Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Teatro Rock - 1968

El rock del Apocalipsis
América Hurrah

Cuando el realismo americano había trepado la cuesta de los años cincuenta sobre los hombros del Actor's Studio, y los nombres de Strasberg y Kazan componían la suma y cifra de la sabiduría, Julián Beck y su Living Theatre se encargaron de deseternizarlos: cuando Beck y su legión de ángeles drogados atravesaron el Atlántico para poder trabajar en libertad —e incendiar, de paso, los últimos castillos de la academia dramática europea—, Joseph Chaikin recogió la bandera y se puso a la cabeza del Open. El epicentro teatral de Nueva York se desplazó de Broadway al off-Broadway, y después al off-off; las salas se convirtieron en sótanos, y los sótanos en bares: cada paso hacia la selva, sin embargo, era una batalla que el teatro americano ganaba contra las marquesinas, el conformismo, el Establishment.
Algunos personajes abusivos comenzaron a surgir de ese fermento —como Sam Shepard: un centenar de obras escritas, a los veinticuatro años—, y media docena de producciones, en 1966, probaron que el off-off tendría cuerda para rato: 'La turista', del propio Shepard; Gorilla, Queen, de Ronald Travel; y sobre todo America Hurrah, del belga Jean-Claude van Itallie, se convirtieron en los hits del año.
De America comenzó a hablarse en Buenos Aires, casi desde el momento de su aparición en la escena del Pocket Theatre, de Nueva York; la semana pasada, cuando las huestes del Grupo Nuevo Drama, comandadas por Carlos Gandolfo, arribaron a su estreno local, se supo que tanta expectativa estaba justificada. Porque van Itallie ha compuesto en America una de esas raras sinfonías dramáticas de estructura perfecta, a la que es necesario ver más de una vez para comprender hasta qué punto el más baldío de los temas corresponde a un elemento melódico imprescindible al total: una suerte de Nuestro pueblo asesinada por el arnerican way of life de la segunda posguerra; una propuesta estructural tan válida para la última mitad de los años sesenta, como la obra de Wilder lo fue para 1938, esa hora del ángelus de los sueños edénicos, que alcanzaría a producir la bucólica del realismo poético.
El mayor acierto de Gandolfo fue comprender ese carácter musical de America, y subordinar toda su puesta a la delicadísima relojería del ritmo. Así, "Entrevista" —una fuga para ocho personajes, sostenida por otros tantos monólogos y clásicas composiciones de protagonista y coro— se deleita en la morosidad, gotea sobre los espectadores una contenida violencia que nunca llega a ser explícita, deliberadamente asordinada por conflictos a medio plantear y sutiles desplazamientos de rol.
"TV", la segunda parte, es un allegro sin decaimientos, donde las acciones de la pantalla del televisor se corporizan junto a las de los empleados de una oficina de rating encargados de fiscalizarlos, hasta fundirse en un contrapunto descomunal; "Motel", el breve y fulminante fin del espectáculo, es en cambio un galope desbocado donde el ritmo cruza la barrera del sonido, para que dos muñecos demenciales —el apogeo del pop vía Kienholz; una obra maestra como no se había visto en Buenos Aires— destrocen la escenografía, la vida de un tercero, el orden del universo
Ocho actores admirables —Adriana Aizemberg, Livia Fernán, Laura Palmucci, Helena Tritek, Oscar Cruz, Arturo Maly, Carlos Moreno y Walter Santa Ana— permiten que la sabiduría de esa progresión coincida con los medios expresivos que necesitaba. La escenografía de Gastón Breyer, en cambio, enfría la temperatura que el espectáculo hubiera necesitado para ser perfecto: su dominio de la geometría escénica no parece el mejor alimento para la fiebre de van Itallie.
Esa fiebre que podría resumirse, acaso, en una intuición aterradora: si los hombres alienados de "Entrevista" no consiguen impedir que los devoren las imágenes prefabricadas de "TV", es posible que sólo quede confiar en los robots de "Motel" para que convoquen el Apocalipsis, y ejerzan la venganza sobre las ultimas huellas perdidas de los hombres (Planeta).

Todos los juegos
Viet-Rock

El escenario muestra las caries de sus paredes, los trasfondos siempre ocultos por las bambalinas, los caños de bajada carcomidos por el óxido. Cuando "Los Shimmys" ("...no me acuerdo donde, conocí a el guitarrista Rubén Biscione, que junto con el baterista Juan Rodriguez, el hermano de éste Jimmy (flautista) y el bajista Oscar Rafael Jurado alias el Oso formaban “Los Shimmys”.- Daniel Irigoyen, http://www.danielirigoyen.com/Mentales/Los%20Mentales%20Home.htm), instalados en un barandal del foro, rompen a tocar ritmos beats (escritos por Jorge Schussheim, uno de los metodistas más imaginativos de su generación) y los reflectores se encienden, diez actores (Luisina Brando, Felipe Barnés, Rudy Chérnicoff, Felisa Dzeny, Luis Gutman, Aída Laib, Víctor Laplace, Aldo Marinelli, Beatriz Matar y Mary Pelliza) hacen estallar la guerra del Vietnam en la sala del Payró. A la vez, emprenden otra tarea más alucinante: atrapar la vida como una totalidad. Porque Megan Terry, la autora de esta pieza estrenada hace dos años por el Open Theatre en el legendario Cafe La Mamma del Village neoyorquino (ver http://www.magicasruinas.com.ar/revistero/argentina/teatro-1968.htm), no pretende que los actores traduzcan fielmente sobre el escenario las biografías de sus personajes: los dramas individuales, en este inmenso tapiz, cuentan menos que todas las vidas y todas las muertes de un pueblo sacudido por la Historia.
Para reescribir ese texto, Jaime Kogan y la coreógrafa Lia Jelin, responsables de la puesta —secundados por una fuerte sección logística—, escucharon los consejos de la Terry y de Joseph Chaikin, uno de los pontífices del Open, y terminaron por montar un gigantesco caleidoscopio donde la realidad y el aprovechamiento del espacio alcanzan toda la fluidez y la expansión necesarias dentro de un vertiginoso y estremecedor juego de cajas chinas.
Cada actor se transforma —y no dobla— en una decena de personajes hasta poblar el escenario con una muchedumbre. La experiencia exige una disciplina férrea y un espíritu de cuerpo sin fisuras: ésa es la virtud mayor y también la mayor evidencia en la versión del Payró.
Luego de un prólogo en el mejor estilo music-hall, una anémona humana despliega sus gigantescos estambres al pie de una rampa, el único módulo escenográfico que preside la ceremonia. De ella emergen hijos y madres: los primeros aprenden a balbucir, a comer, son acunados y dan sus primeros pasos. Cuando la caja siguiente se destapa, los niños ya son adolescentes y deben pasar por el examen médico del servicio militar, mientras las madres intercambian sus temores y esperanzas frente a la puerta invisible de una supuesta agencia de reclutamiento.
El cuartel, con sus ritos marciales, sus ejercicios desenfrenados, sus automatismos enloquecedores (una serie de improvisaciones trazadas sobre un esquema simple y cronometradas al máximo) alcanza el meridiano mayor de todos los juegos de la noche y convierte a la primera parte en la más deslumbradora de los dos segmentos en que se divide el espectáculo.
Antes de que un grupo de actores se transforme en aviones y lleve a los soldados para lanzarlos sobre las
selvas vietnamitas, otro, parodiando una manifestación de no violentos, lanzará sus ingenuas y conmovedoras consignas. La segunda parte, menos lúdica, es también más débil: los desniveles, de interpretación, la falta de plafond musical en la mayoría de sus canciones (las voces a capella hubieran logrado el efecto cool deseado sólo en manos de cantantes dotados) y la debilidad de los trazos en algunas de las caricaturas son sus lunares más evidentes.
El segundo tiempo se abre sobre un coral a tres voces: una madre, una novia y un soldado recitan fragmentos de todas las ternuras y todos los lugares comunes de un típico epistolario de trincheras. En un nuevo avatar se volverá al juego de la muerte: los soldados se arrastrarán por el fango de los arrozales, serán heridos, morirán, la madre no llegará a tiempo para el último adiós y la angustia del tiempo será un blue obsesivo. La siguiente metamorfosis convierte a todos los actores en los ridículos protagonistas de una investigación parlamentaria —la mayor dentellada de la noche— que se pierde en el aire por la omisión de nombres propios (las figuras aludidas serían Eleanor Roosevelt, el boxeador Cassius Clay y el general Curtis Le May, candidato a Vicepresidente de George Wallace).
Una última transformación, y los combatientes volverán a sus cuevas, soñarán con los hogares lejanos, escucharán los susurros de Ana de Hanoi (la inquietante locutora de la contrapropaganda) y se hundirán en un prostíbulo de Saigón, donde una bomba hará crecer un montículo de brazos y cuerpos, una flor sangrienta que irá apagando sus latidos mientras flota en el aire un coro de preguntas sin respuestas.
Cuando las luces se encienden y los actores despiertan de sus muertes fingidas, se deslizan hasta el proscenio y descienden. Algunos de ellos, en un ademán gentil, toman entre sus manos las manos de los espectadores: la metáfora definitiva con la cual se quiere significar que la muerte no prevalecerá sobre la vida.
Primera Plana
22 de octubre de 1968

Ir Arriba

 

 




Viet-Rock

América

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Búsqueda personalizada