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crónicas del siglo pasado

 

El terrorismo en Argentina
escribe Jerónimo Jutronich
1960

EL COMUNICADO oficial del sábado 2 de abril dando cuenta del resultado de las investigaciones efectuadas después de hecha efectiva la aplicación del Plan Conintes para detener la ola de terrorismo, y la revelación de haberse registrado en el país más de 15.000 actos intimidatorios desde la intentona contrarrevolucionaria del 9 de junio de 1956, justifica echar una mirada al fenómeno terrorista y a algunas de sus manifestaciones más salientes.
Omitiendo detalles suficientemente proporcionados por la prensa diaria, vale la pena hacer una referencia al desarrollo del terrorismo y de su pariente cercano el crimen político, que aquí, como en otros países americanos, han dejado de ser, como lo eran en el pasado, sucesos aislados, manifestaciones de disconformidad, para transformarse en una verdadera empresa política que en el caso de la Argentina aparece manejada —según el recordado comunicado oficial de Conintes— por elementos peronistas y comunistas que se titulan dirigentes gremiales, que actúan en funciones directivas en los gremios y tienen una activa participación en este movimiento.


Revistero

 



reconstrucción de la muerte del teniente coronel Héctor Varela en 1923, a pocos días del crimen


Ramón Falcón (tercero a la derecha), jefe de policía de la ciudad, mientras presenciaba la manifestación obrera del 1º de mayo de 1908 en una época de auge del terrorismo anarquista


dibujo que reconstruye el atentado cometido en febrero de 1908 contra el presidente Figueroa Alcorta, cuando Solano Regis arrojó un bomba con la mecha encendida pero que no alcanzó a explotar

 

 

DESARROLLO DEL TERRORISMO EUROPEO
El terrorismo organizado como recurso político en gran escala es un fenómeno relativamente moderno que alcanzó vastas proyecciones en Europa en el último cuarto del siglo pasado y buena parte de lo que va del presente. La historia rusa anterior a la implantación del régimen comunista está repleta de episodios de esta naturaleza.
El terrorismo anarquista europeo moderno, trasplantado después a América, se alimento ideológicamente de manera principal en los escritos y discursos de Miguel Bakunin, definido alguna vez como el "apóstol" del anarquismo, y de Pedro Alexievich Kropotkin. Bakunin fundó en Suiza una Internacional. Preconizaba el ateísmo, la abolición de clases e igualdad de sexos, la propiedad en común de la tierra, la desaparición de todos los estados y sociedades. Murió en 1876. Kropotkin, que había nacido príncipe ruso, predicó la revolución y puso fuego en la inspiración anarquista de una generación de escritores reformistas. Volvió a Moscú en 1917 y murió en 1921.
Con el auge del anarquismo, una ola de sangre se lanzó sobre las testas coronadas y las familias reinantes europeas. Hubo cientos de atentados, muchos fatales. La ola también alcanzó a presidentes y ministros de regímenes republicanos.
La lista de atentados registrados es muy vasta. Algunos tuvieron efectos catastróficos, como el de Sarajevo, capital de Bosnia, ejecutado el 28 de junio de 1914 por terroristas servios con la tolerancia del gobierno. Después de salvarse de una bomba, el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono de Austria, y su esposa, fueron asesinados a tiros por Gavrilo Princip. El crimen desencadenó la primera guerra mundial (1914/1918) en la que murieron 8.500.000 hombres y otros 21.000.000 resultaron heridos. Durante ese conflicto estuvieron en armas 65.000.000 de hombres y sólo el 8 por ciento de la población mundial pudo mantenerse neutral.
Humberto I de Italia, ileso de varios atentados anteriores, fué asesinado a tiros por el anarquista Cayetano Bresci, cuando salía del Liceo de Monza. Bresci declaró: "Obré por odio a la monarquía".
Después de Humberto I, fueron cayendo en Europa los reyes Alejandro de Grecia y la reina Draga, con varios ministros y miembros de la familia real (11 de julio de 1903); Carlos, de Portugal, y su heredero Luis Felipe (1 de febrero de 1908; Jorge I, de Grecia (18 de marzo de 1913) y grandes duques, ministros, generales, gobernadores y políticos. El 9 de octubre de 1934 morían asesinados en Marsella el rey Alejandro de Yugoslavia y el ministro francés de relaciones exteriores Jean Louis Barthou, comprobándose que el autor del atentado, un macedonio de nombre Vlado Chernozensky, era miembro del grupo de "ustachis" organizado por Pavelich y que tenía conexiones con autoridades italianas y húngaras. Dos años antes de esto, Paul Gougoloff había matado a tiros (6 de marzo de 1932) al presidente de Francia, señor Paul Doumer, por afán de sensacionalismo.
A fines del siglo anterior, el terrorismo europeo había señalado su acción con docenas de crímenes políticos, contándose como los más graves los asesinatos del presidente francés Sadi Carnot (24 de junio de 1894) y del zar Alejandro II, de Rusia (13 de marzo de 1881, en San Petersburgo). Ambos fueron atentados anarquistas. Catorce años antes, Alejandro II se había salvado del atentado cometido por el joven polaco Berezowski, cuando el zar visitaba al emperador Napoleón III, en junio de 1867, en París.
ESPAÑA, TIERRA FÉRTIL PARA EL TERRORISMO
El terrorismo ganó prácticamente toda Europa, si bien se agudizó en algunos países en los que, como España, halló terreno más fértil.
La historia del terrorismo español es una de las más extensas. Desde el asesinato del general Prim (26 de diciembre de 1870) hasta la muerte violenta de Calvo Sotelo (13 de julio de 1936) la serie sangrienta abatió a tres jefes de gobierno (Cánovas del Castillo, en 1897; Canalejas, 1912; Dato, 1921) sin contar a personajes menores que cayeron en atentados casi todos gestados por anarquistas.
Sin embargo, el suceso que más conmovió a la opinión mundial fué el intento de asesinato ejecutado '"por Mateo Morrals contra el rey Alfonso XIII y su consorte el día (31 de mayo de 1906) en que el monarca se casaba con la princesa inglesa Victoria Eugenia de Battenberg. Los reyes resultaron ilesos, pero la bomba causó muchas víctimas entre la muchedumbre que presenciaba el paso de aquellos.
Morrals era un anarquista fanático y hombre —según los médicos que lo examinaron— de fina sensibilidad. Una cuidadosa investigación reveló que cometió el atentado para impresionar a Soledad Villafranca, de la que estaba enamorado. Soledad, a su vez, estaba enamorada de Francisco Ferrer, el famoso revolucionario español, fusilado en 1909, por imputársele la organización de una rebelión militar contra la monarquía. La ejecución de Ferrer provocó una agravación en el terrorismo en todo el mundo, que repercutió en la Argentina, como se verá.
Los problemas creados por los delitos políticos originaron un tipo especial de legislación represiva. Desde el punto de vista científico la cuestión comenzó a estudiarse en el Primer Congreso de Antropología Criminal reunido en Roma en 1885, donde se debatieron con bastante ardimiento las conclusiones aportadas por Lombroso y Laschi. Según Lombroso y Laschi, delito político es "toda lesión violenta del derecho constituido por la mayoría para el mantenimiento y el respeto de la organización, política, social y económica que esa mayoría quiere".
La aparición del auge del fascismo, el nazismo y el comunismo provocó en Europa un intenso rebrote del crimen político con episodios de dramáticas repercusiones, tales como el secuestro y asesinato de Giacomo Metteotti (10 de junio de 1924), la muerte del canciller alemán Walter Rathenau (24 de junio de 1924), la del canciller austriaco Dolffuss (25 de julio de 1934), la del protector de Bohemia-Moravia, Reinhardt Heydrich (27 de mayo de 1942), que provocó el arrasamiento de Lídice y la muerte de centenares de checos inocentes. Hubo millares de agresiones parecidas. Benito Mussolini, por ejemplo, ejecutado por Violeta Gibson (7 de abril de 1926). Mussolini se salvó y la mujer, defendida por el famoso penalista Enrique Ferri —el creador de la sociología criminal-—, logró que la justicia italiana admitiese que la agresora sufría locura homicida. Fue uno de los mayores triunfos jurídicos de Ferri.
El problema irlandés originó, por su parte, el terrorismo en la propia Irlanda y en Inglaterra.
TERRORISMO Y CRÍMENES POLÍTICOS EN AMÉRICA
El continente americano no se salvó, desde luego, de la ola terrorista. Por el contrario, fue un elemento nuevo que venía a complicar la tradición de crímenes políticos que desde los tiempos de la colonia caracterizaron ciertos períodos turbulentos de la mayor parte de los países de esta parte del mundo.
Tres presidentes norteamericanos murieron asesinados. A Abraham Lincoln lo mató (1865) un fanático esclavista de la causa del Sur llamado John Wilkes Booth, actor brillante hasta poco antes del atentado, que, preparó cuidadosamente con dos cómplices —Payne y Atzerot—. Antes del crimen, Booth redactó un artículo periodístico para publicar después del atentado. James A. Garfield cayó por la agresión (1881) del fanático religioso Carlos Guiteau, de la llamada "Comunión de Oneida", que predicaba el amor libre y el socialismo. En 1901, una oscura conjuración armó el brazo de León Czogosz para matar a William McKiinley, considerado el primero de los presidentes "imperialistas" de la Unión, puesto que durante su gobierno se declaró la guerra a España por Cuba y se operó la dominación norteamericana sobre las Filipinas, Hawai, Puerto Rico, etc.
La revolución mejicana fue pródiga en fusilamientos y tras la caída de Porfirio Díaz, generosa también en asesinatos políticos: Francisco Madero, José Pino Suárez, Belisario Domínguez, Emiliano Zapata, Venustiano Carranza, Pancho Villa, Alvaro Obregón. . .
El crimen —generalmente inspirado en el afán de predominio y muy pocas veces en auténtica pasión política— se conoció en Paraguay, Uruguay, Argentina, Bolivia, Perú, Ecuador, Panamá, Venezuela... En Uruguay, el mismo día en que caía del gobierno y era asesinado Venancio Flores, otro crimen abatía al ex presidente Bernardo Prudencio Berro.
Treinta años más tarde, corría la misma suerte Juan Idiarte Borda.
A veces crímenes políticos como los que ocasionaron las muertes de Sandino, en Nicaragua, o Gaitán, en Colombia, provocaron gravísimas convulsiones internas o facilitarla el ascenso de férreas dictaduras.
De todas las naciones americanas, Bolivia es la que ostenta el mayor número de ex presidentes muertos violentamente. La serie se inició con el asesinato de Manuel Isidro Belzu, ejecutado de propia mano por Mariano Melgarejo, a quien había derrocado y al que sucedió en el gobierno. Melgarejo murió asesinado por una mujer. Después cayeron Agustín Morales, Hilarión Daza y Gualberto Villarroel. La muerte de Germán Busch, que firmó el tratado de paz del Chaco, sigue siendo hasta hoy un insondable misterio.
EL ANARQUISMO Y LA LEY DE RESIDENCIA
Desde el asesinato de don Justo José de Urquiza y varios de sus hijos, ocurrido hace exactamente noventa años en el Palacio San José, se registraron en la Argentina por lo menos seis atentados contra presidentes de la Nación, y es curioso que el ejecutado con el arma más primitiva —una piedra— fue el que tuvo consecuencias más graves.
El 23 de agosto de 1873, Francisco Guerri, que había recibido para ello diez mil pesos, intentó asesinar a Domingo Faustino Sarmiento con un disparo de trabuco cuando el presidente pasaba por la esquina de las calles Corrientes y Maipú. El crimen fracasó.
En mayo de 1886, al dirigirse al Congreso para inaugurar el último período de sesiones de su primera presidencia, el general Julio A. Roca resultó gravemente herido por una piedra que le arrojó Ignacio Monjes. El agresor, condenado a diez años de prisión, era un enfermo, epiléptico, sin ninguna ilustración, sugestionado por la creencia de que alguien le había inoculado "salvar al país" eliminando a Roca.
El presidente Quintana se salvó en agosto de 1905, porque el revólver con que intentó atacarlo Salvador Planas y Virella no disparó. El agresor intentó, también sin resultado, suicidarse. Tenía 29 años y era anarquista. Culpaba al presidente del malestar de la clase obrera.
Francisco Solano Regis, anarquista de 21 años, arrojó en febrero de 1908 una bomba contra el presidente José Figueroa Alcorta. La mecha comenzó a arder pero la bomba no explotó. Regis era hombre bastante ilustrado, fanatizado por la literatura anarquista.
El 9 de julio de 1916, mientras presenciaba un desfile militar desde la Casa de Gobierno, el presidente Victorino de la Plaza fue atacado a tiros por Juan Mandrini, sin ser alcanzado.
Hipólito Yrigoyen se salvó en diciembre de 1929 del intento cometido por Gualterio Marinelli, un anarquista de aspecto reposado y tranquilo que proyectó minuciosamente la operación para lo cual había alquilado una casa a dos cuadras de la residencia del presidente en la calle Brasil. Marinelli atacó a tiros al presidente y resultó muerto cuando la custodia policial repelió la agresión. Dos policías quedaron heridos y se los sometió a proceso por la muerte de Marinelli, siendo luego absueltos.
Los "años culminantes" del terrorismo anarquista en Buenos Aires fueron, no obstante, los últimos de 1800 y los primeros 10 de este siglo. Terroristas y agitadores habían conseguido dar tono violento y a veces revolucionario a las huelgas de entonces, agravadas siempre por torpes represiones o el desconocimiento de justos reclamos de los trabajadores. En ese período ocurrió el atentado contra el coronel Falcón y en ese clima se gestó la ley número 4144, llamada de Residencia de Extranjeros o, simplemente, de Residencia. Esta ley tuvo efectos contrarios, pues no sirvió para atenuar la ola de atentados terroristas y proporcionó un arma efectiva de propaganda para los agitadores que tomaron bandera de su derogación.
LA HUELGA DE 1902 Y UNA LEY HECHA EN UN DÍA
La Ley de Residencia, otorgando al Poder Ejecutivo atribuciones para expulsar extranjeros perseguidos por crímenes o delitos comunes o bien para impedirles su entrada en el país se sancionó el 22 de noviembre de 1902 bajo la presión de una huelga general. El proyecto del senador Cané había dormido dos años. Resuelta la huelga, la ley tuvo sanción en las dos cámaras, promulgándose antes de las 24 horas. Al informarla, el senador Pérez afirmó que con ella se trataba de salvar la tranquilidad social comprometida por movimientos subversivos "que no son los movimientos tranquilos del obrero trabajador que busca en la huelga el medio de satisfacer justos anhelos". Cané la apoyó diciendo que ningún país civlizado renuncia a la preciosa prerrogativa de expulsar indeseables, revelando que muchos de los anarquistas más peligrosos habían permanecido en Buenos Aires hasta reunir el dinero necesario para seguir atentando en Europa. "No quiero que aquí —dijo— se forjen las armas que han de atravesar el corazón de una mujer como la emperatriz de Austria, o romper corazones tan nobles como el de Humberto de Saboya".
Sancionada la ley, pronto quedó comprobada su inoperancia para detener la marcha del terrorismo anarquista. Hay que puntualizar "terrorismo anarquista", porque no se ejercitaba otro, como en el presente. La ley, entretanto, fue ejercitada con más o menos vigor y originó una gran campaña acabada con la sanción de la número 14.445 (27 de junio de 1958), que la dejó sin efecto.
Volviendo a 1902, los atentados con bombas continuaron y así llegó 1909, año víspera del Centenario de Mayo, con un aumento de los atentados y con la agresión y muerte del coronel Falcón, jefe de policía de la ciudad de Buenos Aires, quien "sabía" que ése era su destino.
ASESINATO DE FALCON Y LARTIGAU
El coronel Ramón L. Falcón había sido designado jefe de policía de la Capital Federal por considerar el gobierno —dice Ramón Cortés Conde, historiador de la policía— necesaria "una persona de reconocida energía que supiera poner coto a los excesos de orden social que amenazaban la tranquilidad pública". Falcón conocía de cerca el terrorismo y el crimen político, pues había estado en Entre Ríos para sofocar la sublevación de López Jordán, durante el cual asesinaron a Urquiza.
Falcón asumió la jefatura en 1906 y comprobó la ineficacia de la Ley de Residencia, proponiendo modificaciones substanciales. "Ley de circunstancias, con un tinte político bien definido —explicaba—, dictada en ocasión en que el anarquismo, con su cohorte de agitadores turbulentos, tomó arraigo en este pueblo, difundiendo la alarma entre las clases conservadoras... no constituye un instrumento de defensa social". Dos meses antes de su asesinato señalaba la decadencia del anarquismo y, al mismo tiempo, la creciente actividad de los anarquistas. Simultáneamente, recibía advertencias y amenazas. Las bombas seguían estallando con cierta periodicidad y una huelga de inquilinos complicó el panorama. Una afortunada intervención impidió en noviembre de 1909 que una bomba colocada por el anarquista Pablo Karachini hiciese volar la capilla del Carmen, como acto de protesta por la ejecución de Ferrer en España.
El 14 de noviembre de 1909, Falcón y su secretario privado Juan Alberto Lartigau, de 20 años, salieron en coche de la Recoleta hacia el domicilio del primero, a mediodía. En Callao y Quintana los alcanzó un hombre que corría tras el coche. Arrojó un pequeño paquete e inmediatamente se produjo la explosión de la bomba. Falcón y Lartigau vivieron pocas horas más; el cochero no sufrió daños. El agresor, detenido, se encerró en hosco mutismo luego de una tentativa de suicidio. El mismo día se decretaba el estado de sitio. Hubo desórdenes y tentativas de asalto contra la "Protesta".
Después se supo que el agresor era Simón Radowitzky. No tenía antecedentes policiales. Más tarde se comprobó que era menor de edad y eso lo salvó de la pena de muerte. Era anarquista, hacía un año de su llegada al país y aquí alcanzó a capitanear un grupo terrorista denominado "Burevensky".
En 1910 se lo condenó a penitenciaría por tiempo indeterminado, no tardando en transformarse en una especie de símbolo de las luchas por las reivindicaciones sociales. Pedidos de indulto se formularon cientos de veces, hasta que el presidente Yrigoyen acordó la conmutación de su pena por la de destierro el 14 de abril de 1930. Radowitzky había permanecido preso 20 años y al abandonar el país fijó residencia en Montevideo.
La fiebre anarquista decreció luego del año del Centenario y posteriormente acuso frecuentes recidivas que alcanzaron su máxima gravedad alrededor de las crisis sociales que acompañaron algunas etapas de la primera presidencia de Yrigoyen, tales como la tan recordada Semana Trágica (enero de 1919). Los preliminares de la ejecución de Sacco y Vanzetti, ocurrida en los Estados Unidos en agosto de 1927, provocaron una ola de protestas y atentados. Se afirmaba que los dos anarquistas italianos no eran los verdaderos autores del asalto y asesinato que los llevó a la muerte o, por lo menos, que no estaba bien probada su participación en tal hecho.
En 1930 se produjo un reagravamiento del terrorismo, que el gobierno de Uriburu persiguió enérgicamente. Además del terrorismo anarquista 
declinante, estaban los estallidos que no tenían otro objeto que expresar disconformidad con el régimen que interrumpió el juego normal de las instituciones republicanas argentinas.
LA BANDA DE SEVERINO DE GIOVANNI
Es difícil definir las fronteras del terrorismo llamado "ideológico" de la delincuencia simple, pero la experiencia argentina en la materia demuestra que aquí, como en otros países, ambas se confunden con frecuencia. Muchos fanáticos del anarquismo acabaron su carrera como jefes de bandas de asaltantes que cultivaron cuidadosamente el odio a la policía y a los delatores entre sus secuaces.
Entre los grupos que en el pasado reciente de la Argentina alcanzaron máxima notoriedad, el primer puesto corresponde a la banda encabezada por Severino De Giovanni y liquidada en 1931.
De Giovanni había venido de Italia inflamado de fervor anarquista. Aquí intervino en una gran cantidad de atentados terroristas y se mezcló en cientos de los tumultos y manifestaciones producidas con motivo de la ejecución de Sacco y Vanzetti. Hizo estallar bombas en la sede del consulado italiano, en la casa de un teniente coronel italiano llamado Enrique Afeltra, que vivía en Buenos Aires, en los edificios de los Bancos City y Boston. "Financiaba" su acción terrorista —según lo explicó antes de morir fusilado— ejecutando asaltos a mano armada. Independientemente, hacía justicia propia contra adversarios ideológicos o supuestos delatores. A Julio Montaña y Emilio López Araujo, ambos anarquistas y el último director del diario anarquista "La Protesta", los asesinó por considerarlos confidentes de la policía. En Montevideo mató a un dirigente comunista de quien ni siquiera recordaba el nombre y en Rosario intentó eliminar a un alto funcionario policial santafesino. hiriéndolo gravemente. Con el dinero obtenido en robos y asaltos, la banda instaló una imprenta en Burzaco, establecimiento con que enmascaraba sus verdaderas actividades. La imprenta se convirtió en un verdadero arsenal, con armas modernas y elementos para fabricar bombas.
Uno de los principales auxiliares de De Giovanni era Paulino Scarfó, miembro de una familia con cierta tradición anarquista, pero en la cual la fiebre política no había alcanzado a todos. Uno de los Scarfó había hecho estallar una bomba en la Catedral. Paulino Scarfó, a su vez, colocó una bomba en la estación Once del subterráneo, que al explotar causó víctimas y grandes daños materiales. Esta bomba ocasionó, en definitiva, la pérdida de la banda de De Giovanni.
FUSILAMIENTO DE DE GIOVANNI Y SCARFÓ
Como ocurría con casi todos los anarquistas de entonces, Scarfó había empezado como un romántico de esa ideología. Soñaba con una sociedad mejor, sin clases.
Para su desgracia, Scarfó conoció a De Giovanni y éste consiguió fanatizarlo primero y después convencerlo de intervenir en algún "asunto" para reunir fondos destinados a "difundir sus ideas". En poco tiempo, Scarfó estaba metido hasta el cuello, aunque alguna vez intentó escapar a la influencia de De Giovanni.
Así las cosas, cuando estalló la revolución del 30 de septiembre de 1930 y se produjo el atentado terrorista en la estación Once, el problema policial de la banda de De Giovanni tenía decidida prioridad.
Muy escurridizo, resuelto y con un valor a toda prueba, De Giovanni consiguió burlar el cerco policial y protagonizó una dramática huida en el centro norte de la ciudad. Días más tarde, la delación de otro anarquista puso a la policía en la pista del cuartel de la banda en Burzaco. La imprenta-arsenal fue cercada y hubo un tiroteo. Murieron dos agentes policiales y dos bandoleros. De Giovanni y Scarfó detenidos. Scarfó intentó sin resultado desviar la atención simulando hallarse muerto. Esto ocurría a fines de enero de 1931.
Por imperio de un bando dictado por el gobierno del general Uriburu, regía entonces la pena de muerte para los delitos de resistencia y agresión a mano armada contra la autoridad. En consecuencia, De Giovanni y Scarfó comparecieron ante consejos de guerra especiales. Contra los dos se dictaron penas de muerte por pelotones de fusilamiento.
A Severino De Giovanni lo ejecutaron el 1º de febrero de 1931, en la Penitenciaría Nacional. Antes de recibir la descarga gritó:
—¡Viva la anarquía!
En favor de Scarfó —ejecutado al día siguiente— parecían mediar ciertos atenuantes y dos hermanos que lo visitaron antes de la ejecución, que no eran anarquistas, le rogaron que pidiese clemencia.
—No —contestó Scarfó—. Un anarquista jamás pide perdón.
Dos finales de apariencia heroica muy buenos para provocar cosquilleos de emoción primaria, pero no suficientes para mitigar el recuerdo del turbio trasfondo de delaciones, crímenes y robos por el que acababan de pasar.
BOMBAS ANTIPERONISTAS Y BOMBAS PERONISTAS
Aunque esporádicamente estalló alguna bomba, hubo relativa calma hasta la segunda guerra mundial. Establecido el gobierno militar con la revolución de junio de 1943, las explosiones de bombas y petardos volvieron a hacerse frecuentes. Eran —según se explicaba en la prensa clandestina— medios para probar que la oposición seguía atenta y firme contra el régimen. Con Perón en el gobierno, los estallidos se multiplicaron en tal forma que para impedir el desaliento peronista, la policía dejó de proporcionar información de la mayor parte de ellos. Por lo demás, la reorganización dispuesta por Perón quitó a la policía el control sobre el problema terrorista que entró en la categoría decretos, por lo cual se ignora la cifra aproximada de los atentados registrados, sabiéndose que sumaban cientos cada año. Se sabe igualmente que muchas de las bombas de entonces las hicieron estallar adictos por orden de Perón a fin de justificar medidas represivas cada vez más severas. Así ocurrió el 1º de mayo de 1953, con las bombas que explotaron mientras Perón hablaba desde la Casa de Gobierno, horas antes de que fuesen saqueados e incendiados el Jockey Club y sedes de partidos políticos. (Detalles de la investigación practicada por el gobierno de la Revolución Libertadora pueden verse en el "Libro Negro de la Segunda Tiranía", páginas 227 a 233). Ese día Perón amenazó a sus adversarios con "la más grande hoguera que haya encendido la humanidad hasta nuestros días". Para Perón, los terroristas eran "traidores del pueblo, perturbadores del orden y personeros de intereses enemigos de nuestra Nueva Argentina" (Carta al jefe de la policía federal, mayo 4 de 1953).
La idea de un atentado constituía la gran obsesión de Perón. En el Plan Político de 1952 estaba previsto que "al atentado contra al presidente de la Nación, hay que contestar con miles de atentados" (textual).
Producido el derrocamiento de Perón, el terrorismo cobró nuevo impulso, adquiriendo el carácter de una vasta empresa organizada para el sabotaje y la destrucción. Detenciones practicadas y secuestros realizados entre 1955 y 1958 hicieron afirmar a las autoridades que los planes se ajustaron a instrucciones emanadas de Perón. Por lo demás, mientras el viejo terrorismo anarquista limitaba prácticamente su acción al Gran Buenos Aires y Rosario, ahora el terrorismo organizado abarca todo el país, a veces asociado con el asalto y el robo. Por ejemplo, una banda detenida a fines del año pasado en la provincia de Buenos Aires, (Integrantes: Juan Sanabria. Marcos Aguilera, Oscar Giménez) venía actuando desde 1956 alternando la colocación de bombas con el asalto; la suma de delitos acumulados en tres años fue de alrededor de 400, robando algo más de tres millones y medio de pesos; el grupo cobraba 5.000 pesos por cada bomba que estallaba y tiene en su haber el atentado contra el viaducto Sarandí. El caso de esta banda es uno entre muchos, y puede mencionarse, de paso, que su jefe es, según la policía provincial, un militante comunista vinculado a un misterioso personaje que haría las veces de enlace con uno de los comandos peronistas de subversión. Debe insistirse en que estas presunciones surgen de la información policial, proporcionada antes del decreto poniendo en vigencia el Plan Conintes. El contraste entre el viejo terrorismo anarquista y las manifestaciones terroristas actuales resulta más evidente aun en los ensayos practicados para poner en acción grupos de guerrilleros en ciertas zonas del nordeste del país. El del "comandante Uturunco" es uno de estos grupos. El éxito de los guerrilleros cubanos en la Sierra Maestra habrá encendido muchas imaginaciones.
NOVIAZGO BREVE Y RECRUDECIMIENTO DEL TERRORISMO
El breve noviazgo del radicalismo intransigente que siguió al discutido pacto Frondizi-Perón y la vigencia de la política integracionista inaugurada el 1º de mayo de 1958 por el presidente constitucional alivió un tanto la presión terrorista, para recrudecer con renovada intensidad al producirse la ruptura de Frondizi con los grupos peronistas y comunistas que lo apoyaron facilitando su ascenso al gobierno.
En 1959 el problema del terrorismo, como hace cincuenta años, volvió a figurar entre las primeras preocupaciones del gobierno.
Ahora, en lugar de dictar una ley de emergencia, se procuró una reforma del Código Penal (artículos 211 y 212) y a tal fin el Poder Ejecutivo elevó al Congreso (31 de julio de 1959) un proyecto aumentando las sanciones y suprimiendo, para los casos de terrorismo e intimidación, los beneficios de la excarcelación. Con algunas modificaciones, el proyecto fue sancionado por el Senado (6 de agosto) y reformado por la Cámara de Diputados (sesiones del 1º y 11 de diciembre) volvió al Senado que aceptó (5 de febrero de 1960) un poco a regañadientes la sanción de Diputados.
Es innecesario recordar que la reforma del Código Penal no modificó el panorama del terrorismo, lo que confirmaría, una vez más, la exactitud de la apreciación del diputado Carlés durante el breve debate de la Ley de Residencia, cuando al oponerse a su aprobación sostenía la conveniencia de proceder con más energía, más virilidad, más acción, por parte del gobierno.
Hay una pregunta que todos se formulan: ¿Cuántos atentados se han cometido en los últimos meses?
Esto es, en verdad, un misterio, fuera de los organismos oficiales encargados de la investigación y represión del terrorismo, si bien una idea aproximada se obtiene de la observación de un cuadro estadístico publicado en el Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores por pedido del senador Bartolomé Pérez. Según ese cuadro, el conjunto de delitos y atentados clasificados como terroristas registrados durante los meses de mayo, junio y julio de 1959 sumó 109 casos con todos sus autores prófugos. En el Gran Buenos Aires y zonas de influencia estallaron, se descubrieron bombas o petardos o se intentaron atentados similares en 93 casos, siendo detenido uno sólo de los autores, debido al hecho, ocurrido en La Plata, de que la bomba estalló antes de tiempo, hiriendo al terrorista. Otros 81 casos hubo en el interior del país, con detenciones relativas a sólo tres de ellos.
En números redondos, pues, puede hablarse de 300 casos de terrorismo en el trimestre, lo que hace un promedio de 100, o sea algo más de tres atentados por día. Pero la realidad del fenómeno se agrava si se recuerda que de julio al presente la acción terrorista se intensificó al extremo de que el gobierno creyó indispensable poner en vigencia el Plan Conintes, instrumento de excepción que pone en manos de las fuerzas armadas poderes de represión prácticamente ilimitados. Entretanto, el temor al Plan Conintes parece haberse debilitado, como lo probarían las explosiones de bombas ocurridas en los primeros días del mes de abril, que también deben computarse entre los atentados más graves de la temporada. En definitiva, la repetición de atentados aporta nuevas confirmaciones de que la solución del problema terrorista no estaría en la sanción de leyes represivas, sino en la vigilancia sostenida y en la organización de amplios servicios de inteligencia que, consiguiendo infiltrarse en el corazón mismo y en las riñonadas de los grupos terroristas, permitan concertar con tiempo las medidas preventivas.
Este cuadro, al que seguramente se pueden sumar otros cientos de casos más recientes, ofrece ribetes aterradores. Si las autoridades revelasen la totalidad e intimidad de la estadística, es seguro que la población tomaría conciencia más firme del problema. Los hechos aislados que trascienden por su magnitud dicen mucho menos que el conjunto de atentados minúsculos, reveladores de la existencia de la empresa terrorista, que ahora no la forman anarquistas disolventes y románticos, sino hombres apresurados por apetitos y rencores.
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04/1960