Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 


TELETEATROS
TODO ESTA PASADO DE MODA

Revista Periscopio
03.02.1970

Una argentina residente en Londres desde hace tres años, que hace poco regresó a Buenos Aires para pasar la Navidad con su familia, se espantó ante unos amigos de la decadencia que observaba en los teleteatros locales. "Los decorados son de papel pintado y llenos de arrugas —se quejó—, y hasta el maquillaje de los actores no resiste la iluminación. La ropa es una desgracia. Esto sería impensable en Europa o Estados Unidos, donde los detalles se cuidan hasta la minucia." En cuanto a los argumentos y diálogos, agregó, "hemos vuelto al folletín en que la gitana se casa finalmente con el duque. Por lo menos, cuando yo me fui estaba en auge Nene Cascallar, que cursi y todo, se aproximaba de algún modo a problemas adultos".
Tenía razón. Hijo reconocido del radioteatro, el teleteatro viene disfrutando en la Argentina, sobre todo desde mediados de 1969, de un auge tan real como inexplicable. Lo cierto es que sus folletinescos resplandores se irradian diariamente desde miles de pantallas hogareñas, a pesar del empeño de los propios autores en reducirlo a algo bastante parecido al ridículo.
Pese a su actual y apreciable crisis cualitativa, este género —concebido entre la televisión y una pléyade de escritores emigrados de las radios y el teatro menor— reconoce una razón de peso para tan vital subsistencia: "Es una fórmula segura para conseguir audiencia y mantenerla durante toda la tarde", revela Enrique Acosta, 24, asistente de dirección en Canal 13. Su costo, además, no es elevado: unos 250 mil pesos por capítulo, aproximadamente.
Las cifras, celosamente silenciadas por los ejecutivos de los dos canales (13 y 9) que usan novelones para reforzar su horario de la tarde —Canal 11 sólo presenta un teleteatro diario (Una cualquiera, de Nené Cascallar, a las 14)—, confirman la teoría sobre la conveniencia comercial de incluirlos en una programación destinada especialmente a un público femenino, poco exigente. Ninguno de los once folletines que se exhiben diariamente en Buenos Aires y que se repiten profusamente en el interior, gozan de un rating inferior a los 13 puntos promedio. Entre ellos, Nuestra galleguita y Muchacha italiana viene a casarse (un título digno de aparecer impreso en una sección de avisos clasificados) ostentan orgullosamente los más elevados picos de audiencia.
El primero, un melodrama engendrado por el patriarca Abel Santa Cruz —"Ahora lo que más gusta es lo más simple", imagina— narra la odisea de una inmigrante española contratada como doméstica por una familia de clase media y aspiraciones altas. Uno de los hijos, el cándido e irresoluto Raúl (Norberto Suárez), se enamora de ella y se casa a pesar de la oposición del sector más prejuiciado de su familia. Su rating, según infidencias del autor, alcanza los 20 puntos promedio, y máximos de hasta 37. Muchacha italiana... (a las 15, por Canal 13), que mantiene un rating de 16 puntos, nació de la inspiración de Delia González Márquez, 34, y relata las zozobras sentimentales de Valeria Donati (Alejandra Da Passano), una joven italiana importada desde su 'paese' por el prepotente Don Vittorio —un ricachón radicado en la Argentina— con la más saludable intención de casarse. Un fortuito accidente sufrido por el potencial marido hará renacer en la protagonista sus anhelos de hallar el verdadero amor.
Los responsables del reflorecimiento de tales vetusteces coinciden en el porqué del éxito. Sugieren que conviven en el país dos importantes colonias: la italiana y la española, y ambas suspiran y se apasionan al revivir sus esquemáticas y primitivas angustias. Tanto fervor despertado en el pueblo, promete incentivar "in seternum" el genio creador de Santa Cruz, González Márquez y demás plumíferos, ansiosos postulantes a reiterar ese prodigio de persistencia que fue Simplemente María (tres temporadas).
En un arranque de modestia, Delia González Márquez decide compartir honores con los intérpretes de su novela. "Todos están capacitados para expresarse con un correcto acento itálico; han sido elegidos minuciosamente para los papeles protagónicos." Alejandro Da Passano, Valeria, vivió nueve años en Roma con sus padres, los actores Camilo y María Rosa Gallo; Don Vittorio Maglione (Jorge de la Riestra) es hijo de italianos; María del Carmen Valenzuela (Gianna) habla correctamente el italiano. Por su parte. Rodolfo Ranni, nacido en Italia, "mecha" de vez en cuando, por obra y gracia del libreto, alguna palabra en su idioma, ya que además de porteño es, en la ficción, aristócrata, orgulloso y polígloto.
"Valeria es natural, muy natural, el teleteatro no es muy elaborado ni demasiado bastardo. Las situaciones son factibles, hay momentos dedicados a la nostálgica recordación del pueblito natal, para que todo no sea demasiado ruin —propone la autora—. Las cosas que suceden diariamente son mucho más melodramáticas que la trama de un teleteatro", termina por excusarse.

SALUD, AMOR Y DINERO
"El público femenino quiere, de pronto, ver y sentir el gran amor, el gran romanticismo. El hombre de las rosas y los versitos no existe, el matrimonio termina con eso", se lamenta Marta González (25 años, casada con el futbolista Chiche Sosa, una hija de ocho meses y un diente, 600 mil pesos por mes).
El primer triunfo protagónico de Marta fue La gata, de la venezolana Inés Rodena, donde animó el "drama superlativo", según lo califica, de una joven criada en un monte salvaje, con un padre preso, enamorada de un hombre rico y madre de mellizos en plena soltería. Después fue Estrellita, también violada y enamorada de un imposible (exportada ahora a Centroamérica con contrato por un año). Desde el 1º de enero de 1970 se transformó en Paula, La rebelde de los Anchorena, y desde entonces sus antiguos padecimientos y postergaciones son mitigados por la felicidad de representar a una de las tantas hijas de la "aristocracia" argentina, obligada por su dulce destino a reptar entre el ocio y el lujo. Esta vez, su humanidad la arrojará a la calle, escenario donde ansia mezclarse „con sus semejantes. Pero tanta liberalidad terminará por entreverarla en conflictos de marcado tono sensiblero.
"Le endosé el nombre de Anchorena, para identificar a mi protagonista con la clase alta", explica un tanto obviamente, la folletinera, Elsa Martínez. Y continúa: "Paula es una joven rebelde que abandona su hogar porque desea vivir al lado de los demás, conocer sus culpas, dolores y angustias. Su rebeldía es contra una sociedad pervertida, en la que todos estamos contra todos. Finalmente, su decisión terminará por actualizar a una familia tradicional".
Para enfatizar esta característica, la Martínez cae incesantemente en inimaginables excesos: la madre de Paula —Delfy de Ortega: una suerte de matrona de la tragedia griega— está a punto de desmayarse cuando se entera de que una de sus hijas siente predilección por el gin (sin pensar que este escandalete le corresponde, con mayor precisión, a una señora de clase media); Damián (Francisco de Paula), más que un padre autoritario es un señor feudal.
"Conozco varias muchachas de clase alta que ya no se conforman con tener dos apellidos, quieren hacer cosas.
Una joven llamada Bullrich atiende un mercadito —revela la "Martínez en tono confidencial—. Otro de mis objetivos es demostrar que la rebeldía puede ser una pasión verdadera. Hay jóvenes que se van de sus casas para hacer strip-tease; otras, como Paula, lo hacen para trabajar."
Mientras la escritora confía en que su creación satisface la premisa: "Al público le gusta, ver algo que pueda ser verdadero", Marta González se ubica: "Todo está pasado de moda".
Pese a la realidad, los autores de teleteatros coinciden en cuanto a la selección de temas y conflictos. Ocho de los catorce folletines en existencia mencionan el remanido choque entre las clases altas y las bajas, abrevadero incesante del teatro y el cine argentinos, que se resume en la fórmula: "Los pobres son honrados y los ricos son malo| y cuando no. aburridos". Por eso en las pantallas hogareñas pululan hoy las sirvientas lascivamente perseguidas por sus jóvenes señores y obligadas a defender su decoro (Nuestra galle guita) a filo de cuchillo o punta de tijera, según sean atropelladas en plena cocina o en su cuarto mientras tratan de hacer dormir a sus hijos naturales en vísperas de "cortar" los dientecitos.
También abundan los padres empeñados en desilusionar a sus desprejuiciados hijos respecto al amor de una "bastarda". Generalmente, se trata de jóvenes inadaptados a su medio y dispuestos a luchar por su amor. Algunas veces, la rebeldía se apodera de señores casados y profesionales. Así, Leonardo Morales, un porteño de 1900, abogado a costa de innúmeros sacrificios, proveniente de una familia humilde pero casado con una gélida representante de la alta burguesía, en Tomasa, la de San Telmo (Canal 13). se enamora de Jazmín, ex pupila de un convento y encargada de la educación de su primogénito. Ya en los años 40, en el film El cielo y tú, Charles Boyer había interpretado al altivo Duque de Praislin, víctima de semejantes debilidades en favor de una doliente Bette Davis.
"Los temas preferidos por el público corresponden a las frustraciones de la gente", profetiza la incesante Irma Roy, 36, casada y máxima actriz del 9. Quizá por ello haya aceptado protagonizar a Lucía Sombra —sospechosamente parecido a La sinfonía pastoral, de André Gide—, el más reciente engendro de Delia González Marquez;. Para hacerlo, la Roy debió soltarse el pelo ("Lucía es muy joven") —pero ni con ésas— y prescindir de todo maquillaje en los ojos, excepto un evidente par de pestañas postizas. La protagonista es ciega, aunque ése sea el menor de sus males. A los 25 años descubre que es hija adoptiva y entonces desea casarse, aun sin amar, para tener algo propio. También se aferra a un hijo concebido como consecuencia de una violación. "Hasta el fatal descubrimiento, Lucía cree que todo es hermoso, aún la plaza, la estación ferroviaria y la calesita tirada por un caballo ciego como ella", se con mueve la escritora.
González Márquez confía en que el tema de la lucha femenina por abrirse paso hacia "un destino superior" (entiéndase: "vocación, trabajo, o un marido rico") es garantía de audiencia para un teleteatro.

NO SOLO DE PAN ...
"Hasta hace un par de años, estaba de moda la erotomanía —sentencia Abel Santa Cruz—; de allí el éxito de los teleteatros nocturnos de Nené Cascallar, Cuatro hombres para Eva y Cuatro mujeres para Adán". Ahora —supone— la gente desea enfrentarse con problemas estrictamente familiares, "Me siento cómodo escribiendo pura el público de ahora —se exalta Santa Cruz—; cada vez que pongo una cama en escena, es para que se acuesten e ella." (Los erotómanos también lo hacen, cabría recordarle.)
Pese a que "la ética nos lleva al autocontrol" y que cada libreto teleteatral pasa por el tamiz de los asesores literarios de los canales porteños, en agosto de 1969, la inspirada Elsa Martínez recibió un memorándum del CONART para metamorfosear el argumento de La cruz de Marisa Cruces (Canal 13). La historia primitiva narraba la pasión adúltera de un marido al cabo de 20 años de matrimonio; la separación de los cónyuges deja a los hijos de ambos a las deriva. Después ele esto, la Martínez se apresuró a dejar inválida a la amante en un accidente sufrido en pleno despliegue de maldades; eliminó al padre de un hijo natural de Marisa, y trató de hacer participar lo menos posible a los niños, para que —pese la moraleja— no recibieran malos ejemplos.
De Estrellita se objetó su violación, perpetrada —para colmo de males— por un hombre casado, recordó Julio Santamaría, 25, asesor literario de Canal 13 "Pero la objeción no llegó a mayores, fue hecha varios meses después de consumado ese delito ficticio y finalmente Estrellita se convirtió en una especie de ángel redentor que unía a la gente y lo purificaba todo", se congratula reconfortado.
Más allá de los temas a que se arriesga el teleteatro, Marta González le atribuye una función social positiva: "Siempre triunfan los buenos". "Pero hasta que triunfan pasan tantas cosas", se escandaliza Santa Cruz.
El adulterio, las drogas, la delincuencia juvenil, los hijos naturales —"del crimen no se habla", observa Elsa Martínez— son los temas considerados tabú por el CONART. Ocurre que los teleteatros diarios llegan a las pantallas hogareñas entre las 14 y las 19.30, y por lo tanto son accesibles aun para los párvulos menos trasnochados.
Mientras algunos libretistas se contentan con violar la Ley 15460 (de protección al menor) hasta las 22 horas, sólo con inofensivas alusiones verbales, otros imaginan escenas que deberían suscitar la ira de los más púdicos. Delia González Márquez, aún invicta frente al quisquilloso CONART, proyectaba, la semana pasada, incluir en el transcurso de los próximos capítulos de Muchacha italiana... lo que ella supone son "algunas escenas fuertes".
Libretistas y actores coinciden en que se pueden tocar casi todos los temas, depende de cómo se lo haga.
El martes pasado, concluida una de las grabaciones rutinarias, Marta González fue sometida por parte del público que formaba extensa cola a las puertas de Canal 9, a un heterogéneo petitorio. Casi todos la nombraban "Estrellita" y, como tal, le pedían desde una casa hasta el número del colectivo que podría llevarlos a Canal 13. Compungida ante tanta promiscuidad, la diva exhaló: "¡Pero creen que soy Eva Perón!" Es que los papeles jugados ante las cámaras y la pavorosa incapacidad de un determinado sector del público para discernir entre lo real y lo fantástico, le regalaron a Marta una aureola de hada todopoderosa. La identificación actor-personaje es un hecho irrefutable.
"Una noche, mientras asistía a una representación de Extraña pareja en el Astral, una mujer se acercó y me dijo: No lo quiera tanto, mirándolo a Rodolfo Beban que interpretaba su papel en el escenario. A mí me pasó lo mismo y él ahora está en Europa y yo aquí, sola." La receptora de aquella prevención era Irma Roy, que en esos momentos encarnaba por Canal 9 a Lidia Morelli, amante de un joven político en ascenso (Bebán), en Cuatro mujeres para Adán, de Nene Cascallar.
Años más tarde, convertida en la heroína de Simplemente María (Canal 13), la Roy recibía cálidas felicitaciones por "la suerte de haber tenido una nena siendo madre de un varón ya crecidito". Su maternidad fue real, pero ese hijo que le atribuían por la calle, era el imaginario que María había tenido el valor de alumbrar pese a su juventud y soltería. "Pero semejantes equívocos no sobreviven al personaje", dice Roy, previo aleteo de pestañas.
"Algunos directores conducen sus teleteatros sin darles mayor importancia, porque los consideran algo rutinario. Yo, por mi parte, me esmero en la realización de una tira diaria tanto como si se tratara de un programa especial." Vencida su parquedad, Enrique Barbé, 32, director del único folletín (Una cualquiera, de la Cascallar), suministrado por el Canal 11, enuncia algunas acusaciones bastante generalizadas: "No sé cómo trabajan los demás, pero puedo esbozar una lista de limitaciones que acaso expliquen la chatura común de esas realizaciones".

CONFIDENCIAS Y ALGO MAS
La lista incluye: "Hay una tolerancia de tres horas y 50 minutos para completar un capítulo. En ese escaso tiempo se concretan dos ensayos y la grabación con dos cámaras. Excederse de ese lapso, significa un aumento de los costos. Se trabaja en el piso, o sea, sin posibilidad de rectificaciones o refinamientos. Algunos libretistas —Nené es la excepción— entregan los libretos sobre la hora, cuando los actores apenas si pueden memorizar la letra". De ahí se deduce el predominio del apuntador, a quien se escucha aun en los momentos de mayor tensión dramática.
El asesor del 13, Santamaría, que es también "director integral" (pone en escena y, a la vez, guía a las cámaras), enuncia una hipótesis digna de crédito, basada sobre el desconocimiento, por parte de los autores de teleteatros, de las exigencias del medio. "En todo libreto —suspira— existen dos columnas: en la izquierda van los parlamentos; en la derecha —algo que muchos olvidan— existe la obligación de indicar los planos y los desplazamientos de los actores. De la ausencia de estas indicaciones brota el estatismo que se advierte en la mayoría de las tiras."
En una palabra: realmente, se escribe radioteatro, un pecado del que tampoco están exentos, por lo general, los programas cómicos de la televisión. Pero, ¿a quién le preocupa esto? El avieso propósito subliminal podría muy bien ser que se pueda seguir la trama sin necesidad de ver la imagen, una aberración que la indeclinable Irma Roy enuncia en estos términos: "A veces, cada personaje y hasta cada decorado que se repite, tiene su leit-motiv musical, y esto le permite al ama de casa ubicar la acción sin dejar de atender sus tareas cotidianas". Las únicas que podrían quejarse serían, precisamente, las destinatarias de estas ingenuas catástrofes; y por el momento no parecen estar nada dispuestas a hacerlo. Tampoco los chicos, víctimas indirectas, aunque a menudo complacientes, de tantas lágrimas ficticias.
Ilda Barbot

 

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