Teatro
Brecht: El precio de la inteligencia

 

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dibujo de Brascó

 

 

El 14 de agosto de 1956, los integrantes del Berliner Ensemble se preparaban para volar a Londres, en compañía de su director, Bertolt Brecht. En la tarde de ese día supieron que Brecht había muerto. En los 9 años que pasaron desde entonces, la figura de este revolucionario nacido en Augsburgo, el 10 de febrero de 1898, no ha cesado de crecer.
La prensa argentina —que dedicó magros espacios a la desaparición del dramaturgo— celebra en la actualidad toda noticia que ayude a clarificar "el caso Brecht". Es que, en el transcurso de la última década, Buenos Aires presenció el estreno de una decena de piezas del abrumador poeta alemán; cada uno de esos estrenos fue, además, un puente para la polémica. Por otra parte, la edición de sus "Obras completas", que Nueva Visión emprendió el año pasado, va por el quinto tomo.
Octubre de 1954 es la fecha precisa de la iniciación del alud brechtiano en la capital argentina: una insuperable Alejandra Boero arrolló entonces a la crítica y al público desde los parlamentos de Madre Coraje. Luego, el teatro Los Independientes intentó dos veces el asalto a la fortaleza: La ópera de dos centavos y Galileo Galilei, fueron destinatarios de esos embates. Con menos suerte o difusión, otros favoritos del talento de Brecht desfilaron entre ambos (Terror y miserias del Tercer Reich —por Olat—, La condena de Lucullus y La excepción y la regla, por Nuevo Teatro), y tuvieron quizá su punto más alto en la versión que de El círculo de tiza caucasiano ofreció Atahualpa del Cioppo, al frente de El Galpón, de Montevideo.
Tentada por las complejidades del creador de la teoría del "teatro épico", la actriz Inda Ledesma consumó su anhelo de transformarse en directora, para la puesta de Las aventuras del soldado Schweyk, en la sala del teatro IFT, a fines de 1963. La semana pasada, en su reducto del Argentino, repitió la aventura con El señor Púntila y su chofer (en realidad, 'y su siervo Matti'), quizá la menos didáctica de las piezas de Brecht, escrita en sólo tres semanas, durante la fugaz estadía del dramaturgo en Finlandia, en 1940.
La intimidad de Brecht con las carteleras argentinas no parece dar señales de disminuir sino, por el contrario, de ir en constante aumento: a las dos obras suyas que se representan en la actualidad (Púntila y Galileo) habrá que agregar dos más, antes que finalice la temporada. El teatro IFT ensaya en estos días La irresistible ascensión de Arturo Ui, y Carlos Gorostiza prepara Un hombre es un hombre, para cerrar el año en el San Telmo.
Todo este movimiento no se habría desarrollado, sin duda, si Bertolt Brecht fuese simplemente un dramaturgo. Pero el muchacho que el 30 de setiembre de 1922 afrontó los primeros rigores de la crítica (con el estreno de su obra Tambores en la noche, todavía sumida en los tembladerales del expresionismo), iba a conmover desde allí en adelante las estructuras más respetadas del teatro occidental. Posiblemente, junto a la de Konstantin Stanislavski —el creador del Teatro de Arte de Moscú—, la de Brecht sea la más decisiva influencia que haya fustigado la teoría dramática del siglo XX: con seguridad, es autor del único sistema coherente de actuación que pueda oponerse a la concepción psicologista del maestro ruso. Cada vez con mayor precisión a partir de 1927, Brecht va eslabonando los hitos de su revolución: "El actor no debe engañarse a sí mismo ni a los demás —afirma— con la creencia de que se ha transformado completamente en su personaje." Desde esa certidumbre, la idea de un teatro épico —enfrentado a la tradicional noción de teatro dramático— irá madurando en Brecht. El descubrimiento del Verfrendungseffekt ("efecto de distanciamiento", extrañamiento o enajenación), resulta capital para el avance de su teoría: ya no se trata de comprometer al público a través de la emoción que una situación o un personaje le despierte, sino de mantenerlo frío y distanciado, en la mejor postura crítica para juzgar y tomar sus determinaciones sobre el material que se le ofrece.
Para derrotar la presencia casi inevitable de la emoción en el espectáculo, Brecht acude entonces a soluciones extremas: toma de la novela tradicional —y del cine mudo— el uso de títulos explicativos para sus escenas, como una manera de anular la intriga; del teatro medieval, canciones alusivas a la representación, que le evitan caer en el naturalismo; de Shakespeare, la prolija estructura que opone escenas cómicas a manera de coda de las situaciones de gran tensión.
De ese esfuerzo monumental, iba a salir una revitalización de las posibilidades del escenario, como no se producía en el teatro occidental desde el 1600 inglés, con los fulgores de los corrales isabelinos. Como en Antonin Artaud —su incendiado contemporáneo—, la muerte interrumpió en Brecht el progresivo acercamiento a las puras formas del teatro de Oriente: sus continuadores no parecen haber encontrado todavía la llave que abre esa puerta inescrutable.
Si alguna objeción puede hacerse, sin embargo, al trabajo prometeico del poeta alemán, habrá que buscarla por el lado de su ideología. Demasiado preocupado por demostrar, gran parte de sus textos no resisten el deterioro del tiempo: párrafos de desaforada actualidad en el momento de ser escritos, aparecen hoy como discursivos, reiterados, cuando no inocentes o inocuos. Quizás por este motivo, la elección de Púntila por la dirección del Teatro Argentino es un saludable acierto: escrita durante la incierta huida de Brecht de su país, mientras esperaba la visa para viajar a Estados Unidos, Púntila carece casi de ínfulas pedagógicas, es una saga rural donde la lección fluye de cautas omisiones, de intrigas minúsculas e intrascendentes.
Al servicio de ese texto deslumbrador, el equipo del Argentino pone algo más que buena voluntad. Inda Ledesma —en su doble labor de directora e intérprete— demuestra ser, sin discusiones, una de las personalidades más subyugantes del teatro nacional. Su Eva —la hija del terrateniente Púntila— acierta con la estereotipia funcional que Brecht reclamaba de sus actores; en esta misma cuerda —inédita hasta ahora en Buenos Aires— Jorge Rivera López consuma el mayor acierto de su carrera, dotando a su attaché de la suficiente dosis de fantasía, sin caer en el amaneramiento.
Fuera de la dialéctica brechtiana, Miguel Ligero inventa un Púntila conmovedor. Este es, posiblemente el Brecht más Brecht que se haya conocido en Buenos Aires. Valía la pena haber esperado dos sucesivas dilaciones hasta el estreno, que se produjo por fin el sábado 24. Esto, más allá de las implicancias del elogio, sirve para demostrar una evidencia: el más intelectual de los autores contemporáneos, sólo puede ser escuchado a través de un puesta donde la pasión no excluya a la inteligencia.

Primera Plana 
27 de julio de 1965