anuncia que ése es "el hospital grande, el hospital madre", del cual empiezan a desprenderse, como las patas de un miriápodo enloquecido, otras líneas que culminan en nuevos rectángulos, cada vez más pequeños, hasta llegar a ínfimos puntos, "que también son hospitales —jadea el planificador—, claro que muy chiquitos, no sirven más que para vacunar, pero así tenemos todo el territorio cubierto, hospitalizado".
Este podría ser un ejemplo del non-sense que Bonino practica en escala a veces metafísica, a veces circense, como cuando traza gráficos y diseños inverosímiles y por fin, al unir con una recta varios puntos arrojados al azar sobre la pizarra, proclama: "Y ésta es la sisa"; y el dibujo se transforma en un molde para vestido, que de inmediato empieza a cortar y probar sobre su secretaria. Para alguna andanza futura, piensa seriamente en escenificar un diálogo: San Martín versus Bolívar. En ese entonces, imagina, tal vez tenga su propio equipo, "donde todos ganen lo mismo, porque las peleas vienen por cuestiones de plata"; pero no aceptará críticas: "Pienso que me voy a tener que dirigir solo; y si me dicen que algo no les gusta, no les hago caso, porque la única duda que tengo es acerca de la extensión".
Esta seguridad es engañosa. Durante todo el año 1967, Bonino residió en los Estados Unidos, más precisamente en Nueva York. Los primeros quince días los pasó escondido en su pieza de un hotel del Greenwich Village: "Me fui para allá porque quería saber cómo era un poco la cosa, y todo me asustaba al principio: los edificios me parecían iguales, no entendía el idioma, aunque hablo inglés; los olores, la dinámica me resultaban aterradoramente distintos". Por fin se acostumbró y salió: estuvo cinco meses en un estudio de arquitectura y juntó mil dólares, que le permitieron la holganza hasta fin de año: "¡Era tan lindo no trabajar! Daba vueltas y vueltas por Manhattan, o me metía en el subterráneo y asomaba en barrios extraños, donde a lo mejor ya no vivía nadie y entonces me parecía tan raro sacar la cabeza de ese agujero y encontrarme con el silencio, la soledad".

El viejo de la bolsa
Al concluirse los mil dólares, Bonino tuvo que volver al redil: lavó los platos del restaurante Cyrano de Bergerac, en la calle 56, cantó jazz con el grupo de Steve Lacy y frecuentó el célebre Café La Mamma, uno de los centros de la experimentación vanguardista en el off-off-Broadway. "Estuve a punto de debutar allí, pero hubo un malentendido en los anuncios, en el Village Voice, y Elaine Stewart —propietaria del antro— me pidió que postergara." En ese preciso momento, el errante arquitecto descubrió que ya no tenía más ganas de seguir viviendo en USA ("lo decidí en un segundo") y se marchó a Puerto Rico. "No aguanté más de una semana: la gente no habla ni inglés ni español, vive en 1951 y yo no entendía nada y me volví". Más o menos lo que le pasó una vez en. Buenos Aires, en 1968, cuando pernoctaba en casa de un matrimonio amigo: una ráfaga cerró la puerta del departamento y Bonino se quedó del lado de afuera, sin llave. Se revisó los bolsillos, encontró el dinero suficiente como para volverse en ómnibus a Córdoba y así no más, como estaba, en mangas de camisa y zapatillas, regresó ipso facto.
Lo que más risa le da a Bonino en el mundo es que le hablen de una vanguardia en Buenos Aires. Se le caen las lágrimas de regocijo y exclama: "¿Pero cómo va a haber vanguardia en un país donde nadie quiere estar fuera de la sociedad? No hay nada más absurdo que hablar de la vanguardia del Di Tella, que es el lugar donde todo se vuelve institucional". Más tranquilo, explica: "Aquí no hay marginados, sólo se aspira a ser aceptado. La sociedad argentina apoya al artista en la medida en que trepa la pirámide: te piden que triunfes, que seas lindo, que ganes plata y que huelas bien". Él, en cambio, ha adoptado una solución heroica:'"Estoy dispuesto a ser el viejo de la bolsa, en Buenos Aires". Y completa así su pensamiento; "La crisis argentina es la falta de tareas comunes. Cada uno de nosotros se ufana: Yo hago lo que puedo. Hay que pensar que los más flacos, entonces, terminan antes. Esperamos al flautista de Hamelin; nuestro ideal sería doblar para arriba la punta de la Patagonia e instalarnos entre los Estados Unidos y Europa, miroteando como locos para un lado y otro". Acompaña sus palabras con enérgicos cabeceos que terminan por alborotarle el pelo y que le duran mientras se trepa al ascensor y promete hostigar a sus compatriotas con sesiones de política-ficción. 
[Ernesto Schóó]
6 de agosto de 1968
PRIMERA PLANA

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