Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


TEATRO
EL CLUB DE LOS PARRICIDAS
Revista Periscopio
31.03.1970

Una suerte de persecución mediúmnica pareció encargarse de que el estreno absoluto de Romance de Lobos, de Valle Inclán, se realice en Buenos Aires. Quizá, parte de esa magia le haya correspondido a Alfredo Alcón. En Galicia, tiempo atrás, fue el encargado de arrebatar a Carlos Valle Inclán los disputados derechos que comparte con un hermano sobre la obra paterna. En la solariega casa de don Ramón el actor consiguió entusiasmarlo para llevar la última parte de la trilogía —Águila de blasón, Cara de Plata— al María Guerrero. Allí, bajo la dirección de José Luis Alonso, Alcón aspiraba a continuar su propia escalada peninsular después de El zapato de raso, de Claudel, y El luto le sienta a Electro, de O'Neill.
Inoportunas refacciones en el María Guerrero abortaron la temporada, y Alcón, "un desocupado" después del operativo sanmartiniano, encauzó mejores alientos trágicos en Crimen y Castigo, otro proyecto que lo rescataría para la actividad teatral. Sin embargo, ciertos problemas con la feliz integración del elenco dejó para mejor oportunidad a Rascolnikoff. En cambio, retornó el fantasma de don Juan Manuel de Montenegro, aquel hidalgo caudillo, que consigue muerte mediante manos de sus propios hijos, pagar un largo rosario de culpas.
Encargado de exhumar todo el universo alucinante y violento de Romance, el director Agustín Alezzo comenzó la semana pasada la integración definitiva de un vasto elenco de cuarenta actores, en el que con cierto nepotismo artístico incluyó maestros, fieles compañeros de estudio y promisorios alumnos de su propia escuela.
Así, para acompañar a Alcón —al que sólo lo ligaba la admiración de éste por las puestas de La mentira y Ejecución— se agregaron Hedy Grilla, María Luisa Robledo, Milagros de la Vega, Zulema Katz, Nelly Prono, Martha Gam, Noemí Manzanos, Jorge Mayor, Diego Botto, Luis Politti, Fernando Vegal, Martín Adjemián, Bernardo Perrone, entre otros.

ESTETICA DE LA CRUELDAD
Escrita en 1909, cuando apenas despuntaba el esperpento valleinclaniano, Romance de Lobos solicita la recreación de un territorio casi goyesco de mendigos, criados, la numerosa familia del noble y los labradores de su feudo. Tantos submundos y sus respectivos habitats concentran en estos momentos todas las destrezas escenográficas de Luis Diego Pedreira, director técnico del San Martín, quien alojará en el escenario de la sala algo más de 20 cambios y 15 decorados fijos.
También, a partir de la integración de estos anárquicos grupos humanos, Alezzo ensaya la composición de los personajes en distintos conjuntos operativos, a los que intenta comunicar toda la violencia y escalofríos de la nueva estética de la crueldad.
En estas primeras convulsiones del esperpento, Valle Inclán incluyó no pocos giros galaicos, una suerte de complicación para todos los directores que abordaron el amplio repertorio del autor, los cuales terminan, al fin, respetando el original y fatigando a los espectadores con un abundante glosario.
Esta vez, el problema parece no alterar demasiado al director ni al propio Alcón, encargado de la mayor parte de los barrocos parlamentos. "Nos proponemos respetar la estructura del lenguaje, incluso aquellos vocablos que oscurecen los códigos actuales", refiere Alezzo. Sin embargo, otro tipo de oscuridad, la de la postiza pronunciación gallega impuesta en las últimas versiones locales, desaparecerá.

LOS LOBOS
En el desarrollo de la milagrería trágica de Romance, son los hijos de don Juan Manuel los encargados de poner fin al desenfreno de una casta cruel y absoluta. Los cinco lobeznos que consumarán el parricidio estarán jugados por la joven inteligentzia de las últimas promociones teatrales salidas de las manos de Gené, Fernandes, y del propio Alezzo: Martín Adjemián, Diego Botto (respectivamente, la patética Reina y el inolvidable Smithy de Ejecución), Antonio Grimau, Jorge Antoñana, Jorge Mayor, Víctor Manzo, protagonizan así un insólito ingreso al star-system desde el anonimato de su formación monástica y silenciosa.
El fenómeno también parece repetirse en el caso del director. El recientemente promocionado Agustín Alezzo prolonga desde el San Martín la labor docente que todavía lo liga a algunos integrantes del elenco. Tampoco olvidó a Madame Crilla, la mítica introductora de nuevas pautas de interpretación entre los grupos actorales. Sus ex discípulos, maestros ahora, recorrieron el mismo camino en la intimidad de los reducidos locales donde predicaron un nuevo evangelio escénico.
El reconocimiento que Alezzo siente por la Crilla no es el único motivo que lo llevó a incluirla en el extenso reparto de Romance: en Alemania, antes de la guerra, la pedagoga era una calificada actriz, como lo demostró en estas latitudes, más tarde, cuando dominó él castellano.
Para Alezzo, Romance puede ser la confirmación de una brillante carrera: sus anteriores puestas así lo hacen presumir. Junto con Conrado Ramonet, dos serán los jóvenes metteurs que este año accederán a las salas del primer teatro de Buenos Aires, una política inteligente cuyo autor se llama Osvaldo Bonet, director general del San Martín. Quizá, también, la única forma de inyectar sangre nueva en las venas esclerosadas del arte oficial que, hasta hace poco, navegaba con un retraso de veinte años respecto a las experiencias modernas. Estas, huérfanas del apoyo de los poderes públicos, se habían refugiado en sótanos y microsalas.


 

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Alfredo Alcón
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Los Lobos
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Alezzo
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Crilla
Crilla

 

 

 

 

 

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