Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

TC ULTIMO MODELO

Todos dicen lo mismo: "Yo soy normal". Lo son, efectivamente, mientras no se enfundan en un caparazón de plástico y aluminio que los proyecta a la frontera de la alucinación. Entonces, una telaraña los aprisiona y ya no piensan en nada rutinariamente cotidiano. Los actos pequeños mueren. Nace algo indefinible, una sensación sin palabras, algo que va más allá de la ansiedad, tenso, casi patológico. Y ya no hay voces para explicarlo. Sólo la piel es la que habla. Esquemáticamente, como si fuese un lenguaje telegráfico de las emociones, todos también repiten lo mismo: "Yo corro porque me gusta". Parecen chicos desarrollados sólo físicamente.
El cosquilleo del vértigo es una de las cosas que no podrá ser incorporada a un diccionario por un concilio de académicos. Quizá Juan Manuel Bordeu, volátil, ausente, como envuelto en una contagiosa capa de sueño, sea el que mejor encasille ese estremecimiento: "Correr es una sensación extraña. Al bajar del auto, uno quiere a las cosas de otra manera. Con más fuerza, más intensamente". En esa pasión sin grados, porque todos burbujean en un único punto de ebullición, se gestó el estruendoso mundo del TC, un mundo en el que también todos se confunden porque todos tienen miedo. "El que lo niegue —confía el aluvional Carlos Alberto Pairetti— es un mentiroso. A mí me tiemblan las piernas; parecen dos flanes antes de que me bajen la bandera." Unos —Jorge Cupeiro— sienten unos incontenibles deseos de orinar y otros —Carlos Alberto Lole Reutemann— aprietan dolorosamente sus quijadas y enmudecen. El pánico escénico, en el que hay dos grandes y opuestos protagonistas —la vida y la muerte—, dura, sin embargo, lo que tarda en abatirse la bandera que los lanza hacia una incógnita, hermanados por una misma pasión o por un mismo desequilibrio, como una cofradía que practicase ritualmente la angustiosa liturgia del escalofrío.
Entre un revoltijo de compases, escuadras y pantógrafos, los diseñadores aguzaron su imaginación en un año, este de 1968, en que la meta tenía un solo término; vértigo. Las puntas de sus lápices volaron como si horadasen la chata diagramación de los circuitos. La historia actual tiene un antecesor que casi se confunde con ella: 1967. Entonces, el domingo 26 de febrero, en la Primera Vuelta de San Pedro, una marca argentina conmovió el ambiente tuerca con el triunfo en su primera carrera: Torino. Un ingeniero cordobés, ahora de 33 años, Heriberto Pronello, un torbellino ("Tengo el defecto de creer que todo el mundo debe vivir a la velocidad mía"), se había fijado hace tiempo una cumbre: fabricar un coche con "ideas Pronello" antes de los 40 años. Un extraño accidente que le afectó el corazón cuando cursaba el bachillerato ("Tuve un desprendimiento de la aorta que me producía al respirar un murmullo que llaman arrullo de paloma") lo tumbó en cama durante seis meses. La postración no fue para él una desdicha. "Jamás me desesperé —desliza—, porque mientras tuviera lápiz y papel podría soportarlo todo perfectamente. Por cierto, hacía planes de automóviles."
La inmovilidad lo trasladó, curiosamente, a un singular sistema de trabajo mental: "Mi imaginación —historia— llegó a un grado tal que yo podía determinar una estructura espacial y pasar la cañería de freno, toda entre los caños; además, poner las abrazaderas, enroscar los niples y completar todos los detalles de numerosas piezas puestas en el espacio. Nunca, hasta ahora, pude volver a realizar ese rarísimo método". Para llegar a su objetivo supremo, ese del coche con "ideas Pronello", sacrificó el confort de su familia: "En 1960 —segrega casi nostálgico— ganaba 50.000 pesos mensuales, pero en casa no teníamos ni heladera, ni cocina de gas ni de querosene; cocinábamos en calentadores de mecha. Ya ve que las cosas no son tan fáciles como la gente piensa comúnmente".
Pronello, "el mago de Villa María", se relacionó en 1966 con Industrias Kaiser. Allí encontró a un hombre prolijamente despeinado, de físico ascético, con un sentido de la vida más idealista que el suyo; Oreste Berta, ahora de 29 años, estudiante malogrado de física. De esa combinación surgió el boom Torino, un coche nacido para vencer, zaherido y silbado por la inmensa legión de Fordistas y Chevroletistas, resentidos y defraudados por un rosario de victorias del Toro: quince en total en 1967, y cuya culminación, en las manos sutiles de Eduardo Copello, aumentó la frustración de aquellos abucheadores al vencer en el Gran Premio TC y clasificarse campeón argentino en la sufrida especialidad.

Una consigna: No detenerse
Nadie se quedaba quieto. La consigna exigía un impulso imperioso: no detenerse. ¿Pero es que, acaso, alguien podía hacerlo cuando el único signo que reinaba era el de la velocidad? Habría sido un contrasentido inadmisible. El domingo 16 de julio de 1967, un coche azul agudamente perfilado, gestado por inspiración de la Ford, mordía la soberbia corona de los Torino y hacia crujir de delirio al Autódromo Municipal, en el VII Premio ACCIKA, con la conducción prolija y vigorosa de Atilio Viale del Carril, al vencer en la primera serie, por seis segundos y ocho décimas, a Eduardo Copello. Poco tiempo después, el prototipo Ford quedaría calcinado a la salida del curvón del Autódromo Municipal, con Viale del Carril lacerado por el fuego, y Oscar Cabalén, con otro prototipo Ford acechado por la fatalidad, quedaría inmolado en San Nicolás en una vuelta de práctica.
La amenaza, aun volatilizada en llamas y cenizas, golpeó el orgullo omnipotente de los Torino. El jueves 17 de agosto de 1967, en el Primer Campeonato de Turismo de Carretera, en el Autódromo Municipal, la muchedumbre volvió a derrumbarse con la aparición de un coche blanco, penetrante como una saeta, estéticamente poco seductor y que parecía un apresurado furgón de reparto: era una nueva versión del Torino, a la que se bautizó Liebre II. Su reinado volvió a extenderse hasta fines de 1967, tentacularmente. Y aquí comienza la nueva historia, esa que arrancó en el hostigamiento de aquellas dos unidades que se lanzaron a la vida con un común destino de muerte.
Como en un serum sin espectadores, un puñado de hombres volvió a sumergirse en las entrañas de los motores, y los talleres desparramaron las estrepitosas resonancias de los dinamómetros, Horacio Steven, gerente de Competición S.A., donde se habían acunado los dos destruidos prototipos Ford, volvió a desplegar su inquebrantable tenacidad sajona.
Para muchos fue un nuevo desafío al infortunio. Tal vez nunca nadie fue tan cuidadoso en evitar que se repitiese un sino que llameaba una leyenda negra. Los planos se amontonaron en el taller de Competición s.a.; los dibujantes parecían obsesionados alquimistas encorvados sobre colinas de dibujos, mientras Steven, sin implorar ayudas extraterrenas, casi balbuceaba inundado de fervor: "No, no volverá a suceder". Pairetti soportaba, entretanto, la prevención de sus amigos: "Vos sos loco, ¿cómo te animas a manejar un coche con esa historia?" Pero los brazos de Pairetti remolineaban como aspas incansables en una respuesta que desarmaba cualquier oscuro vaticinio: "Y bueno, en todo caso seré el tercero". Las entrañas del nuevo prototipo recibieron a otro huésped: un motor Chevrolet 250 pulgadas 7B, desarrollado, con el apuntalamiento de los concesionarios de la marca, por un equipo de ingenieros de la planta de General Motors (Ricardo Joseph, Jorge Del Río, Ricardo Pochat, Louis Tebodo y Ricardo Terry).

En el ruido
Cuando el domingo 23 de junio de 1968 apareció en el Autódromo Municipal, en las 250 Millas, las tribunas se estremecieron; miles de pañuelos saludaron su entrada en la pista, pero se replegaron cuando, en la vuelta 55ª, dejó de ensordecer los oídos de sus rabiosos fanáticos mientras gobernaba la carrera. Al bajar del pescante de su retumbante Trueno anaranjado, por el que había pagado 2.500.000 pesos, el rostro de Pairetti no era el de un vencido. "El coche es sensacional —barbotó—; dobla y se agarra como los dioses." Un percance mecánico lo había llevado al 23º puesto, pero, pese a todo, no era difícil hacer predicciones rosadas. Poco más de veinte días después, el domingo 11 de julio, en el autódromo cordobés Oscar Cabalén, el Trueno anaranjado postergaba al tercer lugar a la Liebre II de Copello y aventajaba por menos de diecisiete segundos a otra creación avanzada, hermanada por la misma marca: el Chevy-Martos de José Froilán González, piloteado por su coterráneo, el arrecifeño Carlos Marincovich. Siguiendo su estallante impulso de piloto de punta, Pairetti prolongaría el delirio de sus adeptos: segundo en las 100 Vueltas Shell (domingo 28 de julio, Autódromo Municipal), vencido por otro cofrade: el Monito celeste de Bordeu, un Chevrolet Super. Pero aún faltaba algo que llevaría a una muchedumbre a perforar la barrera del ensimismamiento: la victoria de Pairetti, en el propicio autódromo Cabalén (18 de agosto), con un promedio de 170km642 y record de vuelta: 1m4s8/10 (174km388). Los chivistas se adueñaron del éxtasis cuando la bandera a cuadros señaló para ellos otro arrobamiento: el segundo puesto de Carlos Marincovich.
A muchas cuadras del taller de Competición s. a., en Cabello al 3900, un viejo mecánico, casi una leyenda de los fierros y la grasa, Bernardo Pérez, desplegaba sus manos, con la mágica soltura de un cirujano, en la intimidad de la tercera versión del Chevy, cabalgado otrora" por el exquisito Jorge Cupeiro. A Pérez, además de su vocación por las tuercas, lo impulsaba la autoconfesada obstinación gallega de José Froilán González, quien desparramaba: "Este coche es una bomba; cuando ande bien no habrá nadie que le gane". Parecía arrastrar el embrujo maligno de sus antecesores: una fragilidad que lo hacía entrar definitivamente en el box cuando parecía arrasar con los relojes y sus rivales. De la parquedad de Marincovich sólo brotaban tres palabras: "Es una bomba". Francisco Martos, su diseñador, moreno, casi esmirriado, contemplaba con orgullo su obra. Hablaba también poco, pero creía tanto como José Froilán González, que ya era creer mucho. Baufer, al precio de 1.200.000 pesos, concretó la inspiración de Martos. El 250 pulgadas lo lanzó al vértigo y comenzó a rodar al precio total de 2.500.000.
Después de su segundo puesto en las 250 Millas, su debut, y de igual sitio en el autódromo Cabalén, en los 250 kilómetros, llevó al paroxismo a la enorme legión de sus ruidosos feligreses al triunfar, como una exhalación, en el III Premio Juan Gálvez, en el Autódromo Municipal (2 de setiembre) ; ya con Pairetti en Europa, el Trueno anaranjado había sido confiado a su fiel secretario Néstor García Veiga, vencedor de la primera serie que corrió.
Pero faltaba aún una concepción excepcional, cuyos progenitores la califican de "sencillamente revolucionaria": el ala voladora de Bascou-Cigliutti. Cuando Viale del Carril comenzaba a luchar con la muerte y Cabalén ya no tenía ni siquiera esa posibilidad, un hombre, cuyas manos enormes y poco cuidadas denunciaban su oficio, se dijo a sí mismo: "Esto no puede ser". Había tenido una larga familiaridad con el aire —jefe de ingenieros de vuelo, entre otras cosas, de Aerolíneas Argentinas— y su carnet revelaba cómputos realmente asombrosos en su contacto con las máquinas aladas: 18.900 horas de vuelo y 9.450.000 kilómetros recorridos. Era Hugo Alberto Cigliutti (46), abrasado por una quemante pasión mecánica, volcada, apenas se retiró de su tránsito por las nubes, al motociclismo. Fue preparador de la Vultaco de Jorge Kissling en el Gran Premio de Francia, en Clermont Ferrand, en donde en la clase de 125 cc. se clasificó sexto y primero entre los independientes.
La historia de Cigliutti es tan extensa como su andar por los aires. Pero ocurre que tiene sus pies bien aplomados sobre la tierra. La muerte de Jorge Kissling y Enrique Duplán (Balcarce-Lobería, 28 de abril), arrasados también por el fuego, convierte en una obsesión la preocupación de Cigliutti por la seguridad. Conoce entonces al ingeniero Alfredo León Bascou, gerente de experimental de la Ford, y se unen, al margen de la planta de General Pacheco, independientemente, para sacar adelante a un auto con un antecedente poco estimulante: abandonó en la primera etapa del Gran Premio de 1967, piloteado por Jorge Cavallini, quien tiene ahora parte de propiedad en él. De aquel auto quedan pocas cosas; febrilmente ("Cuando yo tengo que hacer algo —relata Cigliutti— lo hago aunque tenga que pasarme tres días sin dormir") le cambian infinidad de cosas, pero dos de ellas son innovaciones para el TC: suspensión independiente en las cuatro ruedas y un alerón de inspiración Chaparral de una superficie de 0,9 metros cuadrados y que Cigliutti, en su afán de economías, sacó de un avión Constellation 1049; es, sencillamente, la puerta de su tren de aterrizaje. En la unidad renovada montaron un motor Ford V8 de 4,8 litros, encamisado a 4.000 centímetros cúbicos, equipado con cuatro carburadores Weber doble cuerpo, de 46 milímetros de garganta. Lo único que hacía falta era el piloto y, además, mucha paciencia y escasísimas horas de sueño. "La primera vez que quisimos ponerlo en marcha —sonríe Cigliutti— no andaba; lo llevamos a remolque a la General Paz para no despertar a los vecinos y allí conseguimos que anduviese." Una antigua amistad hizo que se decidiese por Benedicto Hugo Chiche Caldarella para conducirlo. Las alicaídas legiones Ford se reencontraron-con una esperanza el domingo 2 de setiembre en el Autódromo Municipal, en el premio Gálvez, cuando, con un motor F-100 que no tenía los caballos que disponían las muestras de fábrica, se detuvo en su serie, en la novena vuelta, en momentos en que punteaba el vértigo con doce segundos de ventaja.
Este auto azul, con su alerón pintado rabiosamente a rayas blancas y coloradas, quedaba a un costado del circuito, pero, curiosamente, parecía un triunfador. Hacia él, con su rostro iluminado, se acercó el presidente de la Ford Motor Argentina, Kitterman, y les ofreció a Bascou y Cigliutti el apoyo oficial de la planta y motor y caja originarias de Pacheco. Cigliutti, que había acompañado a Caldarella en el cockpit para seguir viviendo inquietas observaciones, fue extrañamente poco locuaz: "Esto marcha", remató, y se restregó sus manoplas colmado de gozo.
La Ford no había podido, entretanto, revivir su prestigio anémico. Apoyados por sus concesionarios, Carmelo Galbato y Carlos Reutemann, éste la revelación 1968 deTC, habían conseguido, hasta ahora, un segundo, un tercero, un cuarto y sexto puestos, y un cuarto y un quinto lugares, respectivamente.
Un coche amarillo, agudo, la Garrafa del exuberante y conductivamente delicado Andrea Vianini, modificado por los hermanos Aldo y Rinaldo Bellavigna, trataba de apuntalar la ya reconfortada ilusión de los chivistas, pero se sumergía, casi siempre bañado en aceite, en reiteradas frustraciones después de haber vencido a Héctor Luis Gradassi (Liebre II), el 17 de marzo, en el autódromo Cabalén. Su debilidad parecía fortificarse, sin embargo, el 2 de setiembre, en el premio Juan Gálvez, al escoltar a Marincovich. De todas maneras, Torino era acosado obstinadamente y el balance de la temporada señalaba para él una diferencia inquietante: nueve triunfos suyos contra seis de Chevrolet. Además, el Toro había vencido por última vez el 23 de junio, en las 250 Millas del Autódromo Municipal.
Mientras los diseñadores trazaban sus líneas, los chapistas martillaban y los mecánicos se engrasaban, languidecía, en un rincón del taller de Carmelo Galbato, el Cavaro, un coche celeste, creación de dos carroceros: Luis María Cavallini y José de Rojas. Ninguno de los dos ocultaba su desazón: "Es un coche hecho para ganar —coincidieron—, pero algo inexplicable, quizás una aguda despreocupación, lo cubrió de telarañas". Corrió sólo una vez, montado por Ernesto Bauch, en la Vuelta de Entre Ríos, y "mire si será bueno —apuntó con fastidio Cavallini— que en la segunda vuelta estaba octavo en el camino, después de haber partido en el 48º lugar. El coche es propiedad de Galbato —Bauch tiene una parte— y se lo construimos totalmente gratis. Calculamos que le dimos 1.500.000 pesos en materiales y mano de obra. Realmente, es inexplicable que el Cavaro duerma injustamente olvidado". Esta temporada, por explicadas razones de seguridad, no culminará con su condimento más picante: el Gran Premio, esa prueba tradicional que despertaba de su tedio a un puñado de pueblos grises. Aún no ha terminado 1968, pero ya todos apuntan a 1969. Ese ingeniero cordobés, Pronello, que anticipó su cumbre —se la había propuesto alcanzar en 1975— en siete años, ya prepara un proyecto atrevido: el Huayra, cuyo lanzamiento no tiene fecha prevista. Pero hay otros que tampoco se detendrán; en TC, el hoy se transforma rápidamente en ayer. La caravana seguirá desenroscándose hacia límites más escalofriantes, tratando de arrancar del alma de los motores una potencia de 320 hp. No importa que se tenga miedo, que las piernas tiemblen; este carrousel está instigado por algo que sólo lo puede explicar la piel. Hacia su alucinación van todos, porque el TC, más que un estruendo, que una ambición de gloria, es una hermandad que comienza a querer la vida cuando dialoga con la muerte. [Alberto Laya]
17 de setiembre de 1968
Revista Primera Plana

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El Huayra - La Liebre
las nuevas trompas de la pista
González - Copello - Trueno anaranjado
Pairetti - El Chery de marincovich - La Garrafa de Vianini
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